Gerardo Rozín: sueños y logros de un productor inquieto y un conductor poco convencional
El conductor y productor de La peña de morfi, quien murió hoy, a los 51 años, trabajó intensamente por una televisión divertida y popular
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Mucho antes de transformarse en una atípica figura de nuestra televisión, Gerardo Rozín -quien murió ayer, a los 51 años, a causa de un tumor cerebral- formó su personalidad y construyó su manera de ver el mundo a través del prisma de los medios desde el ejercicio profesional del periodismo.
Ese reflejo, que mantuvo hasta el final, explicaba su altísima sensibilidad frente a las reacciones de los antiguos colegas que más respetaba y a todo lo que ellos pudiesen decir sobre sus proyectos televisivos. La seguridad del productor televisivo que iba al frente para convertir sus ideas en realidad desde la pantalla se esfumaba cada vez que sentía en esos medios una valoración por su trabajo menor a la imaginada.
Pero en su caso, la inquietud nunca se transformó en reproche ni cuestionamiento. Lo que Gerardo quería era que su aporte a una televisión que fuese divertida y popular fuese reconocida desde una mirada periodística inobjetable. También esperaba ser apreciado como conductor y no sólo a partir de su trabajo como artífice o productor general de sus programas. Nunca lo decía, pero se sentía todo un orgulloso innovador. Que una figura de sus características, contrarias a la imagen convencional, se convirtiese en conductor de envíos televisivos con llegada masiva, era desde ese autorretrato una muestra inusual de audacia en un medio tan conservador y reacio a la novedad como la TV abierta.
Como Jorge Guinzburg y Raúl Portal, Rozín quedará en el recuerdo como exponente cabal de un estilo televisivo que se define a partir de la informalidad. Sabía moverse con destreza inusual en el medio de un estudio lleno de gente y tenía siempre la claridad suficiente para saber hacia dónde había que dirigir la atención. En algún momento de su rápido aprendizaje como productor de TV, Gerardo debe haber percibido que no solo podía cumplir esa función y salir siempre por arriba, con resultados ideales, del aparente desorden que siempre aparece en un estudio lleno de gente. Así consiguió un día que se notara la diferencia entre el conductor pintón, atildado y elegante y la imagen nada convencional con la que él mismo encarnaba esa función.
A un buen conocedor de las rutinas televisivas como Rozín no se le escapaba la convicción de que el éxito en un canal abierto se logra de dos maneras: con una idea genuinamente innovadora, jamás vista antes, o con alguna vuelta de tuerca más o menos original de las fórmulas más conocidas y mejor probadas. El Gracias por venir, gracias por estar era una variante del clásico Volver a vivir de Blackie. La peña de Morfi no era otra cosa que una versión corregida y aumentada de lo que Julio Márbiz hizo desde Argentinísima. Pero a todos los efectos, estas ideas de Rozín funcionaron como dos programas nuevos, distintos. Que la historia de la TV certifique esa silenciosa evolución no deja de ser un mérito.
Era muy común verlo en sus programas repartiendo elogios y agradecimientos, a veces con alguna cucharada de azúcar de más. Llevó esa conducta también al terreno político, que frecuentó de mayor a menor a lo largo de su carrera televisiva, con una postura de cierta indulgencia hacia algunas figuras cuestionadas de la actualidad. No podía traicionar su estilo. Quería una televisión que sumara voces y que compartiera un espacio común. Una pantalla que respirara, que transmitiera “buena onda” en el mejor sentido del término, que mostrara el esfuerzo y el talento de los artistas, así como el reconocimiento de esos logros, en un mismo lugar.
Aunque Rozín tenía desde hace mucho tiempo una productora propia, Corner, desde la cual se crearon varios contenidos para la TV, la dirección artística o de contenidos en algún canal abierto aparecía como el destino más propicio y natural para una figura de sus características. La ejerció durante la fugaz experiencia de Azul TV en la histórica pantalla de Canal 9 y seguramente merecía repetirse en tiempos más estables y con un protagonista mucho más afirmado y experimentado, como el Rozín de los últimos años. La realidad, cruel e irreversible, torció esa expectativa.
Todos recordaremos a Gerardo por esas experiencias más visibles, más conocidas y más mundanas. Pero seguramente el programa que más lo debe haber enorgullecido fue Esta noche, libros, que hacía una vez por semana, cada viernes por la noche, cuando C5N no se dedicaba exclusivamente a hablar maravillas del kirchnerismo.
A un pequeño estudio con escenografía mínima y casi radiofónica (parecida a la del clásico ciclo de entrevistas de Larry King) llegaban figuras de todos los ámbitos a contar cuáles eran sus libros predilectos, qué lecturas marcaron sus vidas y qué textos estaban dispuestos a compartir con el público. Pasaron por allí innumerables personalidades, de Fito Páez y Nacha Guevara a Jorge Asís y Mauricio Macri. Allí, desde ese sencillo entorno, Rozín salió en busca de un espectador dispuesto a disfrutar de una TV más elevada de lo habitual en su pretensión de entretenimiento, que debe haber visto como complemento ideal de todos los esfuerzos que le dedicaba a una TV un poco más pasatista. Fue la idea más disfrutable de toda su carrera. La que seguramente -en el pensamiento del propio Rozín- conseguiría ese respaldo tan anhelado de sus antiguos compañeros de ruta en el periodismo de espectáculos. Y mucho más audaz que aquel desnudo al que se animó en los tiempos de Sábado Bus.
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