La actriz recuerda la popularidad de sus novelas y asegura que medita desde hace 35 años gracias a los “Fab Four”
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Cuando Cristina Alberó entró al mundo del espectáculo lo hizo como cantante en el programa Escala musical, en Canal 13, y además fue artista de Odeón y ganó un festival internacional de la canción en Perú.
En ese contexto la convocaron para protagonizar una novela. “Buscaba una forma de vida y encontré una profesión”, asegura la actriz durante la charla con LA NACION. Mientras disfruta de un café negro y de la soleada tarde de otoño frente al Jardín Botánico, Alberó recorre su vida, habla de su familia y dice que empezó a meditar hace más de 35 años gracias a Los Beatles, ya que ellos fueron “quienes trajeron la meditación trascendental a Occidente”, aclara.
Hace pocas semanas volvió a trabajar, después de la pandemia por Covid-19. “Estoy grabando una miniserie para una plataforma y no puedo decir nada por contrato; no entiendo esa política pero la cumplo”, asegura. Y recuerda que en marzo del 2020, en vísperas de la declaración de la pandemia, estaba protagonizando una comedia musical, dirigida por Diego Ramos, Quién retiene a quién, en el Teatro Picadero.
“A la cuarta función me llamó Diego y me dijo, un poco en broma, ‘sé que no estás en edad, ¿querés venir igual a la función? Y le respondí, ‘Sí, cómo no voy a ir…’. Finalmente no solo se suspendió esa función sino que los teatros se cerraron durante muchos meses. Al mismo tiempo estaba ensayando una obra de Víctor Winer que dirigía Mariano Dossena pero no llegamos a estrenar. Me ofrecieron otras obras pero dije que no, porque en ese momento no tenía las vacunas y decidí quedarme en mi casa, cuidarme y gastarme los ahorros, porque para eso están. El verano pasado iba a hacer una obra en Carlos Paz con Germán Kraus pero me infecté con Covid y no pude. Ya estaba vacunada pero fue bastante fuerte, tenía cero energía, estaba muy cansada y me costó un mes recuperarme. Hoy estoy bien y sigo tomando vitaminas. Estoy contentísima de haber vuelto a trabajar, porque tengo vocación”, relata.
-¿Y qué hiciste en estos dos años?
-Estuve leyendo mucho, porque hay proyectos. Y aprendí a poder comunicar lo que sé, porque tuve un ofrecimiento para dar clases en México, donde el doblaje es muy importante y hay mucho trabajo; y mi materia es la construcción del personaje. Por supuesto es vía Zoom para gente de Latinoamérica. Además, ahora estoy retomando mis clases de canto, porque extraño.
-¿Sos una mujer curiosa? Fuiste una de las primeras en hablar de bienestar, de reiki, de búesqueda esptirual...
-Sí, en los ‘90 hubo una especie de apertura muy importante. Soy reikista de segundo nivel y trabajo con eso. Lo hago para los amigos que me piden, como una contribución para los otros. Y soy meditadora de hace más de 35 años.
-¿Cuál fue el disparador para que empezaras a meditar?
-Con mi hermano Carlos, que es músico, éramos fans de Los Beatles. Y siempre me llamó la atención que trajeran a Occidente la meditación trascendental. Era tan fanática de Los Beatles que tomé todo lo que proponían.
-Empezaste tu carrera cantando, ¿también por ser fan de Los Beatles?
-Sí. Cantaba en inglés y en italiano en un programa que se llamaba Escala musical, en Canal 13, que fue muy famoso en su momento y por donde pasaron los más grandes. Ahí conocí a Sandro, por ejemplo. Yo recién empezaba y el productor siempre me daba algún bocadillo para decir; eso lo noté después. Grababa dos canciones por programa, y enseguida firmé para ser artista Odeón y al poco tiempo viajé a Perú para participar de un festival internacional de la canción, en Trujillo, y fui una de las ganadoras con Canción inolvidable, un tema de Armando Patrono que era mi director musical en Odeón y en Escala musical. Me quedé unos meses cantando en Lima, acompañada por mi mamá, porque era muy chica. En ese momento apareció la oportunidad de hacer mi primer protagónico que fue Mini el ángel del barrio, con José María Langlais, en Canal 11.
-Pero querías ser cantante, ¿venías de una familia musical?
-Mi viejo, Carlos, y tres tíos míos eran empresarios teatrales. Me mandaron a estudiar canto y música mientras iba al colegio pero en casa las salidas eran ir al teatro. Mi hermano se dedicó a la música y yo a cantar hasta que apareció la oportunidad de hacer una novela. Comprendí que una cantante tiene que saber actuar, tener dominio del escenario. En Perú canté en un estadio para más de quince mil personas y las patitas me temblaban. Mi sobrina mayor, Agostina Tarchini, vive en Japón dónde tiene una escuela de tango y en 2017 ganó el Festival de Tango de Buenos Aires con su hijo Axel Arakaki. Y mi sobrina menor es noruega y grabó un segundo tema para Spotify que está muy bien posicionado. Se llama Ana Alberici, que es mi verdadero apellido. Me lo cambié porque decían que era difícil. A mi papá le dio un poco de bronca, confieso. Me gustó Alberó porque es más fácil de recordar y acepté, aunque me costó. Y no me fue mal. Estoy muy agradecida, porque buscaba una forma de vida y encontré una vocación y puedo vivir de ella.
-¿Por qué dejaste de cantar?
-Porque no tenía tiempo.
-Te absorbió la actriz...
-Tal cual. Hice varias novelas como protagonista y se grabábamos durante horas y horas. Y además estudiábamos mucho también porque antes los textos eran más largos, quizá había escenas de ocho páginas. Y como siempre fui miope, no podía leerlos y tenía que aprenderlos de memoria. Todos me decían que tenía buena memoria pero yo necesitaba hacerlo. Hice una novela con Alberto Argibay en la época de Malvinas y él tenía un hijo en el General Belgrano, que se salvó. El primer dolor de espaldas lo tuve en ese entonces, porque era muy estresante trabajar en ese momento en un medio de comunicación.
-Prácticamente no elegiste ser actriz sino que se dio sobre la marcha...
-Claro. Cuando empecé a trabajar me puse un límite: si a los 21 años no puedo medianamente vivir de mi trabajo, dejo.
-Un límite cortito...
-Quería vivir de mi trabajo y no que fuera un hobby, porque en ese entonces había muchos actores que tenían que hacer otra cosa para ganarse la vida. Y en casa éramos mi mamá y yo, porque mis padres se habían separado cuando tenía 10 años y mi hermano se había ido a Europa, en pos de su vocación. Yo descubrí la mía porque dejé que la vida decidiera. Hice Mini el ángel del barrio, la respuesta fue muy buena y entonces amplié mi límite dos años más.
-¿Cuál era el plan si eso fallaba?
-Iba a ser abogada. Siempre quise trabajar y se armó un lio grande en casa cuando lo dije. Iba al colegio y trabajaba porque quería mi independencia. No ganaba mucho pero era algo. Mi ambición era vivir de mi trabajo.
-La popularidad te llegó de la mano de las telenovelas, ¿cómo lo viviste?
-Me encasilló un poco porque no tenía tiempo para cantar, ni para hacer cine, aunque me llegaban ofertas. Pero también me trajo grandes satisfacciones. Hay una frase que no es mía y dice que “el actor es un eterno buscador de afecto”. Y es verdad.
-¿Para entonces ya estabas casada?
-Si, con Pedro Marban, que era periodista. Nos conocimos en una entrevista y nos enamoramos. Años después nos separamos, él se fue a vivir a Puerto Rico y yo tuve una relación de unos años. Nunca hablo de mi vida privada porque me parece que es lo correcto. Crecí pensando que lo privado es privado, aunque hoy en día lo privado es público pero ya estoy grande para cambiar. Después de las novelas hice muchas comedias con Darío Vittori por ejemplo, y con Gianni Lunadei y Juan Carlos Mesa en El gordo y el flaco. Recuerdo ese programa con mucho cariño; yo hacía la secretaria, la señorita Hileret, y una de las características era que cantaba “para adentro”, lo cual me pareció raro al principio pero luego lo incorporé hasta para mi vida diaria. Tuve la suerte de trabajar con grandes autores, como Alberto Migré, con quien aprendí a hacer radio también. Y con directores como José María Muscari en teatro, con La casa de Bernarda Alba, Casa Valentina y Derechas.
-¿Te diste todos los gustos?
-No, hay gustos que todavía no conozco (ríe con ganas). Me gusta mucho aprender y trabajo mucho con mis personajes, y con la ayuda de un psicólogo.
-¿Haces terapia?
-Sí. Antes pensaba que era una postura snob de los artistas hasta que comprendí que me venía bien y todo eso se traslada a la profesión, claro.
-¿Qué recuerdos tenés de tantos años de trabajo?
-Muchos, con Antonio Grimau hicimos Trampa para un soñador, que tuvo 315 capítulos y durante un tiempo se dio una vez por semana. Trabajamos en Paraguay, hicimos gira por los Estados Unidos. Yo insistí para hacer gira pero él decía que no porque la gente no tenía plata, hasta que lo convencí y en los teatros del Interior teníamos que salir por los techos de tanta gente que había. Nos ayudaba su representante, Pedro Rosón, que muchas veces viajaba con nosotros. También fui a un carnaval de los cubanos en Estados Unidos; quería ir para saber si era cierto que nos conocían y realmente fue impresionante, todos me saludaban. Hicimos teatro en Miami también y fue un hecho inusitado porque nos quedamos varios meses y era algo raro para una compañía extranjera. En El gordo y el flaco [Juan Carlos] Mesa y [Gianni] Lunadei eran muy delirantes y muy divertidos; capaz en el medio de la grabación se escuchaba que se caía una puerta y era una broma de Gianni.
-Muchas veces contaste que te gustan los perros, y ahora estás en una cruzada para que puedan viajar en avión en caniles al lado de sus dueños, ¿es así?
-Amo a los perros y toda la vida tuve. Nati Mistral me regaló uno cuando trabajamos juntas. Y tuve otros rescatados. Todos mis perros me interpretaron muy bien todo lo que les decía y hasta lo que pensaba. Antes no me atrevía a decirlo pero ahora sí. Ahora tengo una perra rescatada que se llama Juana. La encontré filmando una película de Alberto Lecchi, en el mercado central, con un problemita en una pata. La curé, la quise dar en adopción y afortunadamente nadie la quiso; fue una gran compañía durante la pandemia. En esa época también descubrí a unos vecinos muy solidarios y recuperé la costumbre de hablar por teléfono, porque el WhatsApp no es lo mismo. Y es verdad, estoy en una cruzada para que los perros puedan ir en el avión al lado de sus dueños, en el canil. Porque en las bodegas se estresan muchísimo. No son equipaje, son seres vivos y no podemos arriesgarnos a que mueran en una bodega. Los refugios en nuestro país ya no dan abasto, se necesitan veterinarios subsidiados por el gobierno. Está el hospital de la UBA y todos ayudamos como se puede, pero no se da abasto.
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