Habló con LA NACION y repasó los duros momentos que atravesó tras la muerte de la cantante, de su abuela y su hermana; además contó cómo logró sanar y pudo salir adelante
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Tenía 8 años e iba a un show en Entre Ríos junto a su mamá, su hermana y su abuela cuando el micro en el que viajaba chocó contra un camión y ellas tres murieron. Durante años negó el dolor, y se escondió hasta que pudo trascenderlo y renacer. Eso es lo que siente hoy Fabricio Cagnin, que se lanza como solista con el nombre de Chio, como lo llamaba su mamá, Gilda.
En una charla a corazón abierto con LA NACION, Chio cuenta cómo fue transitar ese dolor, qué sentía cuando escuchaba una canción de su mamá, qué hizo en los últimos 26 años y por qué decidió dedicarse a la música, pero no cantar cumbia. Primero editó su tema “Crují”, el 7 de septiembre, día del accidente, luego “Un guardián”, dedicado a su padre Raúl Cagnin, y el 11 de octubre salió el disco, Estamos vivos, para celebrar el cumpleaños de su madre. “Es un regarlo que le doy a ella. Con los años pude resignificar esas fechas que me provocaron mucho dolor y tomaron un valor hermoso”, cuenta Chio, que está en plena promoción del disco y va a presentarse por primera vez el 23 de noviembre en Rondeman Abasto, para luego salir de gira por la Costa Atlántica y el resto del país. “Me costó mucho llegar hasta acá y hoy lo celebro porque lo siento como un renacer. Es encontrarme con ese niño que dejé ahí, a los 8 años, porque nunca volví a ser el mismo”.
-¿Qué pasó después del accidente?
-Mis padres estaban separados, pero siempre se llevaron muy bien porque los dos priorizaron la familia. Me fui a Ciudadela a vivir con mi papá y mi abuelo Chochi y no volví a la casa de mi mamá, en Villa Devoto, por muchos años. Estábamos todos muy lastimados y yo no quería entrar a esa casa vacía. Mi abuelo paterno nos recibió como pudo, era un hombre de pocas palabras, duro. Yo le decía “te amo”, y él me respondía “bueno”, pero me mostraba amor a su manera, estando presente a pesar del dolor, igual que mi papá que sacó fuerzas de donde pudo y me contuvo. Me sostuvieron ellos y el barrio, jugaba con los chicos de la cuadra, los vecinos se sentaban en la vereda y todo eso contrastaba con el silencio que había en casa. En la calle encontraba cierta libertad, algo de escape porque estábamos los tres muy mal. Fue difícil. Éramos nosotros tres, no había más familia, pero había mucho amor.
-¿Eras consciente en ese momento de quién era tu mamá?
-Mi mamá empezó a crecer musicalmente y yo la acompañaba a todos lados. Mi abuela Tita era concertista de piano, mi mamá tocaba la guitarra, el piano, componía en casa, y yo la acompañaba a los shows, con mi hermana Mariel, que tenía 11 años. Me acuerdo que la veía en vivo en las bailantas y se me ponía la piel de gallina porque tenía una energía impresionante y la gente se desesperaba. Después del accidente todo se magnificó, sus canciones empezaron a sonar por todos lados, gustó más, la gente encontró mensajes en sus temas y ese crecimiento suyo hacía que yo me sintiera más chiquito. Estaba en la calle y quizá pasaba un auto en el que escuchaban la música de mi mamá, o en carnavales sonaban sus canciones y todo eso me traía mucho dolor. Lo mismo me pasaba en mi adolescencia cuando iba a bailar: ponían un tema de Gilda y yo me quería ir. Fue duro, pero no reniego porque es parte del aprendizaje y todo lo que vino después fue hermoso porque a los 18 años conocí a Brenda, mi compañera, y tenemos dos hijos, Delfina, de 9 años, y Lucía, de 4.
-¿Es verdad que a tu mujer le contaste mucho tiempo después quién eras?
-Es verdad. Yo no se lo contaba a nadie. En el colegio sabían porque me conocían todos y era inevitable. En el secundario me cambié de escuela con la ilusión de que nadie me conociera y resulta que había una vecina de Ciudadela y ya en el primer recreo lo sabían todos. Sentía esa mirada y la frase que me acompañó siempre: “Es el hijo de…”. Y con el tiempo supe habitar el dolor, abrazar mi historia y llegaron mis hijas que fueron una luz en el camino. Una sanación. De chico mi deseo fue formar una familia porque era una manera de sanar. Nunca más festejé mi cumpleaños hasta que nacieron mis hijas.
-Decís que volviste a la casa de tu mamá mucho tiempo después, ¿cuándo fue?
-Es la casa en la que vivo hoy con mi familia y está llena de luz, es muy diferente. Ahí mi mamá componía sus canciones, nací yo, mi hermana, crecimos. Y también ahí todo se apagó y renació. Es una vuelta a la vida.
-¿Alguna vez te preguntaste por qué vos no tuviste ni un rasguño (la cicatriz que tiene en la cara es de un año antes del accidente, por la mordedura de un perro)?
-Nunca me pregunté por qué a mí no me pasó nada, por qué yo sigo, jamás. Son preguntas que no me puedo responder y que no te llevan a ningún lado. Decidí abrazar mi historia, agradecer el paso de mi hermana, mi mamá y mi abuela porque en esos ocho años me dejaron mucho amor, me enseñaron un montón sobre la vida. Creo que hoy logré transformar ese dolor en esperanza, y pude resignificar desde el amor.
-¿Cómo fue tu vida en estos años, antes de decidir lanzarte como solista?
-Terminé el secundario, empecé a estudiar Derecho, pero mi papá tuvo un ACV, y lo acompañé. De él también aprendí un montón. Somos muy unidos y siempre digo que trascendimos el vínculo padre e hijo. Nos aferramos mutuamente y nos dimos fuerza para seguir. En 2013 me buscó Lorena Muñoz, la directora de la película Gilda. Yo siempre me había negado a aparecer en televisión y el nacimiento de mi hija hizo que me replanteara mostrarle hasta dónde había llegado su abuela y una película sería un buen homenaje. Conocí a Natalia Oreiro también, que se entregó completamente, y a partir de ahí me acerqué un poquito a este mundo.
-¿Pero ya cantabas?
-Sí, en bandas en las que ni siquiera sabían que era el hijo de Gilda y trabajaba con mi papá en su empresa de vinagres y aceites. Mi familia paterna siempre fue muy emprendedora: mi abuelo era escobero y mi papá se pasó al vinagre. Pero siempre tuve presente la música: mi abuela me enseñó a tocar el piano y con mi mamá aprendí los primeros acordes de guitarra. Después del accidente se apagó eso porque sentí que, un poco, la música era culpable de lo sucedido. Y me traía dolor. Pero estaba en mí porque en mi adolescencia no paraba de escribir, y a los 15 años volví a agarrar la guitarra. La música es una terapia para mí, nunca imaginé sacar un disco ni exponerme. Se fue dando. Yo negaba el dolor y avanzaba hasta que pude abrazarlo. La película fue un primer paso a que la gente que me conocía me preguntara por mi mamá, porque yo nunca hablaba. Mis hijas me dieron mucha fortaleza, en ellas encontré ese amor que había perdido, me liberé del juicio de la gente.
-Siempre hay comparaciones, ¿estás preparado?
-Entendí que no soy responsable de los pensamientos ajenos. Este disco es un regalo para mí y para mis hijas, es una enseñanza hermosa que les dejo porque son canciones que hablan de mi vida. El primer tema del disco es “Luces” y el último, “Estamos vivos”, que es el resultado de todo, es encontrar y abrazar la felicidad donde yo crea que está, transformar la realidad. “El guardián” habla de mi papá, del cuidado que tuvo conmigo, y “Crují” cuenta lo que sentí al despertarme después del accidente, y mi presente. Hay una frase que es “tomo tus manos y me echo a volar”, y me la dejó mi mamá, sin saberlo. Así que la inserté en el video y todo se dio naturalmente. Creo que ella me acompañó mucho en este proceso.
-¿Sentís, como la gente, que es una santa?
-No me hago cargo de eso, pero como hijo la siento presente, y también a mi hermana y a mi abuela. Siempre están conmigo. Mucha gente me contó historias hermosas que me llenan de amor y de luz, pero es de ellos, algo muy personal. Me costó mucho procesarlo y asimilarlo. Nunca necesité hacer terapia.
-¿Qué recuerdos tenés de ese 7 de septiembre de 1996?
-Me desperté y de repente todo lo que había visto antes de cerrar los ojos había desaparecido. No había nadie, era otra realidad, con olores diferentes, sonidos distintos. Murieron 7 personas en total y no fui el único que sobrevivió, también dos músicos y el sonidista. Volví a verlos en un asado en la casa de la directora de la película y me costó muchísimo porque fue enfrentarme a todo eso que había dejado atrás.
-¿Por qué elegiste llamarte Chio?
-Porque mi mamá me llamaba “Fabrichio” y me vino eso a la cabeza. De alguna manera, acepté mi realidad y todo se transformó para bien, porque esa manera que tenía mi mamá de llamarme, hoy me acompaña en este renacer y me reencuentra conmigo. Aceptar mi historia es encontrar a ese nene que dejé a los 8 años. Hoy tengo que celebrar la vida.
-Hacés pop rock y no cumbia, como tu mamá, ¿por qué?
-Amo la cumbia, cuarteto, salsa, merengue. Yo tenía un mensaje para dar que no entraba en la cumbia, creo. Lo último que me dejó mi mamá para escuchar fue Mecano. Siempre que escucho esa banda española me acuerdo de ella y después del accidente encontré en la casa de mi abuelo un casete de Tanguito y ahí empecé con el rock, Charly García, Nito Mestre. Hoy escucho todo. Mi disco es rock-pop pero no me cierro a ningún género.
-¿Qué les decís a tus hijas de su abuela?
-Desde que nacieron les muestro las fotos que tengo en mi ropero y les hablo de su abuela, su bisabuela, su tía. Todos los días están presentes, de otra manera. Es un renacer y por eso la tapa del disco es un águila que tiene una historia muy linda porque cuando cumplen 40 años se les rompe el pico y no pueden sacarse las plumas ni cortarse las garras ni volar bien. Entonces se van a una montaña, rompen el pico contra la piedra, y enfrentan a ese dolor porque saben que si hacen eso van a renacer, porque les vuelve a crecer el pico. Me siento identificado porque hay que enfrentar los dolores, habitarlos y abrazarlos. Estoy agradecido por lo que me pasó, y estoy acá por eso. Mi mamá, mi hermana y mi abuela me dieron amor y me dejaron muchas enseñanzas, por eso las celebro constantemente.
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