Fernanda Mistral repasa su carrera, su fascinante vida y su osado regreso: “No hay edad para el amor y el sexo”
A sus 90 años, la actriz de tantísimos éxitos en cine, teatro y televisión, repasa sus inicios en una publicidad de planchas, sus tres matrimonios, su revelación espiritual y el corto que la devuelve a la actividad
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Este sábado cumple, increíblemente, 90 años. Es una de las actrices nacionales con más años en actividad: 75. Sin embargo, muchos la daban por retirada y algunos, hasta por muerta. Es que Fernanda Mistral no es una figura mediática ni de alto perfil; tampoco de las se prodigan permanentemente en sets, estudios y escenarios. Acepta únicamente trabajos que le interesan mucho y que considera pensados a su medida.
Su vida artística ha sido riquísima y la personal (con aspectos públicos y otros desconocidos) posiblemente mucho más. En teatro interpretó grandes textos, como los de A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre; Seis personajes en busca de autor, de Luigi Pirandello; Rinoceronte, de Eugène Ionesco, y Las brujas de Salem, de Arthur Miller. También obras más contemporáneas, como Atrapado sin salida, Flores de acero, Brujas, Nosotras que nos queremos tanto, Intimidades de la Sra. Müller y Despedida en París. En cine comenzó siendo una de las caras de la nouvelle vague local de los 60 (Los venerables todos) y continuó participando de títulos testimoniales de los 70 (La parte del león), los 80 (El poder de la censura), los 90 (Los inconformes) y de 2000 (Kamchatka). Pero fue en la TV donde obtuvo el reconocimiento popular, el valor agregado por el que sigue siendo recordada y reconocida en la calle. Gracias a su participación en unitarios, miniseries y telenovelas como Mujercitas (1960), Ocho estrellas en busca del amor (1964), El hombre que volvió de la muerte (1969), Pobre diabla (1973), Dos a quererse (1974), Alta comedia y Teatro como en el teatro (1975), Las 24 horas (1980), Los cien días de Ana (1982), El Rafa (1997) y, muy especialmente, Muñeca brava (1998).
Hoy Edith Dolly Peruyera –tal es su verdadero nombre– regresa a la actividad como protagonista de un cortometraje atípico (Para siempre es ahora, de la directora Karina Grinstein), que algunos podrán juzgar de osado, en el que interpreta a una mujer que vuelve a enamorarse y a recobrar la pasión por el sexo. Pasado el reciente preestreno del film en el Palacio Libertad (previo a su presentación en los festivales de Punta del Este y Mar del Plata), exclusivo para amigos, donde también fue homenajeada, la actriz recibe a LA NACIÓN en su dúplex de Núñez para desandar el camino recorrido y contar por primera vez todo, absolutamente todo, sobre una vida repleta de trabajos, viajes, amores, dramas, espiritualidad y giros inesperados.
–Empezaste a estudiar teatro de muy chica. ¿Por qué? ¿Fue una decisión tuya o de tus padres?
–Lo decidió mi familia. Yo tenía cierta tendencia al arte, y en la escuela me elegían siempre para decir versos. Porque era graciosa, tenía memoria y la actitud de querer mostrarme. Es que yo tengo todos mis planetas en el medio cielo, eso quiere decir que vine al mundo para que se me vea. Planetariamente, eso está bien claro. Es decir, yo tengo algo que decir en esta vida. Mis padres lo comprendieron y me enviaron al Instituto de Teatro Infantil Lavardén. También lo hicieron para que canalizara mi exceso de energía. Es que yo era muy quilombera, me gustaban muchos los juegos de varones, jugar a la pelota, a las bolitas y al rango, es decir, a todo lo que tuviera que ver con la acción. Yo era la menor de cinco hijas, y los agarré cansados. Evidentemente dijeron: ¡saquemos a Edith de acá! (risas). Por otro lado ya mi nombre daba la pauta de sus intenciones. Es muy raro que en una familia de españoles alguien se llame Edith; te llamás Juana, Ana, Lola o Pepa, pero no Edith. Quiere decir que conmigo ellos aspiraban a algo distinto. No creo haberlos defraudado.
–¿De ahí pasaste al Conservatorio de Arte Dramático?
–Primero, a los 14, me inscribí en el Conservatorio de Danzas, que estaba ubicado en el Teatro Nacional Cervantes. Allí estuve como tres años, pero no me llevé bien con las exigencias de las clases; me dolía mucho el cuerpo, todo me parecía muy sacrificado. Entonces me pasé al Conservatorio de Arte Dramático. Un poco antes empecé a participar en el teatro independiente, en el Teatro de la Juventud, y a los 15 años debuté en Seis personajes en busca de autor, en el rol de la hijastra. Allí, la actriz me ganó para siempre.
–¿Es verdad que empezaste profesionalmente con un aviso publicitario de planchas?
–Sí, señor. Yo estaba estudiando en el Conservatorio y se me ocurrió ir a pispear con una compañera qué pasaba en la planta baja de Radio Belgrano (en Posadas y Ayacucho), donde funcionaba Radio Belgrano TV (que luego devino en Canal 7), el primer canal de televisión local. Yo tenía 15 ó 16 años y nos contrataron para una publicidad de planchas ATMA. A mi amiga, que era mayor que yo, le tocó representar a una señora que usaba una plancha antigua, que funcionaba a carbón. Yo hice de una chica que planchaba con una plancha eléctrica, la nueva ATMA, símbolo de la mujer moderna.
–¿Cuándo dejaste de ser Edith Dolly Peruyera para pasar a ser Fernanda Mistral?
–Inmediatamente después de aquella publicidad. Como mi cara se había hecho conocida, me propusieron hacer una telenovela en Canal 7 con Daniel Alvarado, La ninfa constante. Por supuesto que dije que sí, pero como no les gustaba ni mi nombre ni mi apellido me inventaron estos: Fernanda porque decían que era muy compatible con mi carácter y mi personalidad, y Mistral porque era como el viento (N.de R: se llama así a un viento frío, seco y violento del Mediterráneo). Yo, con tal de trabajar, dije que sí a todo. Y mis padres no se opusieron, ellos siempre me apoyaron en todo: para ser actriz, para casarme, para divorciarme, para viajar. Ellos fueron incondicionales y mis maestros de la libertad. Yo ya tenía a mis hijas y ellos me insistían: salí, hacé tu carrera, que nosotros te las cuidamos.
La nouvelle vague, Cortázar y la TV
–Luego, en los años 60, te convertiste en una suerte de ícono femenino del nuevo cine nacional, emparentado con la nouvelle vague europea. ¿Cómo fue asistir al Festival de Cannes con Los venerables todos, de Manuel Antín, y codearte con las estrellas internacionales?
–Tenía solo 24 años y recuerdo que Walter Vidarte (uno de sus compañeros de elenco) se la pasaba cual paparazzi tomándole fotos todo el tiempo a Bette Davis. Éramos tan jóvenes… Por la noche nos vestíamos bonitos para las galas y por las mañanas íbamos a la playa. La pasábamos bomba. Ahí me puse por primera vez una bikini. En esa edición justo salió premiada El gatopardo, de Luchino Visconti. Recuerdo que él y la Cardinale se paseaban por La Croisette justamente con un gato pardo, haciéndole publicidad a la película. Fue mi primer viaje internacional, me presentaron a muchos astros y a mucha gente de la monarquía, pero yo no me desmayé por ninguno. A mí me interesaban los artistas, no las estrellas. Mi única devoción fue por los directores europeos, fundamentalmente los checoslovacos, que eran los distintos, los que buscaban otra cosa. A mí nunca me interesó la fama, sino el prestigio.
–¿Fue en ese contexto que conociste a Julio Cortázar?
–Con Julio nos encontramos en el camino entre el Festival de Cannes y el de Sestri Levante, un festival más independiente, más de autor, en Italia. Hicimos un viaje en auto por toda la costa francesa hasta llegar a Génova, junto a su mujer, la escritora Aurora Bernárdez, Walter Vidarte y Manuel Antín. Fue en ese trayecto que Julio y Antín pergeñaron Circe. De nuestra despedida, en el aeropuerto de Roma, tengo una anécdota fantástica con Julio, que lo pinta de cuerpo entero. Él y Aurora se quedaban y nosotros nos volvíamos. A punto de subir al avión me doy cuenta que me había olvidado de comprarle una corbata a Paul (Pablo Luis Rouger, director de cine, por entonces su segundo marido), como le había prometido. ¿Qué hizo Julio? Se sacó su corbata y me dijo: “Llevále la mía”. Cuando se la entregué a Paul, que era un enorme admirador de Cortázar, casi se muere.
–¿Qué recuerdos tenés de tus primeros trabajos para la televisión?
–Un actor nace para habitar distintos personajes, pero los ritmos de la televisión, sobre todo los de las tiras diarias, no te lo permiten. Y uno termina haciendo lo que puede. La TV es una máquina de producir, producir y producir, de saber el texto, decirlo rápido, bien, y a otra cosa. En aquellos momentos se producía un programa por día, toda una locura. Así era imposible disfrutar del trabajo. Algunos hoy lo romantizan, pero en un punto se parecía a una condena. Era una industria, un negocio y nada más. No se podía ahondar, eso solo se lograba en los unitarios, cuando te tocaban directores como Alejandro Doria, Edgardo Borda y María Herminia Avellaneda. Nos preparábamos una semana y hacíamos títulos como Hedda Gabler y Casa de muñecas, una suerte de teatro filmado. En cuanto a los unitarios, yo empecé por la puerta grande: haciendo de Nina en La gaviota, junto a Alfredo Alcón y Ernesto Bianco. Fue un especial en vivo para Canal 7, en 1952. Como era muy chica seguramente lo hice horrible, pero ¿quién me quita lo bailado?
–De joven, en general, te convocaban para hacer de linda y de grande, para encarnar mujeres de clase alta. ¿Te sentiste alguna vez encasillada?
–Es verdad, de arranque me tocó hacer de Meg en Mujercitas (la hija mayor de la familia March). Tenía una imagen bonita y no muy acartonada, porque nunca usaba spray. Entonces me buscaban para personajes así. Eso duró varios años y yo respondía profesionalmente, hacía lo que había que hacer. Eran tiempos de mucho trabajo en Canal 9, en los que, si un programa la pegaba, después pasabas a hacer tres meses de teatro en Mar del Plata, en general integrando un elenco de galanes, con Rodolfo Bebán y Jorge Barreiro. Me sentí encasillada, sí, pero me pagaban muy bien y entré en las reglas del juego. Mi desquite fue en el teatro: me convocaron del Teatro San Martín y del Teatro Nacional Cervantes, también Agustín Alezzo para hacer Las brujas de Salem. En esos ámbitos pude desarrollar un arte mayor. En la televisión, en cambio, era como trabajar en una fábrica. Lo mismo me sucedió cuando hice Muñeca brava, el último éxito televisivo en el que participé. Hoy veo aquellos capítulos y no lo puedo creer, ¿cómo pude trabajar tanto pero tanto todos los días?
–De todos modos, Muñeca brava te devolvió la popularidad, ¿no?
–Absolutamente. Debo reconocer que gracias a esa telenovela, y al impulso que le dio con su estrellato Natalia Oreiro, claro, me hice conocida en todo el mundo. Un día estaba en Viena y una camarera me reconoció y me abrazó emocionada. De todos modos, ahora pienso que es la telenovela más perversa en la que actué: la mucamita se enamoraba del chico rico, y ese chico, que también se enamoraba de ella, tenía por novia oficial a la novia secreta del padre; mientras que la madre del chico rico le metía los cuernos al marido con un amigo de él. Es de no creer cómo se enlazaban las historias. Yo era la mamá de Facundo Arana y esposa de Arturo Maly, la señora bien de la tira, la que trataba mal al personal, en fin, una mujer de terror. Ahora pasan Muñeca brava por Netflix, en forma condensada, como si se tratara de una miniserie. Y cuando la veo me parece un horror ético, porque en las tiras siempre hay malos y traidores, pero aquí, en el seno de una sola familia, ¡todos se engañaban con todos!
La India, Osho y España
–¿Por qué en los años 80 abandonaste todo y te fuiste a España? ¿Es verdad que te recluiste en un retiro espiritual?
–No me recluí, pero… Por aquella época, mi hija Roxana se había ido a la India a hacer su camino espiritual y yo no la veía, no sabía nada de ella. Y un día, en 1981, estando en Nueva York con Carlos (el empresario Gregorio Garay, su tercer marido) se me ocurrió ir a visitarla al ashram en Pune, donde se encontraba trabajando. Y lo que creía que iba a ser un espanto para mí terminó en un enamoramiento. Entonces decidí quedarme allí un buen tiempo y me inicié con su maestro Bhagwan (luego llamado Osho). Él me rebautizó, me puso de nombre Nandito, que en español significa “la bendita” o “la bendecida”. Y así empieza mi propio camino espiritual, en un centro de meditaciones y sesiones terapéuticas. Al tiempo volví a Nueva York a buscar a Carlos y después los dos regresamos a la Argentina. Pero en 1982 Carlos decide irse a España a montar una empresa y a mí me encantó la idea de irme con él porque desde Europa iba a estar cerca de la India y de todo lo que en ese momento me movilizaba. Ahí me alejé de mi carrera y mi profesión durante nueve años.
–¿Por qué? ¿Necesitabas un cambio radical?
–Totalmente. Hasta el punto de que quemé todos los recortes que había guardado de mis trabajos y también todas mis fotos de niña. Así, para sintetizarlo, “quemo” mis dos “personajes” anteriores: el de Edith y el de Fernanda y empiezo una nueva vida con mi personaje de Nandito. Me visto de naranja o de rojo, los colores que identificaban a mi comunidad espiritual y sigo mi camino hacia un conocimiento personal. Viajo varias veces a los Estados Unidos, donde por entonces estaba Osho, y también a Inglaterra y a las Islas Canarias, donde había terapeutas que conducían retiros espirituales y hacían trabajos tántricos. Todo esto duró hasta 1991, cuando vuelvo ocasionalmente al país por el nacimiento de uno de mis nietos (hijo de su otra hija, Viviana). Ahí Carlos Rottemberg me contacta y me propone hacer en teatro Nosotras que nos queremos tanto, junto a Mirta Busnelli, Betiana Blum y Alicia Zanca. Y decido quedarme y retomar la carrera. Y ahí me empieza a llover trabajo. Tanto trabajé y tanta plata gané en esa época que hasta construí un edificio.
–Sin embargo, en 2001, te radicás nuevamente en Madrid. ¿Cuánto tuvieron que ver en estas idas y vueltas la política y las crisis económicas del país?
–Me fui cuando mi marido (que seguía viviendo en España) me llamó y me pidió que retomáramos la relación, que le diera una nueva oportunidad y que volviéramos a vivir juntos. Durante esos años habíamos seguido contactados como amigos, pero cada uno hacía la suya: él tenía su novia y yo mi novio. Por otro lado yo ya no estaba tan identificada con la Fernanda actriz, mi verdadero mundo era el espiritual. Mi espacio interno estaba puesto más en la meditación que en la actuación. Es decir, al comienzo de mi carrera, la actuación lo era todo, ahora ya no. Se trataba simplemente de un trabajo. De todos modos, cuando arribé a Madrid armé una escuela de teatro, llamada La base, con Javier Manrique y Macarena Pombo. Ahí me dediqué a ser maestra durante seis años. En 2011 decidimos regresar definitivamente cuando fallece mi hija Viviana, en San Martín de los Andes, y mis nietos quedan solos. Sentí que necesitaban a su abuela.
–Te lo pregunté, entre otras cosas, porque sé que tu segundo marido es un desaparecido.
–Paul desaparece el 27 de agosto de 1976. Para ese entonces nosotros ya estábamos separados. Él era un militante montonero y convivimos hasta 1973, hasta que lo senté y le dije: ‘¿cómo pensás seguir? Yo no entro en esta, no quiero ser ni militante ni jugar a este juego’. Me dijo que tenía razón y se fue de la casa. Nos separamos, él siguió con su militancia y yo trabajando con Alejandro Romay en teatro, haciendo Atrapado sin salida junto a Rodolfo Bebán. Le di la posibilidad de que se fuera del país, sabía que la cosa se había puesto brava porque ya se habían llevado gente de mi familia. Y hasta yo sentía que corría peligro. Pero él no me hizo caso y lo “levantaron” del negocio que tenía en una galería de Av. Callao y Santa Fe. Después llamé a todos los amigos que estaban en la misma y les pagué los pasajes para que se fueran a Brasil. No podía soportar una desaparición más.
El amor, los hijos y la política
–¿Quién es el padre de tus dos hijas, Roxana y Viviana?
–Mi primer marido, Jol Gutiérrez, que era ingeniero civil. Yo me casé con él de muy jovencita, en 1954. Éramos de la misma zona, de Don Bosco, partido de Quilmes. Él era peronista, lo cual fue un shock para mi familia, ya que en mi casa todos eran radicales y antiperonistas a muerte. Y mirá las vueltas de la vida: al año siguiente, a Jol, que también era profesor universitario, lo echan de todos lados cuando sucede la Revolución Libertadora. A mi papá le había pasado lo mismo en el 45, cuando al asumir Perón lo echaron de la administración pública por ser radical. Imaginate, ¿cómo voy a querer yo ser militante de cualquier partido o movimiento? ¿Te dás cuenta lo que es este país? Volviendo a mi primer marido, me separo de él en 1960, cuando Viviana tenía cinco años y Roxana, tres.
–¿Y cuándo lo conocés a Paul?
–Nos conocimos en Canal 7, en 1961 ó 1962. Era amigo de todos los intelectuales y artistas de izquierda. A mí toda esa gente me entusiasmaba, porque me parecía interesante. A casa venían todos, incluso llegó a venir con solo 15 años Horacio Verbitsky y su padre Bernardo, que era pintor. En Madrid me pasaba lo mismo, siempre terminaba rodeada por gente de izquierda. No soy monárquica, digamos que tengo un socialismo muy arraigado. Pero hoy me siento desilusionada de todos los políticos, no me interesa nadie, absolutamente nadie. No me gusta que piensen de una manera en el llano y que luego actúen de otra cuando llegan al poder. No quiero ninguna identificación con ningún partido, ni siquiera con los radicales, a pesar de que don Raúl Alfonsín visitaba mi casa de Madrid y yo misma le preparaba la cena. Pero sí valoro, aunque hayan metido la pata, por el dolor que han tenido, a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
–Estás a punto de cumplir 90 años, 75 dedicados a la actuación. ¿Qué sentís cuando mirás para atrás y ves el camino recorrido?
–”Se hace camino al andar”, decía Antonio Machado, y es así nomás. Yo me arrepiento de algunas cosas, pero no de trabajos. Algunos los he hecho por necesidad económica, porque tenía dos hijas que mantener. Mi primer marido se murió muy joven, yo me separo en 1960 y fallece en 1962, así que tuve que arreglármelas sola. Fijate lo que es el karma: mi primer marido fallece en un accidente automovilístico, mi segundo marido muere desparecido y mi tercer marido muere de Covid hace tres años. Los tres mueren en circunstancias muy particulares, ninguno de muerte natural. ¿Mirá si no voy a creer en el destino? También sobreviví a la muerte de mi hija, algo para la cual no hay un nombre. Eso es algo que no se cura nunca, ya no es un dolor, es una pena, una pena por la ausencia. También perdí a todas mis hermanas, pero eso fue algo más natural, porque eran mayores que yo. Pero lo de un hijo, a los 56 años, como cuando ella partió… es un golpe muy duro e inesperado.
–¿Por qué trabajos quisieras ser recordada?
–Para mí lo importante no son los resultados sino lo que me pasó a mí haciendo cada trabajo. Teniendo en cuenta eso, rescato lo último que hice en teatro, porque lo disfruté muchísimo: Despedida en París, donde interpretaba a Sarah Bernhardt. En televisión, el Hedda Gabler que hice dirigida por Alejandro Doria; y en cine, ¿Qué es el otoño?, con Alfredo Alcón. También atesoro con mucho cariño la gira teatral que hicimos por todo el país con Hedda Gabler, junto a Norma Aleandro, alternando noche por medio en el rol principal, y con Darío Vittori, ¡sí, con Darío Vittori! ¡Qué bien que la pasábamos los tres sobre y fuera del escenario! Me cuesta enumerarte más trabajos, porque siempre me encuentro defectos, aun a esta edad no me perdono nada, soy muy exigente. En términos generales, pienso que debería volver a hacer todo de nuevo y de otra manera.
El sexo en la tercera edad
–Antes de que te convocaran para filmar el corto Para siempre es ahora, ¿estabas retirada?
–Yo no estuve ni estoy retirada, estoy apartada. Me convocan para hacer de todo: Oscar Barney Finn me pidió que hiciera Brutus, y Carlos Rottemberg me invitó dos veces a sumarme a Brujas. Pero a casi todos les digo que no. En este momento de mi vida solo acepto hacer lo que me apasiona.
–¿Qué es lo que te atrajo del proyecto cinematográfico?
–El libro. Yo no conocía a la directora, así que le pedí que me enviara sus trabajos previos. Vi dos de sus cortos y dije: ‘esta chica sabe filmar’. Después leí el libro, me gustó y sin dudarlo le dije que lo haría. ¿Ves? Cuando un material me gusta no doy vueltas, soy muy fácil. Además, el personaje me representaba de cuerpo entero.
–Hablemos de tu personaje.
–Me pareció muy interesante mostrar a una octogenaria, o de más edad aún, como yo, que estoy a borde de los 90, y su posibilidad de volver a enamorarse y de vivir en esta etapa de la vida una relación amorosa y corporal. Porque la gente cree que a los 90 no existe el sexo y no es así. No hay edad ni para el amor ni para el sexo. Estoy muy empapada del tema porque acordate que yo trabajé mucho con Osho, que era el gurú del sexo, el de viva la vida y sexo con quien sea y como fuera. En este caso concreto, el del corto, se trata de un reencuentro con el que fue un gran amor de la juventud (personificado por el actor Carlos Mena, un famoso galán de telenovelas de los años 80, hoy de 77 años).
–¿Cómo es el sexo a los 90?
–Bueno… la gente cree que el sexo es siempre el mismo, o que hay una sola manera de vivirlo y disfrutarlo. El sexo no es solo penetración, es juego y diversión, reírse y tocarse, como muestra el final de la película. Todos deberíamos estudiar un poco más al respecto. La sexualidad nunca muere, nos acompaña hasta el final. El último orgasmo, orgánicamente, es la muerte. Todos tenemos un cuerpo pleno de zonas erógenas y podemos vivir un mundo de sensaciones. Y es siempre la mujer quien enseña al hombre a hacer el amor. Eso se lo digo siempre a mis nietos, a los que les regalé el libro El tao del amor y el sexo (de Jolan Chang), para que aprendan y disfruten de la vida. Yo, como mi personaje en el corto, puedo estar con una persona de mucha edad, y sentir que la sexualidad existe. El tema es permitírselo.
–Y ahora, desde que enviudaste, ¿te lo permitís?
–Ah… No te puedo explicar lo que era abrazarme con Carlos. Ojo, desde los 60 años dormíamos separados, cada uno en su dormitorio, él en uno de los cuartos de la planta alta y yo en uno de los de abajo. Porque teníamos distintos horarios y maneras de dormir. Pero no sabés la felicidad que sentía cada mañana cuando él bajaba la escalerita e ingresaba a mi cuarto. Nos quedábamos dormidos toda la mañana abrazados y nos tocábamos sin pudor, porque nuestros cuerpos estaban vivos y lo sabíamos. Hoy extraño todo eso y me gustaría volver a vivirlo, pero no podría intentarlo con un hombre nuevo. Sí podría, como le sucede a mi personaje en el corto, probar con un viejo amor. El tema es que ya están todos muertos (risas).
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