Hace 113 años nacía la gran villana del cine que padeció los infortunios de una vida amorosa fallida
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No contaba con los arbitrarios estándares estéticos que se pretendían para una celebridad de su época y se dudaba de sus recursos actorales. Sin embargo, a poco de iniciar su carrera, Bette Davis descolló y ascendió con celeridad los escalones del escalafón estelar. Tenía todo para perder, pero triunfó.
Hoy cumpliría 113 años la estrella de Hollywood y la mujer que sufrió todos los embates de ese amor de ribetes patológicos. Estallada en sus afectos, la actriz que se llevaba todo por delante en el set y cuyos personajes solían tener ribetes despóticos, en su vida personal padecía la sumisión, el abandono y el maltrato físico de varias de sus numerosas parejas. La malquerida más famosa cuyas desgracias personales solían generar la mofa de sus enemigas acérrimas. Más de una vez Joan Crawford le espetó que había nacido para vivir sola. Sin embargo, Davis se enamoró y forjó su vida personal a los tumbos, como pudo.
“Ven a dormir conmigo: no haremos el amor, él nos lo hará” (Julio Cortázar)
Anhelos
Ruth Elizabeth Davis nació en Massachusetts, el 5 de abril de 1908. En su infancia, su familia y amigos la llamaban Betty, apodo que ella detestaba. Solo tuvo una hermana, con quien compartió los momentos más oscuros de su infancia: la internación en un hospicio cuando sus padres se separaron. El recuerdo de aquellos tiempos atormentaba a la pequeña Betty, quien, en su desconsuelo, no solo no podía entender que sus progenitores no estuviesen juntos, sino que hubieran tenido la osadía de dejarlas en ese lugar de pasillos interminables, paredes grisáceas y un frío que calaba los huesos. Recién cuando Betty cumplió 12 años, su madre pudo rehacer su vida, trasladándose a Nueva York para trabajar como fotógrafa retratista y llevándose a sus hijas para vivir con ella. La nueva vida de la mujer no pudo apartarla del alcoholismo ante la mirada resignada de las adolescentes.
Los domingos, las hijas con su progenitora solían pasear por el centro neoyorquino. La escueta economía familiar hacía que la salida se convirtiese en un acontecimiento austero. A pesar de los cinturones ajustados, Betty se las ingeniaba para poder ver cine con sus amigas. Aquel era el pasatiempo preferido de su adolescencia. Ni bien se instaló en Nueva York, fue espectadora de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y de Little Lord Fauntleroy, protagonizadas por Rodolfo Valentino y Mary Pickford. Aquellas experiencias iniciáticas le hicieron estallar la cabeza y despertar su vocación artística. Nunca hubo marcha atrás. Betty quería ser actriz, triunfar en esa ciudad que ahora la cobijaba y convertirse en la versión femenina del apuesto Valentino o en una estrella como la Pickford.
Su madre la apoyó. Veía con buenos ojos la vocación de su hija. No es para menos, vislumbraba que, éxito mediante, podía vivir cómodamente de los dividendos de la fama. Con su hermana no le fue mejor: Betty se encargó de sostener los tratamientos psiquiátricos de esa chica que la celaba y que jamás encontró el equilibrio emocional. Todo lo contrario, luego de cada internación, salía peor. Antes que los maridos hicieran de las suyas, que le arruinaran la vida y hasta la maltrataran físicamente, Betty debió vérselas con las de su sangre, ese tormento del que jamás pudo escapar. Más tarde, tampoco pudo evadirse de los desencuentros del amor.
¿Podría haber sido feliz esta mujer condenada a que no la amen? Se dijo que su archienemiga Crawford gozaba con sus desventuras maritales y que hasta se burlaba de la familia que le había tocado en suerte a su compañera de rubro. Era cierto. Tanto como que, alguna vez, en un acto de humanidad y ante el suplicio de Betty, Joan le dijo que tirara todo por la borda. Ese “todo” era madre, hermana, maridos, amantes. No lo hizo. Era de las que prefieren ser padecientes, una sufriente eterna.
A pesar del maltrato doméstico, se había propuesto triunfar. Si aquellas películas de la adolescencia le habían volado la cabeza, no fue menos el impacto que le causó la actriz Peg Entwistle en su rol teatral en El pato salvaje de Henrik Ibsen. Ante el magnífico trabajo, Betty no pudo detener sus ansias de convertirse en estrella. El primer paso fueron pequeños papeles, en pequeñas obras de no menos pequeños teatros de Broadway. Y allí detrás estaba su madre. También su hermana. Ambas con ansias que Betty triunfe y poder salir de las penurias económicas a las que parecían estar condenadas.
En 1931 ya había mutado el Betty por Bette, cuando pisó por primera vez un set. La hermana mala, película de ese año, fue la que le abrió las puertas a las galerías cinematográficas de Hollywood. Había sido aceptada en los estudios Universal, luego de un furibundo desplante de Samuel Goldwyn. Luego firmaría contratos con Universal y Columbia, pero sería Warner Brothers, la compañía que la retendría casi dos décadas.
Rápidamente, Bette iba ganando fama y prestigio, sin embargo, no siempre fue la celebridad mejor paga de su época. Nunca se manejó bien con el dinero. El sino trágico del amor, también la acompañó en sus alicaídos bolsillos.
Davis generaba atractivo en los productores. No solo por sus dotes convincentes, sino también por esos rasgos tan personales: ojos saltones, su sello, y una piel blanca que parecía resquebrajarse a cada momento. Aquella característica cutánea tenía una razón: de chica se había prendido fuego con las velas de un árbol navideño. Acaso era eso lo que le permitía interpretar a las malas más malas del cine. Con belleza personal se oponía a los dictatoriales mandatos de su tiempo.
Primeros amores
En 1932, Davis se casó con Harmon Nelson, quien ganaba menos dinero que ella, que comenzaba a descollar en la industria. Este era un tema recurrente en la pareja, que provocaba las peores discusiones. Varios abortos espontáneos fueron la consecuencia de los infortunios emocionales que padeció en esos años de lucha y destrato de parte de su marido.
En 1934, Davis protagonizaría Cautivo del deseo, el film que le otorgó las primeras críticas elogiosas de su carrera. El crítico de Life dijo: “Probablemente la mejor actuación jamás registrada en la pantalla por una actriz estadounidense”. Sin embargo, la vida de Bette se había convertido en un tormento. Su pareja no funcionaba, su madre buscaba vorazmente sacar tajada de sus cachets y su hermana se sumía en una profunda crisis psiquiátrica.
En 1936 ganaría su primer Oscar por la película Peligrosa y, pocos años después, su segunda estatuilla por Jezabel. Fueron los dos únicos premios que recibió de parte de la Academia, a muchas veces injusta en sus veredictos. Las diez nominaciones que recibió, no lograron consolarla cada vez que el reconocimiento se le escurría de las manos. En aquellos años, huyó a Canadá para escapar de las demandas legales de la Warner. El litigio comenzó cuando la actriz decidió aceptar rodar en Londres, porque Davis consideraba que aquellos eran papeles más acordes a su status. La Justicia falló en contra de ella.
“El matrimonio es una costumbre a ultranza” (Honoré de Balzac)
Marido con nombre de premio
La segunda pareja de Davis se llamaba Oscar, razón por la cual ella sostuvo, toda su vida, que había bautizado así a la famosa estatuilla de la Academia porque tenía rasgos parecidos a los de su esposo, sobre todo tenía muy similar el trasero. La historia es uno de los grandes mitos de la industria del entretenimiento.
Pero aquella película Jezabel no solo le permitió ganar el Oscar, sino iniciar una relación con el director William Wyler, con quien también protagonizaría La loba y La carta, ésta última toda una alegoría a un hecho que marcó el fin de la relación con Wyler, debido a un error insalvable de la actriz. Bette había concluido su relación anterior cuando Wyler le envió una misiva pidiéndole casamiento. En ese momento, la pareja había discutido y se encontraba en esas horas de distanciamiento sin miras de reconciliación. Al recibir la carta, la actriz, orgullosa y presa de la ira por las discusiones con el director, no abrió la correspondencia. Cuando lo hizo, el director ya estaba por casarse con otra. Davis lloró desconsolada, quería dejarlo todo, incluida su carrera. Otra vez el desamor, el infortunio de no poder alcanzar la felicidad. La atormentaba la separación con Wyler, y el error insalvable que la llevó al fracaso. Además del vínculo personal, había sido él quien había podido pulir sus dotes actorales, apartarla de la sobreactuación y convertirla en una actriz con mayores matices. Su madre, una vez más, le impidió que deje su carrera, pensando en ella antes que en su hija. La actriz ya era una celebridad y, ahora sí, la estrella mejor paga de su compañía.
Con el ataque a Pearl Harbor, Bette se comprometió vendiendo rifas y recaudando fortunas para la causa y hasta abrió una cantina para militares. En 1942 rodó La extraña pasajera, una de las mejores películas de la historia del cine. Davis ya era, no solo la mejor paga, sino la mala oficial más querida por el público.
En este tiempo, la actriz estaba enlazada con Arthur Farnsworth, pareja con la que terminaría en 1943, debido al fallecimiento de él. Esta vez, no se trató de una nueva saga de la malquerida, sino del infortunio del destino. A pesar que la relación no marchaba sobre rosas, algo habitual en la vida afectiva de Bette, lo cierto es que la actriz sufrió mucho por la muerte de Arthur, quien se desvaneció caminando por Hollywood y murió dos días después. Los estudios posteriores dieron cuenta de una fractura de cráneo producida tiempo atrás como la causa del deceso. Bette quedó devastada, pero, luego de una semana de luto, volvió al rodaje de El señor Skeffington, por el que recibió otra nominación de la Academia. Sus compañeros de trabajo y el director padecieron el mal estado anímico de la actriz.
Un año después, en 1945, contrajo enlace con William Grant Sherry. El matrimonio duró cinco años, con sospechas de infidelidad de parte de ambos. Él era un artista plástico muy apuesto que despertaba amoríos por todos lados. Esto lo padeció Bette, quien no podía despejar su mente de las posibles infidelidades de su esposo. Bárbara, primera hija de ella, fue el fruto de ese vínculo tormentoso. La razón por la cual Bette se enamoró de William fue que él le confesó que no sabía quién era. Ella lo conoció cuando lo contrató como masajista, la otra actividad del pintor. Todo se hizo trizas cuando ella sospechó que él se había ido con la niñera de su hija.
Al convertirse en madre, otra vez pensó en abandonar la carrera, pero su matrimonio iba tan mal, se sentía tan poco contenida, que decidió seguir en los suyo. De todos modos, de a poco, Davis comenzaba a descender en su rango estelar, ya debilitado. A su archienemiga Joan Crawford le iba mucho mejor y esto generaba la ira de Bette, quien pasaba largas horas encerrada llorando y gritando desconsolada ante la imposibilidad de hacerle sombra a esa mujer que siempre habló muy mal de ella.
Bette al desnudo
En 1950, Davis comenzaba a dar algunos manotazos de ahogada. Sin embargo, el destino jugó a su favor y llegó a sus manos el guion de La malvada, producción en la que compartiría cartel con Gary Merrill. Justamente, fue Gary su cuarto marido formal. Siempre dispuesta a que el amor le diera revancha, otra vez apostaba por una relación. Esta vez, la cosa duró una década y tuvo el amoroso fruto de la descendencia.
El rol en La malvada le valió otra nominación al Oscar y premios en Cannes. La crítica volvió a confiar en ella y su status parecía reacomodarse. En aquel 1950, a comienzos de julio se divorciaría de William Sherry y veinte días después se casaría con Merrill. Nadie puede negar que siempre se ilusionó y apostó por la familia. El nuevo esposo adoptó a la hija de Davis (con el consentimiento de su ex) y juntos adoptaron a una niña a la que llamaron Margot y a un niño al que inscribieron como Michael.
Sin embargo, los hijos no lograron que la paz reinase en el hogar. Las discusiones de la pareja eran furibundas, al punto tal que llegaban a la violencia física. El alcoholismo había sumido a los cónyuges en seres desconocidos, minados por el odio y el resentimiento. Con todo, la actriz aguantó bastante, recién una década después pidió el divorcio. Al año de separarse, murió su madre, quien siempre aprovechó y lucró con la fama de su hija. Esa mujer que jamás le dio el amor que aquella pequeña Betty y la adulta Bette le reclamaban. Davis fue una malquerida en todos los órdenes de su vida, incluido en aquel lazo con su progenitora que fue un verdadero calvario que la atravesó de por vida.
Triste, solitario, final
En 1962, Bette Davis aceptó filmar ¿Qué fue de Baby Jane?, aquella increíble historia de dos hermanas en la que compartió cartel con su enemiga Joan Crawford. La filmación estuvo sembrada de zancadillas de uno y otro lado. Hoy, el film es un clásico revisitado. Acaso fue el último trabajo que recuperó a Bette a las primeras planas. Siguió trabajando, pero nunca volvió a tener el prestigio de antaño.
Sufrió cáncer de mama y padeció un accidente cerebral que le inmovilizó parte del cuerpo. En 1987, fue recibida por el presidente norteamericano Ronald Reagan, en aquella infrecuente aparición pública ya se la veía decaída, pero vestida con todos los honores. Dos años después, el 6 de octubre de 1989, fallecería en Francia.
Había partido una actriz inmensa que le dio carnadura profunda y credibilidad a sus villanas, gracias a sus dotes para la composición y a esos ojos saltones que hacían la diferencia estética. Indudablemente, su mirada fue un gran instrumento a su favor. Ya no estaba la estrella de Amarga victoria, Donde el círculo termina o Canción de cuna para un cadáver.
Se había ido la Davis. Había muerto una estrella, ya en decadencia, que jamás había podido disfrutar del amor sin el miedo a la infidelidad. Acaso porque a ella se le atribuyeron más de un amorío con algún compañero de elenco, con más de un director y con los magnates de los estudios. Sin embargo, ella calló, hizo de la discreción un estilo de vida que le permitió hacer lo que quiso. Aunque, claro, no pudo evitar sufrir con esos hombres que la amaron y la maltrataron por igual. El sino trágico de sentirse una malquerida la acompañó hasta su último suspiro.
Aquel 6 de octubre de 1989, nadie pudo decir otra cosa más que se había muerto una buena mujer, aunque, ante la muerte de Joan Crawford, se dijo que habría reflexionado: “De los muertos no se habla mal. ¿Murió? Qué bien”. El odio visceral hacia ella la acompañó hasta el final, como el encono hacia esos hombres que nunca la hicieron feliz. Mirada torva, ojos saltones. Tenía todo para perder, pero la malquerida triunfó.
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