Actores y músicos manejan la “jubilación” como pueden; algunos estiran su trayectoria hasta que el cuerpo les dice “basta”; otros “cuelgan los guantes” cuando empiezan a perder el entusiasmo
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No es posible saber cuándo un artista se retira. Se supone, porque la vocación es la que impulsa a alguien a abrazar un arte, que no funciona del mismo modo que las profesiones “racionales”. Porque el impulso de cantar, actuar, escribir, pintar o incluso dirigir películas, incluso si con el tiempo se convierte en un ganapán, procede de otro lado, de la necesidad de traer algo nuevo al mundo. Sin embargo, hay artistas, muchos, que un día dicen “hasta acá llegué”, lo anuncian y se despiden haciendo lo que mejor saben. En estos últimos años, varios grandes nombres del arte popular han dicho “adiós”, y es particularmente notable la diferencia entre músicos y actores.
Tuvimos el caso del caballero Michael Caine, que anunció su retiro en octubre del año pasado, contento porque The Great Escape, su última película sobre un veterano de la Segunda Guerra Mundial que escapa del geriátrico donde vive, tuvo aplausos de todo el mundo -fue, además, la última película que rodó Glenda Jackson, fallecida poco después-. Y tuvimos hace dos años el caso de Bruce Willis, que fue forzado al retiro por padecer demencia frontotemporal. En cambio, días atrás tuvimos a Paul McCartney en dos River a pleno, sin fallar una nota en casi cuarenta canciones. Es cierto que es más joven que Michael Caine (Paul tiene 82, Michael, 91), pero de todas maneras es difícil que el Beatle, que no volverá -dice- a los escenarios, seguirá con la música. Mr. Caine hoy es un gran tuitero.
A Walter Benjamin se le escapó un dato en su célebre artículo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica: que cuando escuchamos Abbey Road oímos al joven Paul, o cuando vemos Duro de matar sigue allí el Bruce con pelo. El retiro o no retiro de los artistas representa, para nosotros, los espectadores, la prueba irrefutable de que algo se terminó y, al mismo tiempo, el desconcierto de saber que todavía está ahí. Pero en general nos quedamos con la figura creada, no con el ser humano que la creó. Michael Caine sigue estando muy bien en Alfie y McCartney pone la piel de gallina en “Oh, Darling”. Se escribe esto, siempre, en presente, y puede decirse, con toda la cursilería del mundo, que el arte vence al tiempo.
Es claro que esa diferencia entre actores y cantantes, por comenzar con una bastante clara, está pautada por la fisiología. El caso de Willis (que tiene hoy 69 años y cuyos colegas de generación siguen trabajando) es clarísimo: el síntoma más serio al principio de su enfermedad era una afasia que le impedía decir o recordar sus líneas en una película. Es evidente que el hombre agarró todos los trabajos que pudo para ahorrar (la cantidad de films de acción de baja calidad que lo tienen al menos como secundario sólo rivaliza con la cantidad que hizo Nicolas Cage en estos años para pagar impuestos). Y que el final prematuro llegó porque se impuso la enfermedad.
El trabajo de un actor, sobre todo de un actor popular, depende en gran medida de su imagen, de cómo logra darle vida en la pantalla a alguien que no existe, en principio, más que como una serie de palabras en un papel. Trabaja con todo el cuerpo, y cuando este no responde o ya no puede representar de modo digno, el intérprete decide poner un final. Rodar una película es una tarea tediosa y muy exigente tanto para el cuerpo como para el cerebro. No es sólo estar allí y recordar líneas, sino repetir cientos de veces lo mismo, actuar la muerte del personaje el primer día de rodaje y su mejor momento cuatro semanas después, establecer todo tipo de emociones a pesar de cómo se sienta la persona-actor (imagínese tener que interpretar una seducción cuando padece acidez, por ejemplo) y otras muchas cosas complejas. Si la herramienta no responde, y ya no hay paliativos, entonces es un adiós.
Hay algunas excepciones. Sean Connery murió en 2020, a los 90 años. Pero se retiró en 2006, a los 74, edad en la que hay muchos actores activos. En aquel momento, cuando recibió un Globo de Oro por su carrera, dijo que se iba por “los idiotas que hacen películas en el Hollywood de hoy”. Unos pocos años antes, había rechazado el rol de Gandalf en la versión de El señor de los anillos con la que Peter Jackson dio una forma visual definitiva a la célebre novela de J.R.R. Tolkien. Básicamente, dijo que no entendía nada del guion. El rol le dio a Ian McKellen fama, gloria y una nominación al Oscar. Pero lo que no decía era que no quería realizar rodajes largos y fatigosos. Poco después de su retiro, circuló el rumor de que Steven Spielberg quería su regreso como el padre de Indiana Jones en la cuarta película del personaje, El reino de la calavera de cristal. Connery fue claro: “¡El retiro es mucho más divertido!” y sólo volvió a la pantalla en 2012 como la voz del personaje central de la comedia animada Sir Bill, de la que era, además, productor ejecutivo. Siguió disfrutando del retiro más de una década y rechazando toda clase de papeles -hasta Marvel se le acercó entonces. Es el raro caso de quien decidió, aún bien de salud y con mucho tiempo libre, disfrutar de la jubilación y darle descanso al ego.
Hay casos un poco más complejos. Judi Dench tiene, hoy, 89 años y su última aparición importante en el cine fue en Belfast (2022), de Kenneth Branagh. En mayo de este año, explicó que la maculopatía que padece prácticamente le impide ver, lo que ha llevado a todos los medios a deducir que le ha llegado su retiro. En la práctica lo es. En realidad ese anuncio todavía no llegó. Pero en este caso hay que tener en cuenta dos factores. El primero, que Dame Judi Dench lleva más de sesenta años de carrera, incluso si su despegue internacional como estrella comenzó a finales de los 90 (cuando ganó el Oscar a la Mejor actriz secundaria por Shakespeare apasionado) y se hizo mucho más popular como la “M” del James Bond interpretado por Daniel Craig. El segundo: no ver no impide necesariamente actuar, pero una cosa es ser Johnny Depp (que es ciego de uno de sus ojos) y otra, no ver nada. No es sólo leer el guion, es saber dónde está la cámara. Pero en el caso de Dench, existe también la fatiga de la carrera en sí y que no hay roles para mujeres de su edad.
Claro: hay muchos famosos ciegos y la mayoría son cantantes. Ahí están, sin buscar mucho ni googlear apasionadamente, Ray Charles y Stevie Wonder. O, si es argentino nativo o por opción y contemporáneo, el joven cantante folclórico Nahuel Penissi. Lo que importa es la voz en ese caso, y la música. De hecho, basta con tener un buen oído y afinación para presentarse ante el público y grabar discos. Lo que sucede en general es que los cantantes se retiran de las giras, del desgaste de ir de un lado al otro y de la energía física que tal rutina impone. A menos que uno sea Bob Dylan y quiera morir en el escenario: el hombre está realizando ahora mismo una gira por Alemania, mientras su coevo McCartney todavía tiene que hacerse otra fecha en Córdoba el 23 de este mes. Sin embargo, la diferencia: McCartney dijo que es su adiós a los escenarios; Dylan, no, pero parece haber dado indicios de que es “hasta aquí”. También es cierto que hay diferencias: Paul se mueve más que Bob en el escenario; uno es un show pirotécnico; el otro, casi íntimo incluso en sus momentos más eléctricos. Sin embargo, nadie dice que se retiran de la música; es probable que sigan produciendo.
Aunque, cuando estos nombres llegan a cierta edad, suelen correr los rumores de que se retiran, como si la prensa los estuviera empujando. Hace pocos días, Julio Iglesias tuvo que desmentir que se retiraba de los escenarios. Tiene 81, uno menos que McCartney y dos menos que Dylan; y sí, no es ninguno de ellos pero ha llegado donde ha llegado y sigue allí, lo que no es poco mérito. El hombre dijo que está muy bien y seguirá adelante, que será él el que informe cuando sea “basta” (y mientras y de paso, publicitó la serie que Netflix prepara sobre su vida). Estos tres ejemplos bastan porque hay algo interesante: la voz puede perder caudal, pero si se cuida, dura toda la vida. Mientras la cabeza esté bien y esa voz responda, el cantante puede seguir casi indefinidamente. Lo que es una enorme diferencia con los que trabajan con todo su cuerpo.
Que es lo que le sucedió a Michael J. Fox, aquejado de Parkinson, aunque ha hecho excepciones en general como forma de que el público tome conciencia de lo que implica la enfermedad. Y después están los otros, los que anuncian un retiro por razones -digamos- estéticas. Ahí está el espectacular caso de Daniel Day-Lewis, para muchos el mejor actor de la historia (no, no existe ni existirá tal cosa, aunque el mundo centennial sea proclive a la hipérbole de lo reciente). Anunció su retiro en 2017, a los 60 años. En una entrevista al respecto, explicó: “Necesito creer en el valor de lo que estoy haciendo. El trabajo puede parecer vital, irresistible, incluso. Y si el público lo cree, eso debería ser suficiente para mí. Pero, últimamente, no lo es”. Una posición dura sobre la actuación, sin dudas -son muchas las referencias a su enorme exigencia como intérprete-, pero también algo de divo; de hecho, vuelve en breve coescribiendo con su hijo Ronan Day-Lewis el film Anemone, que dirige justamente Ronan. No es el único que dijo “me voy” y volvió: lo hizo Jane Fonda en 1991 cuando se casó con Ted Turner, por ejemplo. Luego se divorció y volvió. Cosas que pasan.
No como su colega y varias veces pareja en la ficción Robert Redford, que hizo su última película en 2018 (Un ladrón con estilo) interpretando a un veterano criminal que hace su última jugada, aunque más tarde se estrenó Avengers-Endgame, donde retoma su rol de Alexander Pierce, villano en Capitán América y el soldado de invierno. Interesante que Redford, una tremenda estrella del cine de los setenta especialmente, alguien que vendía cualquier película con su nombre, cerrara sus apariciones en la pantalla con la quinta película más recaudadora de la historia (con números ajustados por inflación; si no, sería la segunda). Pero Redford ya actuaba poco y estaba más dedicado, desde hacía décadas, al Sundance Institute y al festival del mismo nombre; incluso trabajó con más frecuencia como director que como actor en el último cuarto de siglo. Aquí aparece otro tipo de “retiro”: seguir vinculado al arte -en este caso, el cine- desde otro lado. Como los cantantes que dejan el escenario pero siguen componiendo, produciendo y grabando. En ese punto, Redford es bastante excepcional en el audiovisual.
De todo modos, “mientras el cuerpo aguante”, los actores tienen más suerte que los directores. Ni Howard Hawks ni John Ford (el primero, después de Río Lobo; el segundo, después de Siete mujeres) tenían ganas de retirarse. Pero ya no los llamaron, como pasó con otros directores clásicos (aunque algunos, como Billy Wilder y George Cukor, llegaron a realizar películas en los 80). Los estudios consideraron que su tiempo había pasado. Y también pasa cuando se acumulan fracasos: a Michael Cimino la industria le cortó los víveres cuando hizo el tremendo fracaso de Las puertas del cielo (hoy considerada casi una obra maestra, pero acabó con el estudio United Artists) y sólo hizo cuatro películas más, aunque lo despidieron de muchas otras (entre ellas, Footloose). Un mal resultado y la marca, queda.
En general, los directores o mueren con las botas puestas o esperan en vano una próxima película que no llega más. Como los arqueros en el fútbol, terminan siendo los responsables de los fracasos, aunque el Oscar a Mejor Película siempre se lo lleva el productor. Los actores, en general y si no ceden a los excesos, suelen tener más suerte. De todos modos, el tiempo pasa y los ciclos se cierran, aunque en la pantalla y en las grabaciones todo sigue vivo.
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