Sus confesiones más desopilantes con Buenos Aires a sus pies
Un mínimo detalle debajo de cada uno de sus ojos verdes es lo primero que llama la atención al hablar con Geraldine Chaplin (73). Tanto que la admiración por su perfecto español (sus relaciones, junto al director Carlos Saura primero, y más tarde, con el fotógrafo chileno Patricio Castilla, fueron decisivas para que dominara el idioma) queda en segundo plano. Si uno observa detenidamente, descubre que en sus párpados, abajo de sus ojos, asoma una manchita redonda, simétrica, diminuta. Dice que es parte del maquillaje, aunque también hay otra explicación. “En realidad, son dos pecas de nacimiento que curiosamente son perfectamente simétricas. Toda la vida me las escondí porque la gente me decía que tenía el rímel corrido. Hasta que un día, un fotógrafo me insistió que en vez de ocultarlas las resaltara. Y desde entonces me las pinto como parte del maquillaje”, cuenta con una sonrisa.
–Tiene algo de mimo…
–Exacto. Y por eso me encanta.
Además de sus singulares pecas, Geraldine guarda una historia que también la hace única. Es hija del mítico Charles Chaplin y nieta del dramaturgo ganador del premio Nobel de Literatura, Eugene O’Neill.
Si bien nació en Estados Unidos, vivió gran parte de su vida en Suiza, donde su padre eligió exiliarse en 1953 junto a su cuarta mujer, Oona O’Neill, y sus ocho hijos tras ser acusado de comunista durante el macartismo.
Con la pasión artística anclada en sus venas, Geraldine primero quiso ser bailarina y entró a la Royal Ballet School de Londres. “Me anoté con otro apellido para que no me tuvieran simpatía. Y entré. El problema es que nunca fui una buena bailarina. Creo que la única vez que bailé bien en todos los años que estuve ahí fue en esa audición”, recuerda. El cine entonces le dio la bienvenida. Ya había descubierto ese gran amor a los 8 años, cuando debutó con una pequeña participación junto a su padre en la única película que hicieron juntos, Candilejas.
A los 20 obtuvo un papel en Dr. Zhivago junto a Omar Sharif y Julie Christie. Y así empezó. Su facilidad con el español también le abrió las puertas al cine hispano que hoy la recuerda por sus actuaciones en Ay Carmela, El orfanato y la argentina Amapola, entre otras.
En este nuevo desembarco en nuestro país, la actriz filmó las escenas de su última película, Camino sinuoso, junto a Juana Viale y Arturo Puig. “Yo interpreto a Miny, una vieja burguesa cuya hija murió recientemente y vive en una espectacular casa en la Patagonia. Allí se enfrenta a su yerno, a quien culpa por la muerte de su hija. Ya filmé mis escenas con Gustavo Pardi y fue buenísimo. Es un hombre increíble, del que me enamoré profundamente. [Risas]. Todas las escenas que tenemos son muy tensas, hay entre nuestros personajes un juego del gato y el ratón, donde no se sabe quién es el gato ni quién es el ratón. Este oficio es mágico".
–¿Por qué?
–Porque, en el fondo, la actuación es un estudio del ser humano. Y cuanto más imposible parece un personaje, más curiosidad tengo. Actuar me implica desentrañar la naturaleza humana, es la exploración y la excavación del ser humano hasta llegar al alma.
–¿Y qué pasa con el éxito? ¿Siente la presión de tener que ser reconocida?
–Para nada. Me considero una privilegiada porque siempre pude elegir los proyectos que me gustan. Hice una cantidad de películas malísimas pero, mientras las hacía, creía que eran las mejores del mundo. Me da igual si el film tiene repercusión o no, yo lo hago porque me gusta hacerlo y no para que les guste a los demás. He sido conocida desde el momento en que nací, me crié con la prensa siguiéndonos a todos lados, por lo que nunca necesité un reconocimiento ni fama. En mi vida, mi apellido ha sido siempre sinónimo de suerte.
–¿En ningún momento lo vivió como un estigma?
–No, nunca. Ojo que hay apellidos y apellidos. Las hijas de Bush o de Trump deben vivir otra historia. [Risas]. En mi caso, que la gente me vincule con mi padre me parece maravilloso. Quiere decir que él sigue siendo recordado, está vivo en el inconsciente colectivo de la gente. Yo amo su famoso personaje de vagabundo, Charlot, para mí es mi gran héroe.
–¿Por qué?
–Porque es un personaje al que le pueden pasar las peores desgracias y, sin embargo, se sacude un poco el polvo y sigue adelante. Es romántico, gracioso y encarna esa idea de mi padre de encontrarle siempre el lado cómico a la tragedia. Papá vivía así; había aprendido a ver el costado gracioso a las miserias de la vida. Y hay que saber encontrar el humor en Hitler...
–¿Qué aprendió de él?
–Mi padre, gracias a Dios, nunca fue un predicador, nunca nos decía cómo tenían que hacerse las cosas. La cultura del trabajo la aprendí viendo cómo él se manejaba, trabajaba como una bestia todo el día; para él no existían las musas. Siempre lo escuché decir: “El talento no es nada, todo el mundo tiene talento. Lo que importa es el trabajo”.
–¿Alguna vez le hizo una devolución por sus papeles?
–Sí, pero lo hacía desde el lugar de padre y no desde su rol de cineasta y maestro que yo necesitaba. Él me apoyó siempre, incluso me firmó el contrato para Dr. Zhivago porque en ese momento yo todavía era menor de edad. Cuando terminó de ver la proyección me dijo: “Eres la mejor de la película”.
–Charles Chaplin vivió una infancia muy dura y cerca de la miseria, eso también debe haber forjado su carácter. ¿Cómo era su relación con el dinero?
–Muchos dicen que era un tacaño, muy agarrado a su plata. En casa lo veía todo el tiempo. Llegaba la cuenta de las compras de medias para sus ocho hijos y se ponía loco: “¿Pero cuántas medias necesitan estos niños?”, gritaba. Pero así como era de ahorrativo, muy pocos saben lo generoso que fue con la gente que trabajó con él. A la actriz Edna Purviance, con quien hizo numerosas películas, la mantuvo hasta el final de su vida. Por un lado tenía una enorme generosidad y por el otro, estallaba por un par de medias.
–¿Era un padre bueno?
–Era muy estricto, muy victoriano. Ojo, yo era bastante insoportable. Él decía que yo era una mala influencia para el resto de mis hermanos. Por ejemplo, no soportaba que me maquillara. Me veía y me decía: “Lavate la cara”.
–¿La dejaba salir con otros chicos?
–No. [Risas]. No tuve novio hasta que me fui de casa. En esa mente tan victoriana, era un obsesivo de la virginidad: la mujer que tenía relaciones antes del matrimonio merecía un destino peor que la muerte.
–Él se casó varias veces, siempre con mujeres mucho más jóvenes.
–Sí, era muy enamoradizo, le gustaban las chicas muy jovencitas. Papá era un viejo verde, pero al final se casaba con ellas. Era eso o la cárcel. [Risas].
–¿Cómo fue la relación con su mamá? Tenía 54 años cuando se casó con ella, de sólo 18…
–Fue una historia de amor increíble que duró toda la vida. Tengo recuerdos de mamá sentada sobre las rodillas de papá, los dos flirteando como si fueran adolescentes escondidos en el asiento trasero de un coche. Lo suyo fue un amor de toda la vida. A los que me dicen que el amor no existe, les digo que están equivocados. Yo tenía la prueba en casa de que eso no es así.
–Chaplin curiosamente se murió en Navidad. Dicen que era el día que más odiaba del año. ¿Por qué?
–Es que mi madre hacía unas Navidades muy opulentas, muy obscenas, con regalos increíbles, incluyendo presentes de nuestros ídolos. Mis hermanas, por ejemplo, recibieron cosas firmadas por Marlon Brandon o Elvis. La Navidad era el momento donde se cumplían nuestros sueños. Mi padre en cambio lo vivía distinto. Miraba toda esta escena y se acordaba de su propia infancia: “A mí en los mejores años, me regalaban una naranja”. Odiaba la Navidad. Es maravilloso porque ha conseguido estropear las Navidades de nuestra familia desde el día en que se fue. [Risas].
–En algún momento estuvo distanciada con el resto de sus hermanos. ¿Cómo está la relación ahora?
–Desde que vendí mi parte de la herencia a una hermana mía, todo ha sido excelente entre nosotros. Me reconcilié con todos. Tras la muerte de mamá, no había más que peleas. Por un lado, estaban los hermanos que querían que sus películas se vieran en una catedral y por el otro, incluida yo, entendía que todo lo de mi padre debía ser patrimonio mundial. Él está en todas partes, la imagen del vagabundo es algo incorruptible. Incluso encontrarlo en un papel higiénico me parece bonito. Por suerte, los derechos fueron vendidos por unos años al productor Marin Karmitz y su compañía, MK2. Y ha sido una idea excelente.
–¿Cómo se lleva con el paso del tiempo?
–Muy mal. Detesto la vejez, detesto que mi cuerpo ya no responda como antes.
–Sin embargo, no se hizo ninguna cirugía estética.
–Pero eso es porque mi vejez por ahora me trae trabajo. Cuando las productoras buscan viejas de verdad para convocar a una nueva película, enseguida me llaman. Lo tengo muy claro: al momento que mis arrugas ya no me den trabajo, me opero toda. [Risas]. El camino de la vejez tiene una autopista que todos sabemos adónde conduce y por eso, muchos buscamos caminos alternativos para evitar ese final. Le tengo terror a la muerte. Es una etapa que vivo mal, siento que no hay nada bueno.
–¿Cómo le gustaría que la recuerden?
–Me da igual. [Risas]. No quisiera que me recuerden, no quiero morir.
- Texto: Jaqueline Isola
- Fotos: Matías Salgado
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