Carmen Miranda: el drama de sobrevivir con alcohol, pastillas y electroshock
Lo tuvo todo y nada. Su destino trágico oscureció un camino de consagración. Drogas y problemas psiquiátricos minaron su vida hasta apagarla por completo. La algarabía de sus presentaciones en escena se contraponía a la penumbra de sus días. Hace 112 años nacía, en Portugal, Carmen Miranda, uno de los mayores símbolos del espectáculo popular brasileño. La mujer que obtuvo la consagración con simpatía, cuerpo tallado y movimientos sensuales, las herramientas que ella sentía que se habían convertido en un ancla para su proyección con otros matices.
El 9 de febrero de 1909, José María Pinto da Cunha y María Emilia Miranda apuraron el desayuno ante los primeros indicios del parto que se avecinaba. Con cierta precariedad, ese mismo día nacía la pequeña María do Carmo Miranda da Cunha, la beba con destino de trascendencia que el mundo aplaudió con el sintético e inapelable Carmen Miranda, la mujer que cantó samba como nadie. La bomba sensual que conquistó Estados Unidos y se convirtió en la estrella mejor paga del planeta. Fue mucho más que la simpática cantante que seducía con voz inmaculada, vestidos colorinche, collares bijoux ampulosos y frutas en la cabeza.
“Me gusta mucho el aplauso de una audiencia, sea lo que sea. Me gustan todos y me encantan las reuniones festivas. Vivo con alegría“. Aquella frase dicha cuando gozaba de sus primeros éxitos poco tenía que ver con lo que sintió en su joven madurez. Fue la estrella que hasta desoyó un consejo de Carlos Gardel, otro forastero aclamado en Norteamérica. Fue la mujer que tenía el mundo rendido a sus pies con aquel “mamãe eu quero, mamãe eu quero”.
Crónica de un final
Las historias pueden explicarse por cómo terminan. Así en el cine, como en la vida. La de Carmen Miranda no es la excepción. Su final trunco, a sus 46 años, resume el sentimiento de una mujer que no supo, no pudo, con ella misma y con lo que generó.
Desparramaba alegría grandilocuente y exagerada. Gestos desbordados, como si una lupa se posara sobre ella y potenciara por mil cada morisqueta. Sin embargo, llegados los 40, en tiempos donde no se hablaba de la tilinga crisis impuesta de esa edad, ella sintió el vacío, lo incompleto del encasillamiento. Cuando tocó tierra gringa, intuyó tocar el cielo con las manos, pero ya se lo había dicho Carlos Gardel: “Te compran y te estacan”. Así fue. Cuando Miranda llegó a Estados Unidos, era una estrella inconmensurable en buena parte del continente, por no hablar de totalidades. Vendía millones de discos en Brasil, donde era la figura mejor paga de su tiempo. Rápidamente se hizo millonaria. Y no siempre supo qué hacer con eso. Riesgoso el éxito prematuro. A los 21, grabó “Tái” y el mundo carioca se rindió a sus pies.
Volvamos al final. Como le sucede a más de una figura, el amor no se le dio fácil. Cuando se enamoraba, ellos daban un paso al costado. Encumbrada, se había mudado a Beverly Hills, recuperando el camino nómade de sus padres que la habían llevado a Brasil siendo una beba de pocos meses. En el refugio de las celebridades más encumbradas y distantes, se compró una mansión que compartía con su madre y su hermana, quien también cantaba, pero largó todo para abocarse a la vida familiar.
La vida en los Estados Unidos no le resultó grata. A poco de llegar encontró que nunca podría salir de ese personaje que los norteamericanos se encargaron de estereotipar. No podía faltar una sola fruta en el turbante ni el escote a la altura de la panza. Pero Carmen quería otra cosa. No renegaba de aquello que era, en definitiva, su arte, su sello, pero encontraba cierta subestimación en la tierra foránea.
Con todo, no dejaba de presentarse en vivo, de filmar en la industria más poderosa del mundo y de entablar amistades con celebridades de la talla de Groucho Marx y Ava Gardner. Tal era su vínculo con los monstruos de Hollywood y tal su cuenta bancaria, que no se privó de montar una petrolera con John Wayne y Clark Gable. El negocio no salió bien. La diva perdió plata, como le sucedió tantas veces en su vida. Nunca supo bien qué hacer con su fortuna.
Encasillamiento, negocios fallidos, soledad. La tristeza comenzó a calar hondo. Paradoja absoluta en una mujer que desparramaba alegría, la que convertía cada show en una fiesta. La depresión fue el paso siguiente. Fue el modo que encontró a pesar de tenerlo todo. Miranda fue de las figuras que jamás fracasó, aunque ese éxito no la terminaba de completar. A eso se sumaba el desengaño con los hombres que la veían inalcanzable o no quería jugar en un segundo lugar ante lo poderoso de su imagen.
El amor que no la contuvo
Las desventuras afectivas parecieron encontrar un final cuando en su vida se cruzó David Alfred Sebastian, director de Columbia. En aquel rodaje de Copacabana, él la flechó para no soltarla. Se casaron el 17 de marzo de 1947 en una ceremonia demasiado austera. No fue la mejor decisión, no lo hizo en el mejor momento.
A esa altura de su vida, la mujer que danzaba en escena al modo de una scola virtuosa ya estaba sumergida en el consumo de barbitúricos y anfetaminas, cóctel a todas luces funesto. La sumatoria del alcohol terminó por minar su salud física y mental.
Al año de la boda, Carmen quedó embarazada, pero, hospedada en Nueva York, se sintió mal, anticipo de un aborto espontáneo. Su cuerpo, diezmado por las pastillas, no pudo contemplar la maternidad. Tiempo atrás, antes de casarse, había experimentado otra interrupción de un embarazo, pero aquella vez fue de manera voluntaria, debido a que la industria del espectáculo de ese tiempo no contemplaba a una mujer soltera que haya escalonado el rango estelar de ella. Su deseo de maternar se frustró una y otra vez.
Buscaba en la perfección física, que todos elogiaban, cierto consuelo a otras penas. Descontenta con su nariz, más de una vez se sometió a cirugías estéticas, no siempre con los mejores resultados. La última vez que pasó por el quirófano, casi muere en una complicación inesperada en un cuerpo flagelado que no respondía.
Curiosa paradoja la de la carioca. Era ovacionada por fanáticos que compraban sus discos por millones, agotaban los tickets de sus shows en vivo y convertían en sucesos sus películas. Su cuenta bancaria explotaba de tantos ceros, pero no le alcanzaba para ser feliz. Buscaba otra cosa. Su matrimonio se había convertido en una farsa y Estados Unidos seguía encasillándola en ese rol de la carioca chispeante. Nunca se arrepintió de ser esa mujer embajadora del arte de Brasil, pero quería más. Sentía que el tiempo pasaba y no podía demostrar otros dones. Para colmo, su marido, cuando ofició de representante, le hizo perder fortunas. Carmen ya estaba acostumbrada. Sebastian compraba a su nombre, pagaba con el dinero de ella y llevaba una vida de príncipe gracias a las regalías de temas como aquel famosísimo “Chica Chica Boom Chic”.
A pesar de sus sentimientos más profundos, Estados Unidos le rendía pleitesía. Conoció al presidente Franklin Roosevelt y Disney la homenajeó con la creación de José Carioca, un loro con sombrero a lo Miranda. Tenía lo que cualquier figura anhelaba. Sin embargo, nada de eso la saciaba.
Lo que siguió fue atroz. Con una depresión paralizante, intentó uno y mil caminos. Escuchaba poco y no aceptaba consejos. Hasta que, asesorada por médicos, transitó un camino de sanación no menos riesgoso que la sobredosis de pastillas: recibió sesiones de electroshock que buscaban encausar una menta quemada. En ese período, pasó varias semanas sin memoria y perdida.
El final
Aunque frente al público demostraba su impronta de siempre, en la intimida era otra mujer. Cuando sintió que ya todo se derrumbaba, tomó la decisión, impulsada por su marido, de regresar a Río de Janeiro. Volvía luego de 16 años a un país que le reclamaba la partida y la juzgaba. Sus compatriotas sentían que los habían traicionado. Fue un acierto, estar en Brasil la ayudó. Normalizó, si es que cabe el término, en algo su vida. Duró poco. Cuando regresó a los Estados Unidos, volvió a sus andadas.
Marlene Dietrich la sostuvo para no quedar en evidencia en público y también un joven Vinicius de Moraes, cónsul en Los Ángeles, la ayudó a no sucumbir. Con todo, la suerte de Carmen Miranda parecía no tener buen final. Se olvidaba las canciones y luego de estar en televisión, podía quedarse hipnotizada mirando las paredes y sin decir palabra. Cuando estaba en su casa, no paraba de llorar.
En abril de 1955 se presentó en El show de Jimmy Durante, fue su última actuación en televisión. Luego de enfrentar las cámaras sufrió un desmayo. Ya su cuerpo, ni su mente, le respondían para estar en público. Atrás habían quedado tanques de una época de oro de la pantalla grande como The Gang’s All Here, That Night in Rio y A La Habana me voy.
Una noche, organizó una fiesta en su mansión. Camuflajes para espantar el dolor. Tomó a más no poder, pero jamás se emborrachaba. Bailó con todos, menos con su esposo, de quien no se había separado por razones religiosas. El alcohol le servía para escaparse de todo su padecimiento, de la infelicidad de su matrimonio y de una carrera que le había dado todo y más, pero que ella sentía incompleta.
Cuando los invitados se fueron, Carmen subió a su suite. En el baño, con un espejo en su mano, mientras se sacaba el maquillaje, su corazón dijo basta. Un infarto fulminante pudo con su vida.
En un cajón de bronce, su cuerpo regresó a Brasil. Los funerales fueron acompañados por una multitud. Se decretó duelo nacional ante la partida del ícono patrio que recorrió el mundo con esa música festiva que identifica a los cariocas. En la Argentina también se lloró su partida. Había estado en el país en ocho oportunidades, dejando una huella indeleble. “Su personalidad era muy fuerte, pero no temperamental. Extremadamente sociable, siempre contaba sus historias y actuaba al mismo tiempo. Todo fue muy espontáneo”, declaró su marido luego del funeral.
Fue la primera latina en tener una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood y la primera mujer en firmar un contrato millonario en la radio de Brasil. Récords que no le sirvieron para calmar su alma penitente. Hoy, cuando se cumplen los 112 años de su nacimiento, su legado sigue incólume. No tuvo reemplazo. Lo auténtico de su arte la convirtieron en un mito irreemplazable.
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