Delia Garcés, una diva con destino de reina
Les propongo un juego -dice Alfredo Alcón, cenando después del teatro-. En cualquier reunión del ambiente artístico, de la cultura en general, cuando se produzca un silencio, digan Delia Garcés... Van a ver cómo se iluminan las caras de los presentes e inmediatamente todos entrarán a competir a ver quién cuenta algo más lindo de ella. Cuando yo no era tan conocido y nadie bajaba a mi camarín a saludarme, una noche, golpea la puerta la primera persona que venía a felicitarme. Al abrirla, vi a un ser luminoso, que irradiaba gracia y belleza, era Delia Garcés".
El juego no falla, es matemática pura. Quien escribe esta biografía tuvo el privilegio de conocerla y tratarla. Con sólo accionar el mecanismo de los recuerdos, me invade una sensación de bienestar; extraña, por ser idéntica a la que nos producen nuestros seres más cercanos y queridos. Recuerdo ir en un taxi y cuando toma la subidita de Avenida Alvear, en Recoleta, veo a una mujer mayor, delgada, hermosa, ni una gota de maquillaje. La síntesis de la distinción: una falda negra recta, camisa beige y pañuelito negro apenas cubriendo su pelo. La magnífica dama hace una seña, yo miro para ver si detrás mío venía un Rolls Royce con chofer. Cuando paso a su lado, veo que es Delia Garcés; iba a su trabajo de presidenta del Fondo Nacional de las Artes y estaba parando el colectivo 67. Yo era un joven asistente de televisión, me avergüenzo de ir en taxi. Pasan los años, vivo en Los Ángeles. Un sábado a la mañana suena el teléfono de mi casa, era Delia. Casi al borde de sus ochenta años estaba allí por un día, camino a Japón. Iba con un grupo que estudiaba jardinería a recorrer jardines en Oriente. La busco con mi auto por el Hotel Beverly Hilton y me pide pasar por la casa en la que vivió en los años 50, cuando junto a su marido intentaron suerte en Hollywood. Tiene una fachada enorme, estilo colonial. Me doy cuenta de que aún en tierras lejanas, ella y Alberto de Zavalía vivían como reyes. "Cuando la pusimos en venta, un día toca el timbre un interesado. Abro la puerta y era Stan Laurel, el flaco de El Gordo y el Flaco . Imaginate, se la quería regalar". De allí vamos a almorzar a un restaurante que queda en el último piso de una de las tiendas más exclusivas de Beverly Hills. Mientras atravesamos diferentes secciones, pasamos por una en la que había accesorios para mujer, superhollywoodenses. Delia me dice: "Que injusta es la vida querido, en vez de estar pasando yo en medio de estos brillos, imaginate lo feliz que estaría Chiquita en mi lugar". Obviamente se refería a Mirtha Legrand, su amiga de toda la vida. "Un año, Chiquita vino a pasar sus vacaciones en nuestra casa de campo, en Santa Fe. En ese lugar yo vivía en jeans y camisa, cómoda para andar a caballo. Llegó con varias valijas, imaginando que teníamos personal de servicio. Así que, cuando ella salía a caminar, yo me ponía a plancharle la ropa y cuando volvía, creía que había venido la planchadora, ¡qué risa!".
A tal punto eran amigas, que las dos familias pasaban juntas las fiestas. A Marcela Tinayre también se le ilumina la sonrisa al recordarla: "Yo amaba a tía Delia, siempre la llamé así. Cuando yo vivía en París y vine a pasar una Navidad, tuve que comprar regalos para los Tinayre, los Zavalía y otros amigos. A ella, en el apuro, se me ocurrió comprarle una gorra para la ducha. Después me di cuenta de que era horrible; ¡cómo le compré eso! Ella, con su clase única, su don de gente y debo decir con su bondad, me la agradeció como si fuese de Hermès. Se la dejó puesta toda la noche; la colocó estilo boina, mientras todos exclamábamos: ¡Oh! ¡Oh! Esa calidad de elegancia que poseía, ese humor increíble... Se fue a su casa con la gorra de ducharse transparente ¡con ranitas! como si fuese el más elegante de los sombreros. Esa era tía Delia, graciosa como pocas, buena y de un refinamiento fuera de serie...". De eso da testimonio también Andrés Percivale, con quien hizo yoga desde que tenía 78 años hasta dos días antes de su muerte, a los 82. "Una vez vino a Buenos Aires Arthur Laurents, el autor de Gipsy y Amor sin Barreras . Delia le organizó una comida en su piso de Avenida Alvear, con gente de nuestra cultura. Había cocinado ella misma los platos más típicos de la Argentina, dándoles un toque gourmet y se había vestido con poncho salteño y bombacha gaucha bordada con flores. Este genio de las comedias musicales no daba crédito a tal homenaje, se la quería llevar a Broadway. Con respecto a las clases de yoga, venía 3 veces por semana, mezclada en un grupo de 25 personas. Siempre era la primera en llegar. A los 80 años, hacía posturas que no les salían a las de 20. Nunca me dijo ‘Andrés, esto no lo puedo hacer’. Cuando alguien del grupo, maravillado, le preguntaba la edad, respondía: ‘Yo sé que nací un 13 de octubre de 1919, pero no se cuántos años tengo’. Una mañana me llamó al alba para avisarme que iba a faltar, pues se iba a internar para unos estudios. Antes de cortar, me pidió: ‘Decile al grupo que los quiero mucho, todos ustedes me han hecho muy feliz’. Colgué el teléfono y sentí que era una despedida. Dos días después, moría. Creo que Delia hasta nos enseñó cómo morir. Nunca más volví a tener una alumna tan joven y aplicada...".
Destino de reina
Delia Amadora García nació y se crió en una humilde vivienda de la calle Alsina, en Montserrat. Sus padres eran inmigrantes españoles que luchaban para darle una vida lo más digna posible a sus hijas. Un día, el padre "salió a comprar cigarrillos" -literalmente- y nunca más volvió, dejando a "la gallega" con 3 niñas pequeñas y la preocupación de cómo harían para subsistir. "Yo he sido una niña y una adolescente feliz; como no conocía otra cosa, no me sentía triste por ser pobre". Una vecina fascinada con esta nenita de tez blanca y trenzas negras, le enseñaba a recitar poesías románticas y a los 7 años pidió que la inscribieran en el famoso Teatro Infantil Labardén. Tuvo la suerte de que una de sus profesoras fuera nada menos que Alfonsina Storni. (Ya famosa, Delia grabaría junto a María Rosa Gallo un disco con poemas de su malograda profesora). Desde las primeras clases, sentía horror hacia toda afectación. Para practicar lo que aprendían, muchas veces hacían escenas en las plazas con sus hermanas y al terminar, aparte de los aplausos, las compensaban con sándwiches de pebete. En la adolescencia entró en el Conservatorio de Arte Escénico y se integró "como comparsa" a la Comedia Nacional, junto a otras compañeras que luego triunfarían como ella: Malisa Zini, Fanny Navarro y Nury Montsé. Aún allí, jamás había recibido un peso por trabajar en teatro. Cuando tenía 17 años, le ofrecieron 80 pesos por posar para una sesión de fotos. Cuando corrió a contárselo a "la gallega" y a sus hermanas, no lo podían creer: esa era la cifra que cobraba la mayor por todo un mes de trabajo. Poco después, Ángel Magaña la ve en la comparsa del Cervantes y se la recomienda al director Mario Soffici, que le da un papelito en Viento Norte . Cuando la descubre en esta película, Roland -el periodista más famoso de la época- la llamó para un reportaje, imaginando la emoción de la jovencita ante la noticia. La respuesta de Delia fue: "Yo le agradezco mucho, pero recién empiezo". Quien vio su potencial fue uno de los guionistas, productores y directores más exitosos de la época, Alberto de Zavalía, quien la llamó para La vida de Carlos Gardel, junto al ídolo Hugo del Carril. Un año después, director y actriz se casaban, formando uno de los matrimonios más felices y culturalmente prolíficos de nuestro país. Juntos rodaron 11 películas. "Me impactó el hecho que desde el primer momento hablábamos el mismo idioma. Él me dio todo, no en lo exterior, sino de adentro, fue el norte de mi vida. Siempre le decía que me hubiera casado mucho más chica con él. Admiro su profunda calidad humana, es mi gran apoyo, somos una sola cosa. Nos divertimos mucho juntos, aún ahora que somos dos viejitos jubilados", dijo en una entrevista allá por los años ochenta. Alberto de Zavalía, además de un artista culto y buena gente, era un hombre de gran fortuna, parte hecha en su trabajo y parte heredada del campo familiar en Coronel Domínguez, Santa Fe, que perteneció a sus padres y que fue siempre el refugio familiar fuera del vértigo de Buenos Aires. Delia y Alberto tuvieron dos hijos, Fabián y Álvaro, ambos ingenieros agrónomos. Los cuatro fueron profundamente felices. Es que Delia supo poner su matrimonio y sus hijos ante todo y supo preservarlos de los inconvenientes de la fama. En los retratos familiares del piso en Alvear que aún conservan los hijos, se los puede ver a los cuatro viajando por el mundo; montados en elefantes en la India, ante una pirámide en Egipto o en Tierra Santa.
Equilibrando la vida familiar y el trabajo, Delia Garcés dignificó la pantalla argentina. Si ser estrella de cine significaba ser una diva vestida con glamour que besaba al galán en la última escena de la película, Delia fue la excepción. Quizá por ser "una rata de teatro" como se definía, más que ser estrella, se preocupó en ser actriz y en el cuidado que puso en la elección de cada personaje. A pesar de ella, para el público, fue una gran estrella. "Nunca fui modesta. Sin embargo no creo haber sido una gran actriz, creo que he sido correcta y nada más. Pero esa no era mi ambición, siempre he luchado por ser mejor". Quienes le otorgaron tres veces el premio a mejor actriz de cine no coincidían. Uno de los premios tuvo el honor de recibirlo de manos de Orson Welles, de visita en la Argentina. Entre los títulos que protagonizó, dejó trabajos memorables en La dama duende , Rosa de América , Casa de muñecas , Doce mujeres, La maestrita de los obreros , Alejandra y El otro yo de Marcela , que ya había hecho en teatro, cantando y bailando exquisitamente. Sin embargo, en varias ocasiones aseguró: "A mí, nunca me gustó hacer cine, es una tortura para los actores. Cuando uno ve la película nota más los defectos que los pocos aciertos. En cambio me gusta el teatro, será porque claro, uno nunca ve lo que está haciendo". El público teatral pudo disfrutar su talento no sólo en el país, si no en una gira en la que llevó el teatro argentino por toda Latinoamérica. Luego se estableció en el Teatro Sarah Bernhardt, en París, para hacer temporadas en perfecto francés. Fascinados por su porte y distinción, Dior y Balmain diseñaron modelos exclusivos para ella.
Transcurría la década del 50 y en nuestro país, las estrellas que no apoyaban las causas de Evita no tenían ofertas de trabajo y debían exiliarse. Los Zavalía prefirieron no darse por echados y salieron de gira. Luego, se instalaron un tiempo en Hollywood, pero resultaba muy difícil para gente de nuestro cine insertarse en ese sistema. Así y todo, Delia no pasó desapercibida y la revista Vogue dedicó una página a su maravilloso rostro y la competencia, Harper’s Bazaar, hizo un artículo sobre las damas más refinadas del momento: Wallis Simpson -Duquesa de Windsor- y Delia Garcés de Zavalía. Cuando Luis Buñuel la llamó para protagonizar Él con Arturo de Córdova en México, se instalaron en el DF. A Delia le ofrecieron un cachet en pesos mexicanos y ella no tenía ni idea cuánto cobraba una estrella allí. Entonces le preguntó a Libertad Lamarque, que llevaba varias películas en tierra azteca, cuánto debía cobrar. Cuando Delia le dijo cuánto le ofrecían, Libertad sin decirle cuánto se pagaba, le contestó: "Para usted está bien, Delia". Con su gran sentido del humor y sutil manejo de la ironía, siempre se reía al contar esta anécdota. La película se presentó en Cannes y luego de su estreno aquí, ella reveló un secreto: "Arturo de Córdova insistía en que a mí no me podía decir una frase del guion: ‘Eres una puta’ y Buñuel, que era un cabeza dura, lo obligó. Pero luego los productores cambiaron la palabra por perra, entonces se lo escucha decir perra, pero en los labios se lee puta, la verdad que aquello fue muy gracioso". Ese mismo año filmó en España con ídolos de esa cinematografía, como Fernando Rey y Fernando Fernán Gómez. De regreso a la Argentina, hizo un film más y decidió retirarse para siempre del cine, aunque actuó esporádicamente en teatro. Hizo Ondine, Santa Juana y un extraordinario Jardín de los cerezos, en el San Martín.
Luego siguieron otros pocos intentos, con dispar éxito de público. "El día que le dije a Zavalía que me iba a dejar el teatro porque el público ya no me apoyaba como antes, él, con su maravilloso sentido del humor, me dijo: ‘No es que no te apoyen, es que la mitad de tu público se ha muerto’". Comenzó a disfrutar de otras cosas de la vida. "La privacidad es el único lujo que tienen los actores. Ser anónimo es ser libre y eso es una gran cosa". Sin embargo, Migré insistió y la convenció para hacer televisión, protagonizando Lo mejor de nuestra vida, nuestros hijos. Estuvo dos años en el aire hasta que un día dijo basta y volvió a su anonimato. Como referente de nuestra cultura y como ejemplo de ética que era, le ofrecieron dirigir el Fondo Nacional de las Artes, tarea que realizó con total entrega y eficacia durante 20 años. Años en los que consiguió créditos para que buenos autores pudieran publicar; para que nuevos músicos pudieran grabar, financiación para apoyar el teatro independiente y llevar en gira a nuestros teatro por todo el país.
La privacidad es el único lujo que tienen los actores. Ser anónimo es ser libre y eso es una gran cosa
Como ya sabemos, no tenía un chofer por ejercer ese cargo, viajaba en colectivo, no tenía viáticos, ni hacía viajes al exterior financiados por la entidad. Cuando en una de las raras entrevistas que concedió le preguntaron por su tarea allí, dijo: "Trabajo, trato de ayudar a los creadores, piden cosas... y bueno, yo desde acá hago lo que puedo".
En la década del 80, Zavalía enfermó de un cáncer de garganta y tuvo 5 años de padecimientos; hasta había que darle de comer en la boca. Delia se negó a tener una enfermera y lo cuidó ella hasta el último día. En los 13 años que lo sobrevivió, aparte del yoga y la jardinería, Delia, quien jamás se aferró a su pasado, tomó cursos de cocina francesa y presenció cuanta obra de teatro se diera en Buenos Aires, sobre todo en el circuito off, donde le encantaba descubrir nuevos talentos. Cuando la llamaron para comunicarle que le otorgaban el premio de la Cinemateca Argentina, dijo: "No... debe ser una equivocación... ¿a mí? Únicamente que me lo den por cariño". Luego vino el Premio Podestá, de la Asociación de Actores, y el de Cronistas. Diez días antes de su muerte, recibió un premio de platino a su trayectoria teatral. Atravesó con sus nietos el hall del teatro, vestida con su habitual sobriedad y su pelo blanco, mientras varias nuevas estrellitas con brillos simulaban huir de la prensa. Al subir al escenario, recibió una de las mayores ovaciones que se recuerden en una entrega de premios. Seguramente, muchos de los que estaban allí aplaudiendo de pie con gran emoción, tenían un recuerdo de ella que les iluminaba el alma y los hacía mejores personas y artistas. Otros aplaudirían su talento, su belleza, su honestidad, su compromiso, su transparencia, su discreción, su sobriedad, su delicadeza, su humor, su educación, su buen trato... Cuanto adjetivo bueno existe, le cabría a esta gran dama. Hay gente que simplemente vive y gente, como Delia, que dejan huella en su paso por la vida. Ese tipo de gente, de seres superiores, no quieren homenajes ni siquiera en su partida. Delia Garcés se fue físicamente con la misma dignidad con la que había vivido e hizo escuela. Sus cenizas están al pie de un árbol, en el campo, al lado de la Virgen a la que ella le rezaba y muy cerca de los rosales que plantó y cuidó hasta el último día. Ella misma era una rosa, una especie sin espinas, una flor en el desierto.
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