Hasta fin de mes forma parte del ciclo La biblioteca sonora de mujeres, donde le pone su voz a través del teléfono a la poeta Olga Orozco; tras la muerte de su marido Hugo Urquijo, se tomó un año y medio de paréntesis
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Graciela Dufau forma parte del proyecto Prisma, que incluye hasta octubre el ciclo La biblioteca sonora de mujeres, obras escritas por mujeres contemporáneas con técnicas y lenguajes actuales. En su caso, le da voz a la poeta Olga Orozco. Con la curaduría, gestión y producción de Malena Solda y Valeria Kovadloff, las actrices llevan a cabo las “funciones” los fines de semana entre las 18.30 y las 20.30. Cada llamado dura siete minutos aproximadamente; y cada viernes, a las 18, se abre la oferta gratuita de reservas.
–Volviste a la representación de la manera menos pensada: lejos de la escena y el público. ¿Qué pasó en este año y medio?
–La actriz estuvo dormida. Todo este tiempo. Sinceramente, se despertó hace un mes y se lo tengo que agradecer a Rita Cortese. Desde hace meses me llama una vez por semana: me alienta para volver, para actuar y dirigir. Y fue algo misterioso porque, de pronto, me sentí en otro lugar y no era yo sino Olga Orozco. Temía mucho porque después de la muerte de Hugo (su esposo, Hugo Urquijo, murió en enero de 2020) pensé que se había ido la actriz. Primero me negué, pero empecé a ensayar y me dejó contenta. Me entusiasmó hacerlo desde mi casa, por teléfono, como algo íntimo. Desde hace 25 años me interesa la poesía: el último espectáculo que hice fue de poesía, con Miguel Angel Estrella (Brindis). Además me interesa la idea de preservar la biblioteca sonora de las poetas. Para que la gente muy joven conozca a estas mujeres.
–Qué misterio imaginar qué referencias tiene un joven...
–¿Viste? Yo tengo una nieta de 13 años. Le digo “Ricardo Darín” y me pregunta quién es. Ni siquiera conoce al Chino Darín y me pregunto cómo hacia uno a su edad. A mí me hablaban de Luis Arata y algo me pasaba porque me enteraba de que había hecho un Pirandello. No sé cómo, pero lo sabía.
–¿Cómo eras a tus 13? ¿Ya estabas atravesada por el arte y por los poetas?
–Mi papá compraba la colección de Losada de teatro y yo, a los 12, ya leía a Jean Anouilh, Eugene O’Neill, Arthur Miller... Murió cuando yo tenía 16 y ésa fue su herencia: tres estantes con libros. Era un hogar peculiar: vivíamos en Avellaneda. Compraban una entrada en el paraíso del Colón para que yo pudiera entrar. Me llevaban hasta la puerta y me esperaban en la vereda. A mi madre le gustaba la poesía. Sobre todo, Alfonsina Storni. Y la música clásica. Yo estudié piano desde los 5 años, con gran sacrificio para ellos. Creo que ella no terminó la escuela primaria. Y digo “creo” porque de esos temas no se podía hablar. He sido muy pobre. Mi padre fue jefe de redacción de un diario de Avellaneda y trabajó en la sección Deportes de LA NACION. Se había escapado de su casa porque le pegaban sus padres. Se había ido a una estancia, a lo de un tío que era peón. Allí les enseñaba a leer y a escribir a los peones. Un tío, Juan Francisco Giaccobe, era director del Conservatorio de Música y mi prima era Adelaida Mangani, creadora del teatro de títeres. Ellos me guiaron. Así conocí los textos de las óperas. En una época del cine italiano conocía las canciones y canzonettas. Desde muy chica estuve en contacto con el arte.
–A lo mejor no lo sabías, pero estabas conformando tu vocación.
–Estaba ahí. Al morir mi padre tuve que trabajar. Ya había hecho una foto como modelo. Fui modelo de esa época, cuando los desfiles eran en las casas de alta costura y solo para señoras muy ricas. Yo desfilaba ropa de niña, de adolescente. Como mucho me ponía algún traje de novia. Fueron mis primeros trabajos. Hasta que a través de mi tío hice de hada en El pájaro azul, de Maurice Maeterling, en Canal 7. No tenía conciencia de lo que significaba.
–¿Cuál fue el momento determinante en que advertiste que esa era tu carrera?
–Ya estaba allí. Tenía una hija, trabajaba como actriz, estaba haciendo televisión. No advertía que era algo esencial. Pero un día estaba en casa lavando ropa en la bañadera. Mientras la colgaba en una soguita, hice el clic: entendí que tenía que estudiar. Entonces me puse en manos de grandes maestros: Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo, Heddy Crilla.
-El camino para llegar a ser considerada, en tiempos en que el teatro era para actores “serios” y la televisión una jerarquía inferior.
–¿Sabías que me habían llamado para hacer Rolando Rivas taxista? Fue en el mismo momento en que me postulé para Las troyanas, en el San Martín, dirigida por Osvaldo Bonet. Una tragedia griega con muchos goles. Mi única posibilidad era ir al coro. Había 300 candidatos. “Si entro, entro”, me dije. Quería probarme allí. El director del coro era Pepe Gallo, el padre de la gran actriz María Rosa Gallo. Al año siguiente hice uno de los papeles principales. No me equivoqué al elegir.
–Este año volvió Brujas. Habrás recibido la propuesta.
–Me insistió mucho Carlos (Rottemberg). Y no, no estoy lista todavía para subir a un escenario. Creo que entendió. Al final me preguntó quién quería que me reemplazara: “Ayudame”, me pidió. Y le sugerí a Sandra Mihanovich.
–¿No siquiera fuiste como espectadora?
–No. Es curioso, pero no lo extraño.
–¿Cuándo fue la última vez que pisaste un teatro?
–Fui con Hugo Paredero a escuchar a Susana Rinaldi en el Picadero. En esos días también vi a Lorena Vega en Yo, Encarnación Ezcurra. Y no volví más.
–¿En el curso de este año y medio te llegaron propuestas?
–Hay un proyecto que viene de antes de la pandemia con Julio Velando, pero quedó interrumpido. También debo decir que para las viejas como yo no hay muchas oportunidades, ni en teatro ni en televisión. Porque aunque seas una señora que desarrolla una actividad física, hay una presión permanente para parecer más joven, para que no tengas arrugas. Es muy arduo sostener eso. En los Estados Unidos se hizo el programa especial de Friends y mi hija me dijo: “preparate para ver todas las cirugías de Los Ángeles”. Y son mujeres de 50 y pico. Por eso volver de esta forma me hace tanto bien.
–Brujas cumplió treinta años desde su estreno (en Mar del Plata, el 3 de enero de 1991) y vos formaste parte del elenco durante más de una década. ¿Cómo atravesaste esa etapa?
–Pasó de todo: ¡estuve diez años! Por supuesto que hubo discusiones. Además de divorcios, casamientos, nacimiento de nietas. Hubo un verano que trabajé en silla de ruedas. Me pasaba a buscar Thelma Biral y me llevaba hasta el teatro. Ahí me cambiaban de silla. Un asistente me llevaba, me cambiaba y me maquillaba. Me subían entre dos la escalera (el escenario era un piso más alto). Ahí me ponía los zapatos, salía a escena y hacía las dos funciones. Después bajaba y hacía lo mismo pero de regreso.
–”Tengo una mala salud de hierro”, diría Joaquín Sabina.
–En una época sufría ataques de pánico y había noches que no podía más. Moria me agarraba del bracete y me decía: “aguantá, mamita, y pensá en el departamentito que te vas a poder comprar”. ¡Me sostenía, literalmente! Pero cuando estás así no pensás en nada, ni aunque te regalen una Ferrari de oro.
–Más allá de tu labor artística, atravesaste situaciones que pudiste poner sobre la mesa mucho antes de que se visibilizara y reivindicara la defensa de los derechos de las mujeres.
–Hace 53 años hice una denuncia en una comisaría por lo que ahora decimos “violencia de género”. Me habían dado una paliza. Una amiga a la que recurrí llamó a un abogado, que era escritor y poeta. Le dijo: “¿tiene sangre? Que no se lave”. Cuando llegamos a la comisaría me adelantó: “Nos van a tratar mal”. Yo ni era conocida, pero el comisario me dijo: ¿”Usted cree que esto es Hollywood que viene con un abogado?”. En aquellos días se publicó en la contratapa del diario La Razón que me había ido de mi casa con mi hija (era una beba de ocho meses) a vivir con otra mujer. Yo estaba en la casa de mi mamá. Llamé al periodista: “Mire, señor, quiero decirle que estoy viviendo con mi mamá”. “¿Y no es otra mujer?”, me contestó. Siempre fue una lucha despareja. En los años 80 conseguimos la ley de patria potestad compartida. Nos sentábamos en la vereda del Congreso y nos decían de todo. En los años 90 compartí la tapa de una revista con varias mujeres diciendo: “Yo aborté”.
–¿En qué momento sentiste que era el rol que querías asumir?
–Creo que a partir de las amigas que elegí, como Moira Soto y María Moreno: gracias a ellas dos publiqué un libro. O María Luisa Bemberg... La lucha sigue siendo ardua. En la época de la dictadura, un general se había enterado de lo que ganaba Mirtha Legrand y se indignó porque ganaba más que él. Entonces impuso un tope para los varones y menos para las mujeres. Cuando hicimos el programa Nosotros y los miedos, de Cernadas Lamadrid, Jorge Maestro y Sergio Vainman, tuve una entrevista con el interventor militar y le dije que no iba a ganar menos que un varón, aun a costo de no trabajar en ningún otro canal. Finalmente lo aceptó.
–En ese contexto también estaba naturalizado el abuso de poder del director, del productor.
–En ese sentido tuve suerte. En cambio, me querían involucrar en política: “¿vos no estuviste en la marcha esa con los presos de Villa Devoto?”. También me pasó que empecé un programa y a la semana estaban casi todos prohibidos. Para nosotros era indignante.
–¿Soñás con que subís a un escenario?
–No. A veces una se engaña: quiero interpretar a un personaje pero también quiero que me miren, que me aplaudan, que me admiren, que me aprueben. Que es como decir que quiero abrazar a mi muñeca. Puedo hacer esta obra que es telefónica y no es para tanto. Lo otro... debo confesar que hasta me había olvidado de cómo era una entrevista.
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