Entre el glamour y las guerras galácticas: Ewan McGregor, el actor que se atrevió a jugar a dos puntas
El estreno de la serie Halston y su inminente regreso a la pantalla como Obi-Wan Kenobi deja a la vista la obsesión del intérprete escocés por perseguir el sueño de ser uno siendo siempre dos
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Todavía persiste en la memoria de una generación el rostro juvenil de Ewan McGregor en esa Edimburgo embriagada por el caos y la heroína que inmortalizó Danny Boyle. Trainspotting (1996) no solo fue el despegue de su carrera presidida por aquel personaje, el escocés rebelde y autodestructivo bajo una furia mal disimulada, sino el espejo de una juventud que también demandaba sus años de protagonismo.
McGregor de entrada estuvo atrapado en contradicciones que permearon el rumbo de su destino: el indie consagrado en Velvet Goldmine (1998), el musical glam de Todd Haynes en el que recreaba al alter ego de Iggy Pop y celebraba una sexualidad expansiva y contagiosa, y el ceremonial debut en el regreso del mito de Star Wars bajo el puño y las desilusiones de George Lucas. Una para el arte, una para el negocio, se decía sobre el camino oscilante de muchos directores del Hollywood clásico, pero en el caso de McGregor, quien luego también perseguiría el desafío de la dirección, era mucho más que eso, era el sueño de ser uno siendo siempre dos.
“Fue en el set de Velvet Goldmine cuando me enteré de que me habían dado el papel de Obi-Wan Kenobi”, contó el actor en una extensa entrevista con The Hollywood Reporter hace algunas semanas. “Justo estaba escuchando algunos consejos de Christian [Bale] cuando recibí la llamada”. En Velvet Goldmine, Christian Bale interpretaba a un periodista que sigue la pista de la dupla erótica de ese mundo del rock extinto, Brian Slade (Jonathan Rhys-Meyers) y Curt Wild (McGregor), ambos protagonistas de su colorida adolescencia de deseos y prohibiciones, artífices de una rebeldía tentadora. Al atender el llamado McGregor abría su radar a otro cine, más allá de las incursiones en los reductos marginales de Danny Boyle, en el sendero de la transgresión y los pistoletazos de Vidas sin reglas (1997), o en el mundo atribulado de James Joyce en Nora (2000). La entrada en Star Wars: Episodio I – La amenaza fantasma (1999) como el joven Jedi convertido de padawan a maestro en un abrir y cerrar de ojos fue el descubrimiento del juego de las grandes ligas, con sus triunfos y sus inevitables desencantos.
“Fue difícil entonces que las películas no fueran bien recibidas”, evoca McGregor en relación a esa extraña mezcla de enojo e indiferencia que despertó en el público la trilogía del regreso de Star Wars en los primeros años de la década del 2000. Una historia de amor anodina, fallas en el CGI, personajes insufribles, una épica desinflada... Pero entre tanto bufido, Obi-Wan Kenobi salía bien parado y McGregor completaba esa pátina de gloria repentina de su carrera con la explosión de otro personaje recordado, el galán de los ojos chispeantes y la sonrisa agigantada que Baz Luhrmann imaginó para Moulin Rouge (2001). Ahí estaba el musical explosivo y esa historia de amor intoxicada de canciones pop y vuelos celestiales, espíritu que se continuó en un homenaje a los 60 de la mano de Abajo el amor (2003) de Peyton Reed, con los esponjosos decorados de las comedias de alcoba de Doris Day y Rock Hudson como un nuevo territorio de ensueño.
Esos años 2000 pueden haber quedado en la memoria como los del lado oscuro de la fuerza para la saga de Lucas en la era previa a Disney, pero McGregor exploró todas las aristas posibles de su condición de actor después de la fama: el padre esquivo y mítico en El gran pez (2003), la melancólica odisea de Tim Burton; el oscuro vagabundo en El joven Adán (2003), ese extraño neo noir que compartió con Tilda Swinton en la húmeda Glasgow; el aventurero del futuro en La isla (2005), sorteando junto al carisma compartido con Scarlett Johansson los límites del universo de Michael Bay.
Las incursiones fuera de su país de origen estaban precedidas por la ambición de riesgo pero también por cierta arrogancia. Aquella que se vislumbraba en la famosa tapa en Vanity Fair con un gallo que asomaba debajo de su falda escocesa como síntoma de algo más que su actitud en la mecánica más exigente del mainstrean. En la entrevista con The Hollywood Reporter, McGregor parece excusarse con el beneplácito que le brinda la distancia de sus declaraciones más provocadoras dictadas en aquella época. Desde el desprecio por el cine que representaba El día de la independencia con Emmerich y sus millones a la cabeza –cuando luego él mismo incursionaría en esa senda-, los tiros por elevación a Leonardo Di Caprio por el rencor que guardaba desde que Boyle lo había reemplazado por la estrella de Titanic en La playa, hasta la exagerada consciencia de la marca Trainspotting como la coartada para esa actitud de rock star. “Trainspotting fue la película de una generación y para mí, pese a mis intentos de ser un actor digno, el impulso de convertirme en algo parecido a una estrella de rock, alguien con esa rebeldía que encarnaban los Gallagher en Oasis también en esa época. Ellos tenían esa arrogancia que amaba y las líneas se tornaron borrosas”.
El tiempo aquietó las aguas. La carrera de Ewan McGregor camino a su cumpleaños número 40 encontró expresión en personajes más allá de esa disyuntiva que habían encarnado el Curt Wild de Velvet Goldmine, impregnado de glitter y provocación, y el equilibrado Obi-Wan, eslabón entre la sabiduría esperanzada de su maestro Qui-Gon Jinn y la desobediencia de Anakin Skywalker. En ese itinerario de maduración hizo excursiones bajo la tutela de directores veteranos y controvertidos como en El sueño de Casandra (2007) de Woody Allen y El escritor oculto (2010) de Roman Polanski; se aventuró a ese ambicioso cruce de melodrama y catástrofe que fue Lo imposible (2012), bajo el ojo de J. A. Bayona fuera de España, a la dramaturgia teatral de Agosto (2013) comandada por John Wells sobre la gran pieza de Tracy Letts. Y también se animó a la dirección con una apuesta arriesgada como lo era llevar al cine la novela consagrada de Philip Roth, Pastoral americana. En 2016, cuando estrenó la película, no salió ileso; la crítica fue tibia y el público esquivo, y más allá de que la experiencia parece haberlo alejado del intento de seguir tras las cámaras, supuso una especie de exorcismo, la conquista de un sueño tantos años postergado.
El ensayo de un regreso no parece haberlo ofrecido la secuela de Trainspotting, veinte años después de su fulgurante aparición, que funcionó como melancólica evocación de aquella pionera mirada de Boyle sobre su generación, sino su entrada en la televisión. Como para muchas estrellas del cine de los 90, la televisión de esta era dorada convertida en streaming se ha revelado como un territorio en el que confirmar el talento, conquistar otros premios, ganar dinero, pero también sintonizar con un nuevo público. McGregor hizo eso en la tercera temporada de Fargo en 2017, adherido de manera perfecta al universo diseñado por Noah Hawley y heredero de los Coen. Escindido en dos gemelos enemistados, enredados en rencores del pasado y en el asomo de males insospechados, McGregor consiguió un Globo de Oro como mejor actor pero también el termómetro del escándalo cuando su romance con Mary Elizabeth Winstead desembocó en el divorcio de su esposa, el enojo público de su hija mayor y los paparazzis escrutando lo que quedaba de su intimidad.
El presente vuelve a situarlo en esa misma tensión que vivió 25 años atrás en el set de Velvet Goldmine. Durante el rodaje de Halston, la nueva serie para Netflix producida por Ryan Murphy y Christine Vachon –la productora al frente de la pionera Killer Films, quien financió a Haynes no solo en Velvet Goldmine sino en sus inicios en el New Queer Cinema-, se produjo también el reencuentro con las vestiduras de Obi-Wan Kenobi para la nueva serie de Disney+. La esperada Halston es más que una biopic sobre una de las figuras emblemáticas de aquel Studio 54 de los 70, diseñador pionero de la movida neoyorkina y cultor de la vida metropolitana, es también el regreso de McGregor a ese universo que había conocido en su juventud en la vertiente británica. Y paradójicamente coincidió con su regreso a la saga de Star Wars en uno de los desprendimientos de la franquicia para su plataforma, la serie que toma a Obi-Wan en sus años después del cierre de la trilogía de precuelas, Star Wars: Episodio III – La venganza de los Sith (2015).
“Estoy realmente emocionado”, dice sobre ambos proyectos. “Quizás más que con mis primeras películas porque soy mayor, acabo de cumplir 50 y siento que estoy en un lugar mejor”. La propuesta de interpretar a Roy Halston Frowick implicó un desafío desde el comienzo. Vachon y el director Dan Minahan le acercaron la idea a partir del libro de Steven Gaine, Simply Halston, publicado en 1991. McGregor no conocía a Halston pero el universo que representaba le resultó atractivo de inmediato. Para Minaham, Halston fue uno de los primeros influencers cuando esa palabra no existía y el hecho de que fuera abiertamente gay, en una época en la que esa declaración implicaba un riesgo para su carrera, también exige un tratamiento de su condición de ícono. Pero fue difícil encontrar financiamiento: no había crimen, no había muerte. Finalmente el interés de Ryan Murphy en la historia y su contrato con Netflix abrieron las puertas.
McGregor aprendió detalles del diseño junto a la diseñadora de vestuario de la producción para dar vida a Halston en los detalles de su profesión; la impronta obsesiva, la capacidad de observación en sus creaciones, el tino en sentir el pulso de aquella era efervescente. La serie comenzó a filmarse en febrero de 2020 en Nueva York, se detuvo varios meses por la pandemia, y retomó en septiembre para poder estrenar este viernes en la plataforma. De allí mismo McGregor pegó el salto al universo de la miniserie Obi-Wan Kenobi bajo el mando de Jon Favreau en una de las grandes apuestas de Disney para el 2022, luego del gran éxito de The Mandalorian. Hacía siete años que se barajaba el regreso de Obi-Wan Kenobi, al principio como largometraje, finalmente como perla del streaming. “Guardé el secreto hasta que se anunció el proyecto en 2019. Leía comentarios en las redes sociales del estilo: ‘Ojalá que elijan a Ewan como Obi-Wan’. Pero yo no podía decir nada. Y la verdad que hubiese sido demasiado humillante si Disney hubiese elegido a otro actor”.
El año pasado McGregor también estrenó un documental en el que recorre gran parte de América del Sur a bordo de una Harley-Davidson. Long Way Up tiene más espíritu de aventura que de documental, siguiendo de cerca al actor y su amigo Charley Boorman a bordo de sus motos eléctricas, despojados de las vestiduras de cualquier personaje, integrados al ritmo de la ruta y el vértigo que ofrece el paisaje. Ese coqueteo con el anonimato es algo que McGregor también ensayó en su vida personal desde su comentado divorcio: el bajo perfil en su pareja con Mary Elizabeth Winstead y la reconciliación con su hija Clara, ahora ya de 25 años y convertida en modelo en Los Ángeles. Sus encrucijadas de antaño se recrean en el set pero ya con el aplomo del tiempo trascurrido, con el equilibrio prometido del lado luminoso desde la fuerza.
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