Ya lo decía Humphrey Bogart en la película Horas de angustia (Knock on Any Door, de 1949): "Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver". Esta frase -equivocadamente atribuida a James Dean- es la sintesis perfecta de la vida de Jayne Mansfield, una chica que soñó con ser la estrella más importante de Hollywood, pero murió demasiado pronto para lograrlo.
Un rápido repaso por la filmografía de la escultural rubia revela que su primera aparición en el cine fue en 1955 (a los 22 años), y su última película se estrenó en 1967, el mismo año de su muerte. Poco más de una década en el mundo del espectáculo, que no le alcanzaron para forjarse un nombre en la industria del cine, pero sí para proyectar su imagen a un Olimpo mediático de escándalos, magia negra y excesos, que envolvieron su figura en un halo de misterio que todavía hoy la mantiene vigente.
Vera Jayne Palmer nació en Pensilvania el 19 de abril de 1933, y se topó por primera vez con la muerte cuando todavía no había cumplido tres años. Su padre (un prestigioso abogado) sufrió un infarto y murió mientras manejaba el auto en el que también viajaban la bebé y su madre, que sobrevivieron milagrosamente. Esto sería una señal del destino, que Jayne entendería muchos años después.
Para 1936 su madre había formado pareja nuevamente y la familia se mudó a Dallas, un lugar tranquilo que creían ideal para la pequeña Jayne. Pero ella no pensaba lo mismo. Aquella realidad pueblerina no era lo que ansiaba para su vida. Con los años, el sueño de la niña se convirtió en la certeza de la adolescente. Mientras tomaba clases de teatro, cada vez que iba al cine o veía el póster de una película reafirmaba que su lugar estaba ahí, en la pantalla grande.
Soy Jane Mansfield, quiero ser una estrella de cine
En 1949, con 16 años recién cumplidos, Jayne Palmer conoció y se casó con Paul Mansfield, un chico cinco años mayor que ella. Un año después nació su primera hija, Jayne Marie Mansfield. Aquel repentino esquema familiar tranquilizó a su madre, que nunca había estado del todo de acuerdo con los deseos de fama de la adolescente. Pero a Jayne no había realidad que la despertara de su sueño, aun cuando para lograr su objetivo tuviera que alejarse de su madre y mudar a su reciente familia a California.
Una mañana de septiembre sonó el teléfono en una oficina de los estudios Paramount, la persona que atendió escuchó una voz cordial y decidida que le decía: "Buen día, mi nombre es Jayne Mansfield y quiero ser una estrella de cine". Contra todo pronóstico, una semana después fue citada para su primer casting. El personaje de aquella primera prueba era Juana de Arco, y aunque Mansfield aplicó todo lo aprendido en sus clases de teatro, su voluptuosidad no se correspondía a la imagen de la martir.
La frustración repercutió en el seno de la familia. Para la chica de Pensilvania no había nada más importante que el cine, ni siquiera su esposo. Por eso, cuando este no pudo lidiar más con el obsesivo sueño de su mujer, decidió dejarla y volver a la tranquila vida de Texas, de la que realmente nunca había querido salir. Jayne se quedó sola con su hija. A pesar de la tristeza y la frustración decidió mantener el apellido de casada porque, según sus propias palabras, era "mucho más cinematográfico".
Una sirena en Hollywood
Consciente de que sus atributos físicos eran el blanco de las miradas de todo hombre que se cruzara con ella, y a pesar de que estos habían malogrado su primer casting, Jayne Mansfield decidió redoblar la apuesta; o mejor dicho, apostar todo a ellos.
Así fue como en la víspera de Nochebuena de 1954 tuvo una reunión con el promotor de estrellas Jim Byron, donde tirando los hombros para atrás y corriéndose el pelo castaño y lacio le dijo: "Tengo los senos más grandes de Hollywood, quiero que me conviertas en una estrella de cine". El hombre no perdió el tiempo y le propuso hacer una recorrida por los diarios de la zona, para brindar con los periodistas que trabajaban en Navidad. Así lo hicieron, y de la noche a la mañana, la imagen de Jayne Mansfield pasó del anonimato a ser una presencia recurrente en los medios, mediante producciones de fotos donde ella seducía y se dejaba seducir.
El siguiente paso del despliegue mediático de la aspirante a diva fue durante la presentación de la película La sirena del Caribe (Underwater!, de 1955), protagonizada por Jane Russell. Por entonces, Russell era famosa como la morocha que había desafiado el trono de Marilyn Monroe en el éxito Los caballeros las prefieren rubias; en otras palabras, el objetivo perfecto para Jayne.
Acorde con el título acuático, la presentación para prensa de La sirena del Caribe se iba a desarrollar al borde de la pileta de un lujoso hotel. Gracias a los contactos de Byron, Mansfield consiguió un pase de prensa y apareció en el momento justo con una bikini roja dos talles más chicos. Con sonrisa pícara y sabiendo el resultado, se tiró al agua delante de todos. Por supuesto el corpiño no resistió y ella emergió en topless, tapándose como podía los 100 centímetros de busto que ostentaba. Esa tarde nadie se acordó más ni por qué estaba ahí, ni cómo se llamaba la película o la protagonista.
De conejita de Playboy a la mejor copia de Marilyn Monroe
Gracias a estos recursos, poco ortodoxos pero efectivos, comenzaron a aparecer en la vida de la actriz los primeros papeles en el cine. Sin embargo, aquel estereotipo que Jayne Mansfield recibió en principio como una bendición, porque le había abierto las puertas de Hollywood, al poco tiempo se convirtió en su condena. Aunque tenía una solida formación como actriz, lo único que le importaba a los ejecutivos de los estudios era que repitiera una y otra vez su personaje de rubia sexy y medio tonta. Al mismo tiempo, por más que lo intentaba, no lograba destronar a Marilyn Monroe, quien había sabido manejar mucho mejor el equilibrio entre su imagen y sus dotes histriónicas.
Jayne siempre quedaba relegada a un segundo puesto, a una copia barata de la original. La 20th Century Fox incluso salió a promocionarla como "la nueva Marilyn", llegando a darle los papeles que Monroe se negaba a realizar. Pero ni siquiera eso fue suficiente para que la gente eligiera a la sustituta por sobre la verdadera.
Por entonces, su vida personal era igualmente vertiginosa, e iba por carriles paralelos a la profesional. En 1958, durante un show que Mae West daba en Broadway, la actriz conoció al Mister Universo, Miklós "Mickey" Hargitay, que era parte del espectáculo. Nunca quedó claro si la deslumbró su sonrisa, sus músculos, o que era una versión masculina de ella misma. Pero lo cierto es que a los pocos meses se casaron. Durante sus seis años de matrimonio tuvieron tres hijos: Miklós Jr (1958), Zoltan (1960) y Mariska (1964).
La pareja se entregaba de lleno al show mediático, en notas que mostraban más sus cuerpos que sus opiniones. Así se convirtieron en un festín para los diarios y revistas sensacionalistas de la época. Jayne había nacido como estrella a partir del escándalo, y periódicamente necesitaba avivar la llama de la polémica para mantenerse vigente. Por eso, que Hugh Heffner la convocara para Playboy, fue el éxtasis para ella.
Año tras año, durante la segunda mitad de la década del 50, Mansfield se convirtió en una presencia habitual de Playboy. Su creador, Hugh Heffner solía decir que ella era "el mejor clon de Marilyn Monroe" de todos los que había conocido. La relación entre ambos era de mucho afecto, a pesar de que por una producción que Playboy lanzó en 1963 con ella como protagonista (poco antes del estreno de Promises! Promises!), Heff terminó preso por el nivel de "obscenidad" de las fotos publicadas. Todo se solucionó con el pago de una multa, pero la película fue prohibida en algunos países. En su raid sensacionalista, Jayne había llegado demasiado lejos para la sociedad conservadora de la época. Y esta se lo hizo sentir de la peor manera.
La adoradora de Satanás
Comenzaba 1964, la carrera de Jayne Mansfield estaba estancada y su matrimonio terminado. Nuevamente buscando emular a su inalcanzable Monroe, decidió que su siguiente pareja tenía que ser una "relación conveniente". Así conoció y se casó con el guionista, director y productor Matt Climber (en realidad, Matteo Ottaviano). En su fantasía, Jayne creía que este podía hacer lo que Arthur Miller por Marilyn Monroe, pero enseguida se dio cuenta de que los dos hombres no eran lo mismo ni tenían el mismo poder. Aunque metafóricamente, nuevamente Mansfield recogía las sobras de Marilyn.
Para cuando nació el hijo de ambos, Antonio "Tony" Cimber en 1965, los números de la pareja no cerraban por ningún lado y el matrimonio naufragó. Mientras luchaba para obtener la tenencia del bebé, la actriz comenzó a vivir un romance con su abogado, Sam Brody. Este estaba casado con una mujer discapacitada y tenía dos hijos. Aparecer ante los medios como la tercera en discordia de una estructura familiar tan peculiar, fue un golpe letal para la imagen de la artista, y no fue el único.
En otro intento desesperado por otro sacudón publicitario que la devolviera a la gloria, mansfield se mostró muy cercana a Anton LaVey, creador en la década del 60 de La Iglesia de Satán y conocido como el "Papa Negro". Las fotos como parte del culto le consiguieron repercusiones, por supuesto, pero en contra, siendo sindicada como adoradora del demonio. Incluso se habló de un romance con el satanista, que llevó a un enfrentamiento entre LaVey y Brody, pero esto fue solo un invento de las revistas de entonces.
Ya sin ofertas en el cine, con problemas por el abuso de alcohol, y más obsesionada que nunca por mantener el estilo de vida y la imagen de diva que ella creía merecer, Jayne comenzó a hacer presencias en clubes nocturnos, cantando, con poca ropa, y seduciendo a los presentes.
A pedido de su amiga Mamie Van Doren, el 29 de junio de 1967 Jayne Mansfield se presentó en un restaurant de Missisippi. Al terminar su show, el auto en el que viajaba junto a tres de sus hijos, un empleado del lugar llamado Ronnie Harrison, y Sam Brody, chocó en una curva contra un camión fumigador. Los chicos sobrevivieron porque iban durmiendo en el asiento de atrás, pero Ronnie, Sam y Jayne murieron en el acto.
Jayne Mansfield tenía 34 años, y todavía cargaba con el sueño incumplido que la acompañó durante toda su corta vida: convertirse en la estrella más importante de Hollywood.
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