En fotos: la emoción de la viuda de Carlitos Balá, Martha Venturiello, en un acto de homenaje al reconocido animador infantil
A casi un año de su muerte, familiares, admiradores y amigos del actor y conductor infantil descubrieron dos placas conmemorativas que fueron colocadas en la fachada y la vereda de su casa natal, en el barrio porteño de Chacarita
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El 22 de septiembre de 2022 una noticia llenó de tristeza a millones de argentinos de varias generaciones: a los 97 años había muerto Carlitos Balá, el flequillo más famoso de la Argentina. Este sábado, a casi un año de su fallecimiento, se realizó un merecido reconocimiento al actor en la puerta de su casa natal, ubicada en Olleros al 3900, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Allí se descubrieron dos placas conmemorativas, una en la vereda y otra en la fachada de la casa. La primera expresa: “Aquí vivió su infancia, el ídolo de las infancias. Homenaje del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires al humorista, actor, músico y presentador nacido en Chacarita. El artista popular que llenó de alegría a los hogares argentinos. ¡Te recordamos con una sonrisa!”.
La otra, que expresa el mismo texto y al igual que la que adorna la vereda contiene una ilustración de Balá haciendo su clásico “gestito de idea”, fue descubierta por su viuda, Martha Venturiello y su hija Laura Balá. También estuvo presente el hijo del actor, Martín, y sus nietos.
Del emotivo acto, participaron además otros familiares, amigos, seguidores y vecinos del reconocido animador, además de varias figuras del mundo del espectáculo, como los periodistas Javier Fabracci, Juan Butvilofsky y el humorista Jorge “Carna” Crivelli, junto a su esposa Claudia Ares y su hijo Mateo.
Trayectoria
En aquellas calles del barrio porteño de Chacarita, el actor fue descubriendo, a muy corta edad, sus dotes para la actuación. Toda la vida de Balá fue un muestrario de comicidad, desde que con 10 años armaba improvisados tinglados teatrales con los cajones de fruta del negocio de su padre. El juego predilecto del pequeño consistía en improvisar escenas con figuritas humanas recortadas de las revistas infantiles de la época.
Fue la primera demostración de precoz talento artístico de Carlos Salim Baláa, que había nacido el 13 de agosto de 1925, en el hogar de un inmigrante libanés y una argentina descendiente de croatas. No muy lejos de allí, en el antiguo teatro Argos de Federico Lacroze y Álvarez Thomas (hoy Vorterix), el joven Balá no se animó a salir al escenario y encontró modesta compensación en el manejo del telón de la sala. Con el tiempo fue superando aquellos temores: primero como integrante de la murga Los Pecosos de Chacarita y más tarde subido a los coches de la línea 39, donde entretenía a los pasajeros contando chistes. También trabajó como repartidor, empleado administrativo y peón de imprenta. Hasta que en 1955 cumplió el primer paso genuino de su larguísima carrera artística sumándose al elenco de La revista dislocada, el gran éxito radiofónico de Délfor. “Estuve 30 años haciendo reír a la gente gratis, hasta que empecé a trabajar en La revista dislocada”, confesó muchos años después.
Desde allí, se valió de una estampa inconfundible (con el flequillo en primer plano) para pulir un estilo de comicidad que muy pronto lo convertiría en estrella. Antes de lograr la consagración individual, Balá fue ganando reconocimiento en compañía de Jorge Marchesini y Alberto Locati, con quienes formó un trío de enorme popularidad durante los años 50. Junto a ellos, Balá llegó por primera vez a la televisión en 1958, como integrantes del elenco de El show de IKA, el primero en la historia del medio en colocar cámaras en lugares elevados del estudio. Poco después el trío se disolvió tras un par de experiencias fallidas con programas propios: La vuelta al mundo en 80 años y Los Tres en apuros.
La década del 60 fue el mejor momento artístico de toda la carrera de Balá. La comenzó como heredero del Joe Bazooka que dejó vacante Alberto Olmedo y la cerró en 1970 con uno de sus mejores ciclos de sketches, Balabasadas. Allí supo enriquecer su estilo con el valioso aporte de Juan Carlos Calabró en los libros y la actuación. Esa colaboración, que se extendió a otros ciclos, no fue casual. Ambos siempre levantaron la bandera del humor blanco y familiar como resultado de un trabajo minucioso, obsesivo y perfeccionista, en el que había mucho ensayo y muy poco de improvisación. “Cuando hago un sumbudrule, el actor tiene que darse vuelta cuando pronuncio la ‘e’. Porque en la ‘e’ yo saco la mano y me rasco la cabeza y miro para otro lado. Es una cuestión de segundos”, ejemplificó.
Los éxitos se sucedieron uno tras otro. Decía que llegó al mundo para hacer feliz a la gente, un desafío que en su caso adquiría connotaciones trascendentes. “Es un asunto medio religioso -dijo a LA NACIÓN-. Donde voy siempre cuento un chiste o una anécdota para hacer reír. El que trae tranquilidad a la gente, el que le da una alegría, el que sirve a la gente creo que es religioso”.
“Yo pude haber sido multimillonario si hubiese sido como Carlos Rottemberg o Adrián Suar, que son ambiciosos. Pero sigo trabajando porque me encanta y para vivir también... Lo poco que tengo lo hice por mis propios medios. Si tuviera mucha guita haría obras de bien. Tendría una fundación y lo primero sería que nadie tuviera que salir del país para hacer un trasplante”, confesó en los años 90.
Coqueto, reservado, metódico con su salud y de bajísimo perfil fuera de sus apariciones televisivas, siempre se enorgullecía del matrimonio “de toda la vida” con su esposa Martha, a la que conoció muy joven en una fiesta, y con quien tuvo dos hijos, Martín y Laura. Los chicos siempre fueron su debilidad y nada disfrutaba más que verlos cuando lanzaba un chiste o un gesto con su sello. “Angueto va a ser para toda la vida -dijo una vez-. Siempre va a estar el asombro de ver un perro invisible”.
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