Federico Luppi, una leyenda del cine argentino
A los 81 años murió el actor que protagonizó los papeles más fuertes de la cinematografía nacional
Tal vez resulte equívoca la imagen de la despedida. La instantánea final de un hombre frágil, debilitado, cuyas escasas fuerzas le hicieron imposible sobrellevar las secuelas finalmente irreversibles del golpe en la cabeza que le dejó un accidente doméstico ocurrido hace unos meses.
La verdadera identidad de Federico Luppi y su auténtico rostro como artista están en otro lado. Fue una de las figuras artísticas de las que más se habló durante las últimas cinco décadas en la Argentina. En su momento de esplendor supo encarnar en el cine al hombre íntegro, tenaz, obstinado hasta el final en la defensa de sus principios. Se empeñó en levantar esas banderas hasta las últimas instancias, consciente en más de una ocasión de que pagaba un precio muy alto al exponerlas con persistencia, terquedad y hasta alguna intransigencia.
Se lo recordará por la inmensa cantidad y calidad de películas en las que participó, al punto que fue uno de los mejores actores de cine que dio la Argentina. Pero también quedará registrado en cualquier revisión de su vida una serie de episodios personales mucho menos gratos. Su nombre estuvo involucrado en denuncias sobre violencia de género y el caso de una supuesta paternidad no reconocida. También se enredó en discusiones fortísimas con colegas y personalidades públicas luego de apoyar en bloque y de manera incondicional las políticas del kirchnerismo.
En el cine siempre quiso jugar del lado de los héroes, aunque a veces se permitía explorar las zonas más oscuras de sus personajes. “Es un frontera. Borracho o perdido nunca pierde la dignidad”, decía José Sacristán del personaje de Luppi en en un momento extraordinario de Un lugar en el mundo, cumbre indiscutida de sus apariciones en el cine y de su magnífico trabajo como actor fetiche de Adolfo Aristaraín. En las cinco películas compartidas por actor y director (las otras fueron Tiempo de revancha, Ultimos días de la víctima, La ley de la frontera y Lugares comunes) quedó tallada a fuego la imagen definitiva de Luppi como gran actor de cine. Pedro Bengoa, Raúl Mendizábal, el maestro Mario, El Argentino y Fernando Robles no hubiesen sido en otras manos personajes tan enteros, magnéticos, poderosos y a veces entrañables. Luppi se comprometía desde sus personajes a librar conflictos y peleas propias de su tiempo, pero nunca dejó de transmitir desde la pantalla un estilo bien clásico y una estampa arquetípica que no hubiesen desentonado en algunas películas de género de la época dorada de Hollywood.
A ese ciclo admirable junto a Aristarain hay que sumarle otras grandes apariciones en sucesivas etapas del cine argentino. Luppi también fue Carlos Bonifatti, aquél porteño pagado de sí mismo que sufre la frustración de su vida (con memorable insulto destinado a un personaje llamado Arteche) en Plata dulce; Facón Grande, el obrero sindicalista de La Patagonia rebelde; Bernardo Fogelman, la oscura víctima de un parricidio extraído de la realidad en Pasajeros de una pesadilla; Frank Osorio, el duro anciano patagónico de El viento. Todos detrás de aquél debut extraordinario, único, en el primer largometraje de Leonardo Favio, El romance del Aniceto y la Francisca. Cuenta Favio que lo vio en un sótano del circuito off de la avenida Corrientes haciendo teatro. Y allí se dio cuenta de que debía interpretar el papel del personaje que en un principio imaginó para Palito Ortega. Después llegaron otros títulos de gran repercusión en su tiempo: Crónica de una señora, Las venganzas de Beto Sánchez, La flor de la mafia, Yo maté a Facundo (allí fue Santos Pérez, el asesino del caudillo riojano), Luna caliente, La amiga, Bajo bandera, Matar al abuelito, Sol de otoño, El arreglo.
Más tarde se convirtió en favorito nada menos que del mexicano Guillermo del Toro, que lo convocó para participar de El laberinto del fauno y Cronos, experiencias internacionales que se sumaron a la de Hombres armados, a las órdenes del gran director independiente norteamericano John Sayles. En TV tuvo una presencia más esporádica, pero no menos trascendente, con dos hitos conectados nada casualmente con dos éxitos testimoniales de distintas épocas: el excelente Cosa juzgada en los años 60 y Hombres de ley, dos décadas y media después.
El mejor Luppi afloraba en la pantalla y en los escenarios teatrales. Pero sobre todo en las charlas y los reportajes, que terminaron convirtiéndose en la mejor descripción de su personalidad y su mirada sobre el mundo. Lo hacía a fuerza de verborragia, elocuencia y un castellano riquísimo, propio de un lector voraz. Jamás ahorraba palabras y era un obsesivo de las argumentaciones. Tenía una manera de hilvanar palabras y articular frases que evocaba la oratoria de los grandes polemistas parlamentarios de otra época. Siempre se esforzó por ser claro en sus conceptos, aunque sin renunciar jamás a una retórica que le era completamente natural.
A Luppi le gustaba leer de todo: cuentos, novelas, ensayos filosóficos, textos de historia y psicología, poesía y teatro. Una vez le tocó representar una obra de teatro junto a Norman Briski y en un momento de pausa, cuando no le tocaba actuar, se instaló en el camarín para retomar una lectura pendiente. Absorbido por ella, se olvidó de volver cuando le correspondía. Briski se cansó de improvisar y tuvo que dejar el escenario para ir a buscarlo.
Descubrió tarde, de grande, una vocación por ser actor que al principio no parecía interesarle. De chico quería ser dibujante y emular a sus admirados Alex Raymond, José Luis Salinas y Harold Foster, el exquisito y detallista creador que ilustró las aventuras del Príncipe Valiente y de Tarzán. Para lograrlo dejó la ciudad bonaerense de Ramallo, donde había nacido el 23 de febrero de 1936 como Federico José Luppi Malacalza,y se instaló primero en la Capital Federal y luego en La Plata, donde empezó a estudiar bellas artes. Hasta que en una ocasión, según recordó en una charla con Leila Guerriero publicada en la Revista LA NACION, faltó la profesora y para no aburrirse aceptó participar de un ensayo de teatro. Perseveró desde allí con sus estudios de arte dramático, que solventó durante algunos años trabajando sucesivamente como empleado administrativo, corredor de seguros y bancario.
Todos esos trabajos circunstanciales se terminaron cuando finalmente comprobó que podía vivir de su profesión. Más tarde reconoció que no tenía conciencia de haber pagado costo alguno por ese extenso y arduo recorrido laboral. “Lo que sí me costó fue atravesar treinta años de recorrido vital en la Argentina”, dijo una vez. En toda esa etapa nunca quiso vincularse con expresiones políticas concretas, pero aceptó siempre comprometerse en otras causas, más cercanas y directas. En una de ellas lideró el reclamo vecinal contra la instalación de un hipermercado en un terreno de Belgrano R contiguo a la estación de tren y al departamento en el que vivía a fines de la década del 90. Triunfó. En ese lugar hay una plaza.
Después de la crisis de 2001, con las secuelas del corralito a flor de piel decidió radicarse en España, casi su segunda patria por la cantidad de proyectos que en las décadas precedentes lo llevaron allí a filmar y a hacer teatro. En la Madre Patria se casó, dirigió su única película (Pasos, en 2005) y vivió rodeado de un gran reconocimiento y constantes oportunidades de trabajo mientras cargaba de reproches a los políticos y a la política de su país natal.
Hasta ese momento nunca había mostrado una voluntad manifiesta de militar a favor de alguna expresión política. Siempre se jactó de ser un “protestón más o menos institucional” pero nunca había llegado tan lejos. Es más: llegó a decir que la estabilidad anímica alcanzada viviendo en Madrid le permitió dejar atrás cierta omnipotencia en su mirada del mundo.
Como todas las figuras que no pueden con su genio, ese estado de ánimo volvió a aflorar cuando emprendió el regreso al reencontrar en la Argentina cierta continuidad laboral. Se mantuvo activo en papeles de reparto y apariciones bastante más breves, mientras volvía a conectarse intensamente con la experiencia teatral de sus comienzos, ahora en compañía de Susana Hornos, la actriz y directora de escena española que se instaló en la Argentina para acompañarlo. En ese tramo final de su vida, Luppi eligió exponerse sobre todo desde el lugar de la polémica ideológica. Aunque hablara de otras cosas, su palabra terminaba girando siempre alrededor del mismo eje: la perplejidad que le provocaba que los argentinos eventualmente eligieran otra opción política que no fuese la suya.
Detrás de sus últimos papeles en el cine, personajes secundarios limitados a expresar una creciente melancolía, mostrar achaques físicos o exhibir distintas formas de codicia, Luppi fue un ardiente defensor de las políticas del kirchnerismo y llegó mucho más lejos que algunos de sus colegas en los reproches concretos hacia quienes no compartían esas consignas.Llegó a decir de su colega Ricardo Darín que “con todo el respeto que le tengo, más que ingenuo es un pelotudo” por haber insinuado algunas críticas hacia el patrimonio de la ex presidenta. También se enredó en una fuerte discusión con Mirtha Legrand, a la que trató de “ignorante” y la acusó de tener un “alma pobre”. Nunca se arrepintió del todo de semejantes exabruptos, que justificaba a partir de la defensa irrestricta que hizo reiteradas veces de la ex presidenta.
Al mismo tiempo quedó expuesto varias veces a un par de situaciones oscuras y nunca del todo aclaradas que lo tuvieron como protagonista. Primero, una denuncia de violencia de género por parte de su ex mujer Haydée Padilla, que llegó a acusarlo de haberla golpeado. Aquélla relación que que había funcionado tan bien en El gran deschave (el éxito teatral más prolongado de la carrera de Luppi) y en el cine con Tiempo de revancha terminaba de la peor manera. Segundo, varias revelaciones en torno de un supuesto caso de paternidad no admitida que lo involucró en Uruguay y fue muy agitado en su momento a través de la televisión a ambos lados del Río de la Plata.
Esas polémicas se aquietaron durante los últimos años. En varias entrevistas muy ricas y extensas es posible reconstruir el estado de ánimo de la etapa postrera de su vida, afirmado en la perseverante defensa del kirchnerismo y envuelto en largas cavilaciones sobre la vejez y la imposibilidad de poder cumplir todos sus sueños vitales, junto a la modesta autocrítica que le permitía su inalterable tozudez. “Me pregunto siempre dónde metí la pata”, reconoció una vez desde su casa del barrio porteño de Caballito en medio de lo que definía como un “largo y cotidiano ejercicio para la bronca” marcado por la decepción por el estado de la Argentina. Decía que había crecido en medio de un mundo de héroes que a través de personajes de ficción lograron representar una sensibilidad popular hoy perdida.
En la palabra de Luppi, el tema del heroísmo regresaba una y otra vez. En otro tiempo, cuando se lo identificaba todo el tiempo con ese valor desde la pantalla grande, le dijo a LA NACION cómo reaccionó cuando le preguntaron en una oportunidad sobre su actor preferido. “Se suponía que iba a contestar Brando. O Paul Newman. Y yo dije John Wayne, porque se pasó cuarenta años en campamentos, en ríos, en bosques, a caballo y comiendo rancho de filmación. A mí me encanta eso. Y mucho antes de saber quién era Wayne, mis héroes eran los arrieros y los domadores. Así eran la aventura y el coraje”. En sus mejores momentos artísticos, Luppi logró representar ese espíritu y ese anhelo.
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