Audrey Hepburn, una diva triste que ni el amor pudo consolar
Tras una infancia atravesada por la guerra, supo escalar hasta lo más alto y dejar su huella en Hollywood, pero nunca logró ser realmente feliz
El guionista Robert Anderson, con el que mantuvo un romance, declaró que “era hermosa, triste y romántica”. Henry Rogers, publicista y gran amigo de la actriz dijo sobre ella: “Raras veces la vi feliz”. Todos coinciden: la vida de Audrey Hepburn estuvo invadida por la tristeza. Incluso en sus picos de mayor éxito, nunca logró ser plenamente feliz.
De la nada creó un imperio, su imagen recorrió el mundo, fue multipremiada (ganó todos los premios, incluido un Oscar) y fue tapa de más de 600 revistas a lo largo de su vida. Lo que tocaba lo convertía en oro. Amada por hombres y mujeres, aún hoy a 24 años de su muerte, sigue vigente: en todo el mundo imitan su look y su característico flequillo. Podrán imitarla, igualarla jamás.
El infierno, desde adentro
Nacida el 4 de mayo de 1929 en Bruselas, fue bautizada como Audrey Kathleen Hepburn Ruston. Descendiente de una familia de la aristocracia holandesa, los Van Heemstra. Su abuelo era un barón; su padre fue un banquero inglés llamado Joseph Víctor Henry Ruston y su madre una aristócrata que cantaba ópera. Para ambos era su segundo matrimonio y no les duró mucho. A los 7 años de Audrey, todo cambió, sus padres se divorciaron y, luego, su papá la abandonó.
Esta partida obligó a madre e hija a cambiar de vida: se fueron a vivir a Holanda a la casa de la abuela materna. Al estallar la Segunda Guerra Mundial las cosas comenzaron a complicarse. No sólo le tocó presenciar con sus propios ojos cómo mataban a su abuelo y su tío, sino que también conoció en primera persona la pobreza: las cuentas bancarias de la familia fueron confiscadas y sin dinero ni alimentos, pasaron a vivir en la indigencia. Pero su madre tenía un temor extra, que le quiten a su hija, ya que aunque había nacido en suelo belga era inglesa, tenía pasaporte de ese país y sólo hablaba inglés, todos motivos para ser deportada. Entonces, inventaron una nueva identidad para ella y trazaron un plan: se llamaría Edda Van Heemstra, ya no podría hablar en inglés ni hacer referencia a su pasado. Así vivió los ocho años que fue al colegio en Holanda.
Aunque la desnutrición avanzaba y la fragilidad de su cuerpo le ponía trabas, amaba bailar danza clásica y había conseguido que una maestra de la zona le dé clases gratuitas. Cada día repasaba por horas los movimientos, era aplicada y tenaz, tenía muchas condiciones y durante bastante tiempo colaboró con la economía familiar bailando en casas particulares. “Mi madre llegó a comer galletas de perro por el hambre que tenía”, contaría su hijo en una biografía sobre su vida.
El 4 de mayo de 1945, puertas adentro de esa humilde casa, se festejaban sus 16 años. La mesa estaba vacía y no tenían dinero ni siquiera para una pequeña celebración. Pero el mejor regalo estaba en la calle. Perturbada por la tristeza, Audrey escuchó ruidos y corrió hacia una ventana: eran soldados ingleses, la guerra había terminado. Miles de familias se animaron a abrir las puertas de sus casas, se abrazaban y lloraban de felicidad pues habían recuperado la libertad después de tantos años. Su familia se plegó a los festejos y ella se acercó a los soldados que fumaban y comían chocolate. Les pidió si le convidaban y ahí probó por primera vez sus dos debilidades: cigarrillos y chocolate. Más tarde, llegó un grupo de Naciones Unidas con mantas y comida y ella ayudó a repartir los víveres.
Junto a su madre, consiguieron una radio y por la noche escucharon a la reina Guillermina pidiendo voluntarios para atender a los holandeses heridos. Horas después, se mudaban a un hospital para colaborar en todo tipo de tareas. Durante ese tiempo, Audrey forjó su espíritu solidario que lo desarrolló hasta el final de su vida.
Bailar para reconstruir
Su insistencia en ser bailarina convenció a su madre y se mudaron a Londres para que pudiera tomar clases con una profesora, que al verla bailar y al conocer su situación económica, decidió becarla y darle alojamiento. Su madre, que se negaba a volverse y dejarla sola, consiguió trabajo de portera en un edificio.
Audrey ni siquiera se animaba a soñar con ser una bailarina distinguida, sólo quería seguir danzando, pero recibió otro golpe más en su vida: como consecuencia de años de hambre, no podía controlarse al comer y la dejaron afuera de la compañía de ballet. Sabía que no era por su desempeño y pidió una explicación: “Por gorda”, le contestó su maestra. Frustrada una vez más, dejó de comer y aceptó bailar en un teatro de variedades. Luego, tomó algunos trabajos como modelo para subsistir.
Como la plata seguía sin alcanzarle, buscó trabajo como portera al igual que su madre, pero duró poco: una tarde mientras sacaba la basura, la descubrió un fotógrafo que le ofreció trabajar con él. A los pocos meses, era portada de varias revistas. Eso le abrió algunas puertas y le ofrecieron pequeños papeles en varias películas. Mientras rodaba una escena frente al Casino de Montecarlo, una señora quedó impactada por su belleza, era escritora y le ofreció hacer una obra de teatro. A los pocos días, de extra pasó a protagonizar Gigi en Broadway, con tanta suerte que entre el público estaban los productores de la próxima película de Gregory Peck, que por contrato debía elegir a su coprotagonista.
Por el papel, Audrey cobró un salario mayor al que recibían actrices consagradas como Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, pero la sorpresa se la llevaría cuando Peck, luego de ver la película por primera vez en una función privada, quiso hacer un solo cambio: ya no quería encabezar sólo, quería que pongan el nombre de Audrey a su lado. Y no se equivocaba, a los 22 años, ella recibía un Oscar por La princesa que quería vivir. Y tres noches después, recibía el premio Tony a la mejor actriz de teatro por Gigi. Emocionada y sorprendida dijo: “Es como cuando alguien te regala una prenda que te queda grande y tenés que esperar a crecer para llevarla bien”.
A partir de ese momento, fue tocada con la varita mágica y su carrera jamás decayó. Se inició así un maravilloso período en que comenzó a rodar sin parar películas imposibles de olvidar: Desayuno en Tiffany's, Sola en la oscuridad, Historia de una monja y Sabrina.
Corazón espinado
En 1954, conoció en Hollywood a un actor en la cima: Mel Ferrer, doce años mayor que ella y casado. Ferrer se divorció de su esposa inmediatamente y el 25 de septiembre del mismo año se casó con Audrey. Meses después nació su hijo, Sean.
Aunque se prolongó durante más de diez años, el matrimonio se fisuró tras la pérdida de varios embarazos y, en noviembre de 1968, se divorciaron. Dos meses después, la actriz se volvió a casar, esta vez con un psiquiatra italiano, Andrea Dotti, del cual nacería su hijo Luca Andrea, el 8 de febrero de 1970. Durante varios años dejó su carrera en pausa para cuidar a sus hijos, hasta que las infidelidades invadieron su vida y se divorció una vez más. “Fue una madre maravillosa”, recuerda Sean en un libro de memorias sobre la diva.
Aún no estaba dicha la última palabra en el amor y una visita a un set la hizo volver a confiar en el corazón. "Él me hizo vivir de nuevo, darme cuenta de que no todo se había terminado para mí", dijo ella sobre el actor holandés Bob Wolders, su único fiel amor.
Por los más necesitados
Audrey finalmente encontró su camino ayudando a los niños más necesitados, para evitar que la tristeza marcara sus vidas como lo había hecho con ella. “Sé perfectamente lo que Unicef puede significar para los niños, porque yo estuve entre los que recibieron alimentos y ayuda médica de emergencia al final de la Segunda Guerra Mundial”, dijo en su discurso, cuando la nombraron Embajadora de Buena Voluntad, en 1989.
En diciembre de 1992, Hepburn recibió la principal condecoración civil de los Estados Unidos, la Medalla de la Libertad. Ese mismo año, enferma ya de cáncer, puso en peligro su vida y viajó a Somalia, Kenya y El Salvador como una voluntaria más.
Murió a los 63 años, en Suiza. Días después, le otorgaron un premio humanitario póstumo que recibió uno de sus hijos. El ciclo de la vida estaba cerrado.
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