El actor oriundo de Mar del Plata se luce como el terapeuta de La mente del poder, un thriller psicológico en el que analiza a un político -encarnado por Mike Amigorena- que acaba de ganar las elecciones y se ve envuelto en una trama oscura
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El nene al que le gustaba dibujar letras había terminado otro cuaderno. La hora de la siesta, en Mar del Plata, le daba el marco de tranquilidad ideal para ensayar contornos, formas, trazos. Con el tiempo, esas letras se volvieron palabras, y esas palabras unidas se volvieron nombres de actores, actrices, directores. Un joven Diego Velázquez esperaba ansioso cada semana que su padre le trajera un diario para copiar prolijamente en fichas de archivo las filmografías que ahí se publicaban. ¿Para qué? En ese momento, él no lo sabía ni le importaba. Se podría decir que inconscientemente había empezado a conectar pasiones o, si se es creyente, que las fuerzas del destino habían elegido por él y marcado su futuro.
Hoy, Diego Velázquez es un señor actor. El de Los siete locos y Los lanzallamas, el de La larga noche de Francisco Sanctis, el de Kryptonita, el de Santa Evita, el de Casi muerta. También el de La mente del poder, la serie que acaba de estrenar con producción de TNT y Flow. En fin, esa cara conocida y familiar que aparece cada vez más seguido arriba de un escenario o en pantalla. Ya no hace aquellas fichas con filmografías, pero ahora se divierte subiendo cada tanto alguna a su cuenta de Instagram. Un hobby del pasado, premonitorio de su auspicioso presente.
-¿Ya entonces te imaginabas actor?
-Me encantaba la idea, pero no me veía por ahí actuando, a lo mejor sí dirigiendo. El deseo era clarísimo. Estudié teatro un año en Mar del Plata, pero más para saber mejor qué hacen los actores. Me ganaba el pudor. No sé, en cine los protagonistas siempre eran hermosos, los villanos buenísimos. Con suerte podía llegar a ser el amigo del protagonista (risas).
-Ya en Buenos Aires, te dedicaste casi exclusivamente al teatro. ¿Por qué tardó tanto en llegar el cine a tu vida?
-Vine a Buenos Aires con la idea de hacer actuación y dirección. Trabajaba todo el día en el buffet de la Facultad de Derecho y a la noche cursaba en la Escuela de Cine de Avellaneda. Pero en esa época no se filmaba tanto, ni había mucho lugar para nuevos actores. A comienzos de la década del 90, por ejemplo, llegamos a tener solo 13 estrenos en un año.
-¿Y en televisión?
-En ese momento no me gustaba mucho el tipo de proyectos que se hacían. Además, era una lógica de tira, que te consumía mucho tiempo y no te permitía alternar. Yo quería vivir de la actuación, pero tampoco es que me desesperaba. Hacía obras independientes, trabajaba de mesero, podía esperar a que llegara el momento.
-Y un día llegó el Erdosain de Los siete locos o el doctor de Kryptonita, comenzando un arco en tu carrera que hoy deriva en La mente del poder, protagónico en el que interpretás al psicólogo del Presidente de la Nación.
-Sí, una serie muy interesante de hacer y de ver. Un thriller psicológico que, si bien sucede en un ámbito como es la presidencia, tiene que ver con la manipulación entre las personas. Mike (Amigorena) interpreta a un político que acaba de ganar las elecciones, y yo soy su terapeuta, razón por la cual me aprietan para conseguir cosas a través de las sesiones.
-Un psicólogo que a su vez tiene una historia personal muy dura.
-Sí, viene de enfrentar una pérdida muy importante, lo cual lo transforma en una persona muy frágil. A mí hay algo del género más clásico que me divierte mucho, y esta serie lo tiene. Además, la dirección es de Mariano Hueter, algo que me entusiasmó también.
-¿Cuál es el potencial que le viste a La mente del poder?
-Siempre cuando agarrás algo es un acto de fe, pero mi personaje tiene una oscuridad interesante, que se va desarrollando a lo largo de los capítulos. Igualmente, al personaje no es que lo construyo yo, sino que hago algo para que el espectador vea a un personaje. Los actores no somos seres iluminados, somos trabajadores de algo que es muy difícil de nombrar.
-¿Hacés terapia? ¿Te basaste en alguien para delinear a este personaje?
-No nunca hice. El psicólogo es alguien que tenemos muy visto en el audiovisual, y más en las tiras argentinas. Yo crecí viendo Vulnerables, por ejemplo. Igualmente, mi personaje en La mente del poder está atravesado por otras cuestiones, es alguien que está intentando sostener la fachada de psicólogo, porque es lo único que le queda. Lo interesante es que el espectador pudiera ver eso, que usa la dinámica de las sesiones para hacer una manipulación lisa y llana.
-¿Cómo te imaginás al psicólogo del presidente?
-Necesario, muy necesario (risas).
-Asumiendo que tiene…
-El otro día, hablando con Mike y con Elena (Roger), nos dimos cuenta de que la serie está iluminando también un lugar que tiene que ver con la salud mental presidencial, de la que no sabemos nada. No solo ahora, nunca. No sé si Cristina iba al psicólogo, si Alberto iba al psicólogo, si Macri iba al psicólogo. Espero que sí, porque pienso que así podrían tener algo de contención, importante para el rol y la responsabilidad que tiene un presidente. Sí sabemos de brujas, de tarotistas, de esas cosas. Es preocupante; las cosas se van profundizando hacia lugares cada vez más extremos.
El camino del INCAA
-Hace poco en un posteo en redes decías que en breve te quedabas sin proyectos, por lo poco que se está filmando. ¿Cambió esa situación?
-Por suerte me ofrecieron una serie, que empiezo dentro de poco, pero la situación del cine es muy endeble. Y no hablo solo por mí, hay un montón de técnicos manejando Uber, hay mucha gente sin trabajo. No se está filmando. El único trabajo que hay es el que están produciendo las plataformas. Después no hay nada más. En cualquier momento vamos a volver a los 13 estrenos de 1992.
-¿Qué mecanismos creés habría que implementar para poder cambiar esta situación?
-La situación es compleja por varias razones. Una, y para mí es la más dolorosa, es que se logró instalar que todos los que hacemos cine somos unos vagos subsidiados. Y puedo asegurar que no. Eso, lamentablemente, caló hondo en una parte de la sociedad. Eso es complejo, porque es el público repitiendo algo que no es cierto. Seguramente el INCAA no era perfecto en algunos aspectos, pero en otros sí. Ahora no es que se está tratando de mejorar algo, se está tratando de destruir algo. Eso es muy claro.
-¿Cómo se recupera a ese público que hoy está tan equivocado?
-Ese es el desafío. Tenemos que pensar cómo recuperarlo, qué quiere ver. Es un momento tan bisagra que uno también se pregunta de qué quiere formar parte, para que lo vea quién, con quién juntarse, para hablar de qué. Yo me hago esas preguntas.
-¿Y qué te contestás?
-No lo sé. Porque, como hablábamos antes, tampoco es que hay opciones para hacer, para que uno diga: “Esto sí” o “Esto no”. Lo que hay es un momento más para refugiarse, tomar decisiones y revisar qué hacer. Y a la vez, tenés que trabajar, obviamente. Es muy complicado, tenés que tomar decisiones desde lo individual, pero también desde lo colectivo. El acto artístico se trata de compartir, que uno le ofrezca algo al público y este lo reciba, lo disfrute, lo complete. Y yo creo que la gente a la que le gusta eso, no piensa que estamos todos subsidiados.
-Tal vez quienes piensan así están más lejos de la cultura y más cerca de la planilla de Excel.
-Esto ni siquiera tiene que ver con un color político, están destruyendo una industria. Es así. Hay que tomar medidas más concretas, por ejemplo en el Festival de Mar del Plata, no sé, retirar todo...
-¿Pero eso no es un arma de doble filo? Porque si el festival fracasa podría ser una razón de peso para que se deje de hacer.
-No sé… A mí me sorprende incluso en mí cierto acatamiento. El cambio no va a venir a través de los teléfonos, por más que el gobierno un poco haya llegado al poder de esa manera. Hay que encontrar otros espacios, el teatro tiene que salir a la calle, hay que acercar el cine a la gente.
Referentes
-¿Te sentís viejo?
-Yo no me siento viejo. Sí siento que tengo responsabilidad por el tiempo que pasó. Nosotros ya no le podemos echar la culpa a nadie. La situación en la que estamos es mi responsabilidad también. Pero bueno, ¿qué hago? ¿Digo “ya fue”? No. Hay cosas que quiero seguir defendiendo, y creo que la forma es defendiendo el lugar que ocupo.
-Para terminar, ¿cómo recordás a Daniel Fanego, alguien que fue importante en tu carrera?
-Daniel para mí fue un referente muy fuerte. De chico, en Mar del Plata, lo veía en televisión, en La cuñada o en Chiquilina mía. Hasta que un día tuve la posibilidad de trabajar con él. La primera vez fue en la serie La verdad, de Paula de Luque. Y no puedo explicar cómo me recibió. Yo no había hecho mucho, venía de Farsantes, y el amor y la generosidad que me brindó se lo voy a agradecer siempre. Filmando esa serie me ofrecieron Los siete locos, y yo sabía que él también iba a estar. Un día le cuento y me dice: “¿Vos lo vas a hacer, no? Porque Erdosain tiene que tener tus ojos”. Fue una cosa tan linda ese piropo. Y esa serie fue increíble para mí, porque yo me levantaba, me iba al canal en bicicleta, y un día tenía una escena con Pablo Cedrón, después con Fanego, después con Carlos Belloso, después con Leonor Manso, todos fantásticos...
-Bueno, ellos tenían a Diego Velázquez…
-(Risas). Sí, puede ser. Era compartir placer. Esa para mí fue la situación ideal: una TV Pública haciendo un contenido distinto, acercándole a la gente otra opción y no teniendo programas que pretenden emular lo que hacen otros canales de televisión abierta. Un intento de identidad. Volviendo a Fanego, no éramos amigos pero fue alguien muy admirado por mí, alguien con el que aprendí mucho compartiendo un set.
-¿Qué te gustaría que dijera de vos un colega en una entrevista como esta?
-No sé, que soy un buen compañero. Es delicado hablar de otro. Yo he trabajado con muchos actores muy buenos, de los que previamente me habían dicho cosas feas y no era verdad. Me alcanza con que hablen bien, que digan que soy un buen tipo, o que al menos se acuerden de mí. Con eso es suficiente.
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