El periodista habló con LA NACION sobre sus 60 años de trayectoria y analizó desde Uruguay - donde dice estar “exiliado”-, la actual situación del país; también habló de su actual mujer y de la hija que reconoció luego de un estudio de ADN
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Aunque escribió su primera nota a los 12 años para el diario de la escuela de varones número 1 La Colmena de Formosa, no estaba en sus planes dedicarse al periodismo. De hecho, a los 17 comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Buenos Aires, pero la visita al país de su tío abuelo, el escritor español Salvador de Madariaga, le hizo modificar el rumbo. “Vas a ser periodista porque saltas de aquí para allá y porque te gustan las historias profundas, pero breves”, le vaticinó. Y no se equivocó, porque a los 22 años Enrique Llamas de Madariaga ya ocupaba el cargo de secretario de redacción en Clarín. Luego pasó por las redacciones de La Razón, las revistas Primera Plana, Mercado y Siete Días; y más tarde pegó el salto a la televisión, donde ganó popularidad al frente de varios noticieros y de ciclos como Si yo fuera presidente por 24 horas, Las 20 en Llamas, Periodismo puro, Parece que fue ayer y el emblemático Videoshow. Su último trabajo en el país fue en radio Rivadavia.
Hoy, a los 81 años, vive “exiliado” en Punta del Este junto a su mujer, la periodista Denise Pessana (con la que compartió por años la conducción del noticiero de América TV), y acaba de publicar su biografía Serás periodista, en la que resume sus seis décadas de trayectoria.
–En su libro habla más de su paso por las redacciones que por las radios y los canales de televisión. ¿Por qué? ¿El trabajo en diarios y revistas fue más importante para usted?
–No creo que un medio sea superior a otro, son complementarios. No hay nada más inmediato que la radio ni más visual que la televisión y no hay mayor documento que un diario. Pero yo me inclino por el diario. ¿Por qué? Mil veces me han dicho: “Yo lo escuché anoche y no estoy de acuerdo con usted”. ¿A dónde me escuchó, señora? “En Radio Mitre”. Pero si yo nunca trabajé en esa radio. “Pero yo lo escuché ahí”, me han insistido. Es que la gente no sabe claramente dónde te vio o te escuchó por el famoso tema del zapping; en cambio, si te leyeron, nadie se confunde. Asimismo el diario da lugar a mayor sutileza y –esto me lo dijo una vez Mario Vargas Llosa- te obliga a mejorar el idioma, a no repetirte, a buscar el término correcto. Además el diario es mi primer amor y siempre, como en la leyenda griega, se vuelve al primer amor. La leyenda del marino griego que, cansado de tempestades y de la inmensidad del horizonte, un día dijo: “basta, esta vida se terminó para mí, me voy a vivir a tierra”. ¿Y dónde se compró una casita? Frente al mar [risas].
–¿Qué recuerdos tiene de esos años de redacciones con máquinas de escribir, donde se fumaba mucho y se vivía a puro café? ¿Fue la época dorada del periodismo?
–No sé si dorada, pero fue una muy buena época y tu definición es exacta: todos teníamos en nuestro escritorio un cenicero. Era parte importantísima del moblaje junto a la Olivetti. Fue una época en que no había tantos primeros violines; todos éramos el diario. Un diario era una orquesta. Un vez Félix Laíño me dijo: “Mirá cómo dirijo la orquesta. Sentate al lado mío y escuchá”. Entonces empezó a llamar: “Castiñeiras vaya a tal parte, Díaz a tal otra, Solís a esa otra. ¿Viste que esto es una orquesta?” Luego esa época se terminó y aparecieron las vanidades y los egos, los que sólo querían saber si sus artículos iban a salir firmados.
–¿Cómo consiguió tener contacto tan estrecho, a lo largo de su carrera, con figuras de la política tan disímiles como Arturo Frondizi, Alejandro Agustín Lanusse y Carlos Menem?
–Me imagino que lo que funcionó es que nunca los traicioné. Siempre respeté el off the record, el “esto te lo digo sólo para que te orientes” y no hice trampas usando el potencial “habría”, porque lo que yo buscaba era el fondo de la noticia.
-Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato lo consideraban un amigo, ¿cómo se cimentaron esas relaciones?
-La relación con Borges comenzó en la Sociedad de Distribuidores, donde comíamos una vez por semana. Teníamos grandes charlas, esas que te llenan de vida. Y luego un día me sorprendió en cámara, en un programa de canal 9, cuando me dijo: “Porque usted sabe Enrique que ya somos amigos, ¿eh?”. Ese gesto me llenó de emoción. Él era un solitario y detestaba que se vistieran con su ropa, es decir, que se ufanaran de conocerlo y dijeran “estuve con Borges”. Entendió que yo no chapeaba con nuestra relación. A Sabato lo invitaba muy seguido a Videoshow y se reía porque a veces lo convocaba por motivos muy extraños. Una vez lo llamé y le dije: “Ernesto, los norteamericanos están entrando al subdesarrollo. Están tomando vino y duermen la siesta. ¿Por qué no me lo viene a explicar?” A él le encantaban esas cosas. Con él tuve una relación muy especial. Le gustaba que lo llamaran “maestro”; Borges, al contrario, rechazaba de plano esa palabra. A Borges le gustaba mucho el vino tinto. Una vez, antes de una conferencia en el teatro Coliseo, donde debía presentarlo, me dijo: “Si vos querés que hoy esté brillante conseguime una botella de Pont Leveque”. A su alrededor todos decían que no, que antes de su disertación de ninguna manera, pero él insistió con un “no les hagas caso Enrique, si vos sos mi amigo, andá a buscarlo”. Y por supuesto lo hice. Borges era tímido, profundamente tímido, por eso la copa de vino lo ayudaba a desinhibirse.
–¿Su secuestro en 1976 fue el momento más difícil de su vida?
–Sí, fue el momento más duro y me acuerdo perfectamente de todo lo que pasé luego en terapia intensiva, hasta que pude recuperarme. Yo era puro moretón cuando me dejaron porque me torturaron, me pelaron los pies, me rompieron las costillas, la boca y la nariz y un ojo me quedó prácticamente fuera de órbita. Pero lo más terrible es lo que me sucedió cuando vino a verme a casa Alem Herrera, un viejo y querido periodista. A su hijo lo habían secuestrado el mismo día que a mí, pero no resistió la paliza, le falló el corazón y murió. Herrera primero me abrazó llorando y luego me zamarreó diciéndome: “¿Por qué te salvaste vos y no mi hijo”. Quedé en shock, no sabía si enojarme o darle un abrazo, pero luego entendí su inmenso dolor como padre, lo justifiqué y lo abracé lo más fuerte que pude.
–Usted relata en su libro que ayudaba a inminentes “chupados” a salir del país, acompañándolos personalmente hasta Montevideo. ¿Esa fue la razón de su secuestro o lo fue su trabajo periodístico? ¿Tuvo alguna vez una certeza del por qué?
–Yo creo que fue todo junto. Unos días antes de que me fueran a buscar yo fui el primer periodista que le preguntó a Videla en la Casa de Gobierno -donde yo estaba acreditado- por los desaparecidos. Le dije: “Mire, Presidente, en la prensa mundial se habla de desaparecidos”. Él dio muchas vueltas con su respuesta. Dijo algo así como que podían venir todas las comisiones investigadoras que quisiesen, pero nada de lo que se decía era cierto. Después me enteré que una de las personas que ayudé a escapar dio mi nombre en Uruguay cuando le preguntaron quién lo había traído hasta allí. No sé si lo dijo a manera de agradecimiento o si simplemente me delató, pero ese testimonio ayudó para que me vinieran a buscar aquella madrugada.
–¿Quién era esa persona? ¿Un amigo?
–No lo sé. Nunca preguntaba los nombres de los que ayudaba a salir del país. Salvo los que yo escondí en mi casa, que obviamente conocía, al resto los vi por primera vez en el aeropuerto, antes de subir al avión. La dinámica era así: de repente me llamaba un colega que me decía: “Che, Negro, hay alguien al que van a liquidar, si no se va ya es boleta. A ver cómo lo sacamos”. Y ahí yo agarraba una cámara de televisión, me iba a Aeroparque y se la ponía al hombro al desconocido de turno, como si fuésemos un equipo periodístico. Luego lo dejaba en Montevideo y ese mismo día regresaba a Buenos Aires.
–¿Por qué años más tarde se negó a dar testimonio sobre su secuestro ante la Conadep, pese a que se lo pedía Ernesto Sabato?
–La primera vez que me lo pidió le dije: “Si yo no hubiese aparecido seguramente mi mamá también hubiese estado dando vueltas con un pañuelo en Plaza de Mayo”. Con esto le quise decir que yo aprobaba su trabajo, pero entendía que debía buscar testimonios más sólidos y más desgarradores que el mío, sobre gente que había perdido la vida. Le dije: “Ernesto, quiero salvar distancias y no quiero que me malinterprete, pero por mi parte no quiero agregar violencia a la violencia”. Recordé aquel episodio, cuando a Gandhi, en Sudáfrica, lo tiran de un vagón de tren porque él era un indio y no debía viajar allí. La policía, al interrogarlo le dijo: “Pero usted sabe quiénes fueron”. Él dijo exactamente eso: “No quiero agregar violencia a la violencia”. Yo, salvando la distancia, quise actuar como Gandhi. Sabato me insistió tres veces para que declarase, pero finalmente me entendió.
–A partir de su secuestro no pudo trabajar por un buen tiempo. Hasta que, a manera de salvoconducto, recibió la oferta de viajar por el mundo con Videoshow. ¿Qué notas y lugares atesora con más cariño de los 54 países que visitó?
–Sí, me salvó el productor Fernando Marín. Un día me llamó y me dijo: “Mirá, vamos a hacer un programa con Fontana y vos, pero vos tenés que irte afuera porque no podés tocar ningún tema del país”. Y como yo me estaba quedando casi “sin munición de boca”, como dicen los militares, me vino muy bien económicamente y agarré viaje. De todos modos, siempre sentí cierto desgarro por dejar a mis hijos y a mi mujer. El lugar que más me impactó fue el desierto libio en Egipto. Sentí que ya había estado ahí, que lo conocía. Un país que me resultó maravilloso, sobre todo por su gente, fue Japón. Recuerdo que luego de una larga recorrida por Osaka le quisimos pagar al guía por sus servicios y él nos paró en seco. “De ninguna manera”, nos dijo, “porque para ustedes yo soy el Japón”. En cuanto a los personajes, recuerdo la soberbia de Indira Gandhi y la sencillez y humildad de Teresa de Calcuta.
–¿Le quedó alguna entrevista por hacer?
–Sí, mi mayor frustración es no haber podido entrevistar a Nelson Mandela. Esa es la nota que siempre soñé hacer, pero no se dio, siempre había alguna otra nota más urgente. Una lástima porque siempre lo admiré muchísimo.
–En esos periplos conoció al jet set internacional.
–Con respecto al jet set, me deslumbró la princesa (y también actriz y diseñadora de joyas italiana) Ira von Fürstenberg porque era una mujer brillante. También conocí algunos pillos simpáticos como (el torero español) Luis Miguel Dominguín, que amaba la Argentina y que venía mucho al país a cazar. Ambos personajes vivían su vida profundamente y a su manera.
–Con el que no tuvo un buen acercamiento fue con Marcello Mastroianni, ¿no?
–Sí, con Mastroianni pasé un mal momento, pero peor fue el que le hice pasar yo. Fue en una rueda de entrevistas. Un día antes les había avisado a los organizadores que debía entrevistarlo temprano porque se nos iba el avión en el que debíamos mandar las grabaciones. Pero al otro día, cuando llego al hotel de la reunión, su manager empieza a decir: “Que pase el de Life, que pase el de Time y así sucesivamente, y yo, que había llegado a las 9, antes que nadie, quedé para el final. Ya a las 2 de la tarde el jefe de prensa me dice: “Bueno, usted, ahora, rápido, haga una pregunta cortita y ya está porque Don Marcello se tiene que ir”. Entonces, yo le pregunté: “¿Hasta cuándo va a interpretar papeles de galán, porque a su edad en los Estados Unidos los actores ya hacen de padres y abuelos?” Su puteada fue terrible. Ahí el jefe de prensa me agarró de la solapa y me increpó: “¿No tenía otra pregunta para hacerle?” “Sí, le contesté: ¿es verdad que le hizo el amor a Sophia Loren en un avión rumbo a Nueva York? ¿Quiere que se la haga?” [risas].
–Ahora vive en Punta del Este. ¿Por qué se fue a vivir a Uruguay hace ya 11 años? ¿Fue un exilio político?
–Sí, sí, tuvo mucho de eso. En radio Rivadavia, donde estaba trabajando, primero me dijeron: “Mirá, Enrique, bajá los decibeles. No podés hablar tan mal del Gobierno”. Yo, por ejemplo, contaba todos los procesos judiciales que tenía la señora Cristina Kirchner y me preguntaba cómo podía tener cinco hoteles en el Sur si no había trabajado en su vida y cómo podía llamarse abogada si nunca había firmado un escrito. Evidentemente esto ponía muy nerviosos a varios. Luego me vinieron con: “Si vos seguís hablando así no nos van a dar más publicidad y aquí hay como trescientos trabajadores que dependen de ella. Así que o cambiás o...”. Y ahí yo les dije: “No, a esta edad no me pidan que cambie”. Así que me fui de Rivadavia. Después fui a buscar trabajo a dos o tres lugares y todas eran excusas, pero lo peor vino después cuando me asaltaron. Yo vivía en Olivos, a sólo veinte metros de la garita presidencial. Vinieron con dos autos y una camioneta, nos encerraron en el baño y se llevaron todo lo que había en la casa. Nos dejaron sin nada. La policía llegó un minuto después, pero en vez de perseguir a los ladrones, que acababan de marcharse, me exigieron que primero labráramos un acta. Ahí me quedó todo más que claro. El golpe final vino unos días después, cuando manejando por la Panamericana, me balearon el auto. Cuando llegamos a casa, con mi mujer dijimos: “¿Qué estamos haciendo acá? ¡Vámonos!” Y como tenía un dos ambientes en Punta del Este, nos vinimos acá.
–¿Cómo es su vida ahí? ¿A qué se dedica?
–Hasta hace poco tenía un programa periodístico en radio Millenium, que hacía con Denise: Coincidencias. Tuve que dejarlo porque debí someterme a una operación muy delicada. Se me estranguló una hernia inguinal y después de la intervención me recomendaron reposo. Por suerte, Denise trabaja, como también es martillera abrió una inmobiliaria. Espero que le vaya muy bien, así me mantiene [risas]. Aquí la vida es más tranquila y la gente, en general, es más educada que en la Argentina. Acá, cuando entrás a un negocio, siempre está el “buen día señor, ¿cómo le va?”. En Uruguay empecé a recuperar esa vieja práctica del buen trato. En la Argentina, a la que sigo yendo de vez en cuando para ver a un médico o por el cumpleaños de un hijo o un nieto, ya la cordialidad se ha perdido y está en riesgo la convivencia. Están todos crispados. ¿Y cómo no estarlo, si a la mañana el Presidente dice una cosa y a la tarde se desdice? En fin, a la Argentina la veo mal, muy mal, dividida, peleada consigo misma y empequeñecida. Hoy la Argentina es tóxica.
–¿Por qué en sus memorias sólo habla de trabajo y no le dedica ningún espacio a los afectos?
–Porque no es una autobiografía, es simplemente el recuerdo de mis distintas etapas laborales. Mis hijos, cuando descubrieron en un cajón mis notas y mis apuntes, algunas escritas en una Olivetti y otras en computadora, me dijeron: “Papá, hacé un prólogo y te regalamos el libro”. Y así fue, Serás periodista es un regalo de ellos. Son mis memorias periodísticas, que están repletas de recuerdos que fui escribiendo cada vez que volvía de un viaje profesional. Yo fui atesorando todo eso para compartirlo con mis hijos cuando fuesen grandes. Porque cuando regresaba al país por sólo cinco o seis días y les decía: “No saben con quién estuve cenando, ¡con Kadhafii” Ellos, que eran adolescentes, no les importaba para nada, estaban en otro mundo. Hoy por fin valoran mis historias.
–Hace 25 años que está en pareja con Denise Pessana. ¿Qué lo enamoró de ella?
–Que era una mujer difícil [risas]. Un día fue a ver a Carlos Montero y a Eduardo Eurnekian y les dijo: “No quiero trabajar más con Enrique”. Por mi nivel de exigencia y porque siempre le decía: “Nena, corregí esa frase, ¡eso no se dice así!” Les pidió por favor ir a trabajar con Pérez Loizeau y se lo concedieron. Ahí me di cuenta que la extrañaba, entonces la contacté y le dije: “¿Podemos empezar de nuevo?” Y empezamos nomás y luego una cosa fue llevando a la otra. Ayudó muchísimo al lazo que su hija se encariñara conmigo.
–Se llevan 30 años, ¿eso fue en algún momento un problema?
–Sí, lo fue. Ella tenía un conflicto con la diferencia de edad y se lo comentó a la madre. Le dijo: “Enrique es mayor que papá, no sé qué hacer”. Y la madre con sensatez le preguntó: “¿Te hace feliz?” “Sí”, le respondió Denise. “Entonces qué te importa lo demás”, agregó la madre. Y ahí cambió su actitud hacia mí y la relación. Yo, por mi parte, le daba ejemplos a favor. Le decía: “No te creas que somos los únicos, fijate que Paravotti le lleva cuarenta años a su mujer”. Hoy tomamos el tema con humor.
–¿Cómo es el vínculo a la distancia con los 7 hijos que tuvo con su anterior mujer y con sus 14 nietos?
–El vínculo es fantástico, hoy estamos comunicados por la magia de la tecnología; todos los días me envían fotos y charlamos. Solían venir aquí por tandas, pero por la pandemia este año no ha sido posible. Salvo un hijo que acaba de mudarse a Uruguay con su mujer y sus tres hijos, el resto vive en la Argentina. Mis nietos, en cambio, están diseminados por el mundo: uno está en Milán, otra en Barcelona y un tercero en Montreaux. Es una fiesta cuando me visitan.
–¿Y con Ana María, su hija de la adolescencia, que acudió a los medios hace unos años para que la reconociera públicamente?
–Yo no sabía que tenía una hija hasta que surgió un juicio. Es una historia especial que evito contar, pero voy a hacer una excepción. En mi adolescencia mis hermanos y yo vivíamos en el campo, en Formosa. Yo tenía 14 años y mis hermanos veintipico... De esa época estamos hablando. Cuando hace unos años me piden que me haga un ADN, voy a consultar a un abogado y él me dice: el ADN puede ser tuyo o de tus hermanos. Pero ellos ya estaban muertos. Él me ofrece exhumarlos y extraer el ADN de alguno de ellos. Yo digo que no y desde entonces asumí todo yo.
–¿Esto significa que Ana María podría no ser hija suya y ser de alguno de sus hermanos?
–Cuando me hicieron el ADN dio un noventa y tanto por ciento de probabilidad, pero me aclararon que aún así el padre podría ser uno de mis hermanos. Pero yo dije: “Ya está, con eso me basta y si ella es hija mía o de un hermano me da lo mismo”. Y ahí quedó el tema. Luego le ofrecí una cifra muy grande de dinero y ahora comparto con ella mi jubilación. La vi sólo en Tribunales. No me interesa generar un vínculo afectivo con ella.
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