La diseñadora Natalia Antolín, que viste a las mujeres más sensuales de Argentina, nos invita a recorrer su colorido refugio en Carmelo. “Es mi lugar en el mundo, donde me gusta recibir y consentir a mis amigos”
La primera impresión es que estamos frente a una mujer decidida. Tal vez sea su manera de hablar: con precisión y sin titubeos. Después, cuando deja al descubierto su historia de vida, repleta de experiencias increíbles –y también de malos ratos–, la suposición se convierte en certeza. Natalia Antolín (49) es, además de una marca registrada en el mundo de la moda, la mamá de Matías (29), la mujer de Ever Miguez Schettini (46), su compañero desde hace once años, y “una mujer libre”. “Todo lo que quise realmente lo busqué. Lo que no pude, lo dejé pasar. Fui muy aventurera y no me privé de nada”, reflexiona desde “Campos de Magnolias”, su espectacular chacra en Carmelo, que ella considera su “lugar en el mundo”.
“Durante nuestro primer aniversario de casados, el 10 de marzo de 2010, Ever me invitó a pasar un fin de semana acá. No bien llegué al embarcadero dije: ‘Acá tenemos que hacer una casa’. Ese mismo fin de semana se contactó con amigos, entre ellos el ‘Pacha’ Cantón, que es un referente del desarrollo inmobiliario en la zona, y vimos esta chacra. Fue la primera y me encantó. Ever es uruguayo, pero está radicado en Argentina desde el colegio secundario, aunque viaja todo el tiempo a Uruguay, donde tiene su empresa [es dueño de The Electric Factor, que se dedica al marketing digital y dirige la revista De Punta]. Después de casarnos me propuso hacernos una casa en su tierra. Él nació en Soca, una localidad muy chiquita cerca de Punta del Este, y aunque tiene un campo en José Ignacio, quería construir algo conmigo”, cuenta la diseñadora elegida por Eugenia Suárez, Martina Stoessel, Verónica Lozano, Sabrina Garciarena y Gimena Accardi.
–¿Qué te enamoró de este lugar?
–La casa estaba abandonada pero me enamoré de la zona, llena de viñedos. Enseguida pude imaginar mi casa. Vi los techos altos, el espacio rectangular, la típica casa chorizo de cuatro ambientes. Me gustó la idea de poder conservar la fachada que da al sur. La casa es de 1930 y, cuando picamos las paredes nos encontramos con la grata sorpresa de que la estructura era de piedra, tenía los techos de pino tea y las baldosas de la época. No esperábamos que estuviera tan bien conservada porque la compramos sólo viéndola desde afuera, no se podía entrar porque estaba rodeada de panales de abejas y árboles. En un principio, pensamos que este lugar iba a ser para escapadas esporádicas, pero terminó convirtiéndose en una linda costumbre: venimos todos los fines de semana.
–Hay dos casas más, además de la principal…
–El primer año, planificamos el proyecto. Después fue un año y medio de puro trabajo. Es muy difícil reciclar una casa. Al terminar la principal, hicimos el garaje y el galpón junto a una habitación, donde habitualmente duerme mi hijo. Después armamos el establo, donde hay dos cuartos más para cuando nos visitan amigos.
–¿Cómo sos en el rol de anfitriona?
–Me fascina. Cuando yo tenía 15 años nos mudamos a Córdoba con mi mamá y mis dos hermanos [Karina y Alejo] y abrimos una hostería. Yo recibía a la gente y creo que me quedó eso. Acá armé los cuartos funcionales para que cada invitado pueda estar relajado. Me gusta consentir a mis amigos.
–¿Cómo es la rutina en Carmelo?
–Me levanto temprano, por eso no tengo cortinas, me gusta despertarme con la luz del sol. Me preparo el mate y salgo con Rómulo y Remo [sus ovejeros alemanes] a dar una vuelta por el campo. Voy a ver a los caballos [Caba y Llita], después toco un rato el piano…
–¿Cuándo empezaste a tocar el piano?
–A los 6, todos en mi familia tocaban un instrumento. Después dejé y volví a retomar en la adolescencia e hice el conservatorio. Y a los 18, que fui madre, me fue imposible volver a tocar una tecla. Abandoné durante veinticinco años. Después de terminar la construcción acá, decidí volver a tocar y compré un piano chico, para ver si me enganchaba. Durante mucho tiempo intenté meditar, de hecho soy budista en mis principios y en la forma de ver la vida, pero nunca pude quedarme media hora pensando en nada. Leer música es como meditar para mí.
–¿Te gustaría instalarte en Carmelo?
–Sí. Me imagino sentada bajo los árboles, tomando mate, viendo cómo se mueven las hojas. Además, este campo es un lugar muy especial para mí porque lo construí con mi marido.
DESTINADOS UNO AL OTRO
El punto de encuentro es un embarcadero en Tigre. Ahí, Natalia espera a ¡Hola! Argentina junto a su marido, Lucía y Georgina –parte del equipo de su marca– y el peinador Juan Manuel Cativa, su íntimo amigo. Una vez que todos estamos a bordo, la diseñadora se pone al comando de la lancha. A los pocos metros de emprender el viaje, el motor comienza a fallar. Ever intenta resolverlo, pero hay un solo camino: regresar. Natalia se angustia por lo sucedido, su marido se ríe: “De última, siempre tenemos la opción de la Cacciola”, bromea. Al rato llega el mecánico, arregla el motor y nuevamente ponemos rumbo a Carmelo. “Ever es calmo y yo soy eléctrica. Ahora estoy más tranquila, pero cuando lo conocí era un fuego, una ‘bandida’, como me llama él. Al principio yo le decía: ‘¿Cómo te enamoraste de mí?’. Lo veía tan centrado, con mucha tranquilidad. Y yo era una loca de atar”, cuenta Natalia.
–¿Cómo se conocieron?
–Nos vimos por primera vez en Arenas de José Ignacio, en Punta del Este. Acompañé a un conocido a la casa de Ever y me llamó la atención que él sólo me hablaba a mí. Me impactó mucho su actitud, me sacó de eje. Al poco tiempo se contactó conmigo por trabajo, el viejo truco, y yo puse toda mi atención porque soy una workaholic. Pero me quería conquistar. Nos enganchamos rápido. Desde el principio fue mi mejor amigo, mi mejor compañero, el amor de mi vida…
–¿Cómo te propuso casamiento?
–Yo sólo me había casado con el padre de mi hijo y le tenía fobia al matrimonio. Pero después de cuatro años de novios, estábamos en Punta del Este de vacaciones y me lo propuso en el lugar donde nos habíamos visto por primera vez. Hasta ese momento no convivíamos y reconozco que tenía miedo de volver a intentarlo. Ever me demostró que el amor cura todo y aprendí a soltar viejas historias.
–¿Cómo fue la boda?
–Inolvidable. Todo lo organizó Ever. Fue en Casa Suaya y nos dio la bendición un chamán guatemalteco.
SANGRE DE EMPRENDEDORA
–¿Cuándo decidiste dedicarte a la moda?
–A los 19, pero de chica me pasaba que iba de compras y casi nunca encontraba lo que quería. Por eso empecé a hacerme la ropa con modistas. Después, cuando fui mamá muy joven, necesitaba trabajar para mantener a mi hijo. No estudié porque en la época en la que yo empecé no había carrera de diseño. Hice cursos y me capacité para aggiornarme.
–¿En tu casa se respiraba moda?
–Mi mamá [Lidia Felyling] siempre tuvo mucha inclinación por el arte; hacía dibujo, pintura, cerámica y teatro. También lo heredé de mi abuela materna, Judith Block, que siempre estaba impecable de la mañana a la noche. Con ella íbamos a comprar ropa. Mi mamá siempre se vistió bien y era muy canchera, pero mi abuela era una fashion victim. Tenía tapados, pieles, zapatos y sombreros guardados en un vestidor especial. A mí me fascinaba meterme ahí. Mi abuela además era dueña de Estampados Rotativos, una estampería que su hermano logró ubicar como un negocio líder en el mercado hasta hoy. Era una empresa familiar, así que yo me crié entre las pinturas y las telas, mi papá también trabajaba ahí, como contador. Yo me traía retazos de tela de ahí para hacerme vestidos.
–¿Cómo fue tu infancia?
–Mis papás se separaron cuando yo era chica, así que yo vivía en San Isidro con mi mamá; y mi papá Eduardo, en Palermo. Cuando nos mudamos a Córdoba nos instalamos frente a un lago y vivíamos rodeados de naturaleza, haciendo expediciones, subiendo a las montañas y las sierras. Hoy, mi hermana y mi mamá siguen allá. Yo estuve tres años allá hasta que a los 18 volví a Buenos Aires y conocí al papá de mi hijo. Nos casamos en 1986 con bebé a bordo. Fue todo muy rápido, al igual que la separación, dos años después. Fue un amor intenso que me dejó lo mejor de mi vida: mi hijo Matías. Él me acompañó en todo mi proceso de formación, fue un chico que trabajó conmigo siempre. Igualmente, un día me di cuenta de que no podía trabajar tan intensamente y también cuidar a mi hijo. Me compré una casa con la ayuda de mi papá y armé un taller al lado. De esa manera podía estar a full trabajando hasta la noche, pero sabía dónde estaba Matías, lo tenía cerca. Para mí él siempre fue una prioridad.
–¿Cuándo empezaste a vestir a celebridades?
–Abrí la tienda en los 90. Mi primera musa fue Dolores Fonzi, cuando tenía 16 años. Me impactaron su belleza y su carácter. Me gusta vestir a mujeres con fuerza, más allá de ser modelos o no. Me crié en un ambiente de mujeres fuertes, por eso busco rodearme de mujeres poderosas. No me gustan las personas tibias.
–¿Por eso elegiste a Eugenia Suárez y a Verónica Lozano para crear con ellas sus propias colecciones?
–China me dice que soy como una mamá y yo la siento como una hija. Tengo un vínculo muy fuerte con ella y me encanta cómo transforma mis creaciones. Nos conocimos cuando ella tenía 14 años y me gustó su energía. Tiene fuerza, sabe lo que quiere, es muy segura, no duda, no le importa la mirada del otro. Con Vero me pasa lo mismo. Más allá de que es una mujer espectacular, me impacta la actitud que tiene: es positiva y está bien plantada en la vida.
–El año que viene cumplís 50. ¿Cómo te llevás con el paso del tiempo?
–Estoy en el mejor momento de mi vida, me siento feliz conmigo, con mi hijo, con todo lo que viví, con mi historia, mi presente y mi futuro. Acá me siento plena.
- Texto: Paula Galloni
- Fotos: Tadeo Jones
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