A casi dos décadas de su muerte, la actriz de La princesa que quería vivir y Desayuno en Tiffany´s sigue impactando con su estilo, elegancia e historia
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Ocurre algo singular cuando uno comienza a escuchar el álbum de la banda de sonido de Desayuno en Tifanny’s, la película ícono de Audrey Hepburn. La música, antes de sonar deliberadamente jazzy, groovy y cool, se parece sugestivamente a los sonidos de un spaghetti western, como si su compositor, Henry Mancini, hubiese decidido homenajear a su admirado Ennio Morricone con una melodía de desierto, aire caliente y viento en la cara…
Sin embargo, Audrey Hepburn, de quien se cumplen hoy 19 años de su partida, no era ninguna tigresa del viejo oeste o far west. Nada que ver con una fiera salvaje a lo Uma Thurman, tal cual recreó el género Quentin Tarantino. Ni venganzas ni duelos a muerte.
Audrey Hepburn, actriz y eventualmente muy buena cantante, dueña de una belleza singular y felina, tuvo una vida con altibajos y sembró un estilo que aún hoy es imposible de clonar. Su imagen es como la de un perfume elegante y distinguido que continúa flotando en el aire hasta nuestros días.
Entre el nazismo y la Segunda Guerra Mundial
Es asombroso que la protagonista de La princesa que quería vivir tuviera “sangre azul”, pero así fue. Nacida un 4 de mayo de 1929 como Audrey Kathleen Ruston en Ixelles/Elsene, un municipio de Bruselas, la actriz fue la hija única del inglés Joseph Victor Anthony Ruston y de la baronesa Ella van Heemstra, aristócrata holandesa, descendiente del rey Eduardo III de Inglaterra y de James Hepburn, Conde de Bothwell. Fue el padre de la mujer con la más diminuta y hermosa nariz de la historia del cine el que le sumó el apellido de su abuela materna, Catherina. Así pasó a llamarse Audrey Kathleen Ruston Hepburn.
Pero entre esa belleza gatuna de quien sería la protagonista de comedias y musicales que animarían a millones de personas en todo el mundo, anidaba el espanto de las bestias: sus padres eran simpatizantes del nazismo (un hecho infelizmente común entre la nobleza británica, como demostró con hondura la película Lo que queda del día).
Sin embargo, la pequeña Audrey tuvo otros parientes, primos de su madre, que fueron miembros de la resistencia y que incluso murieron fusilados por los nazis. Quizá por ello, Hepburn sintió desde muy joven una especial conexión con la vida de Ana Frank y en una entrevista declaró: “Ana Frank y yo teníamos diez años cuando empezó la guerra y quince cuando acabó. Leí sus memorias en 1947. Fue una lectura que me destruyó. No he vuelto a ser la misma, me afectó profundamente”.
Hepburn, a pesar de su abolengo, también pasó miserias durante la Segunda Guerra Mundial en la ciudad de Arnhem, en los Países Bajos. Los recuerdos de esa época de hambre y penuria la acompañarían en su vida adulta, provocándole además una anorexia nerviosa. Con sus desgracias y todo pudo seguir perfeccionando sus estudios de ballet clásico y piano. También aprendió a hablar en inglés, francés, neerlandés, italiano, alemán y hasta español.
Gigi, su primer gran paso
Mientras trataba de conseguir sus primeros papeles en Hollywood, a comienzos de 1952, fue elegida para protagonizar en Broadway Gigi, el musical basado en la obra del mismo nombre de la escritora de culto, Colette (más tarde la llevaría al cine un especialista en musicales como Vincent Minelli).
Y al poco tiempo nomás llegó el gran salto (y batacazo) a la pantalla grande con uno de sus más recordados éxitos: La princesa que quería vivir. Al fin Audrey, futura diva de sangre azul, protagonizaba algo parecido a su vida: junto a Gregory Peck, interpretaba a Anna, una europea proveniente de la nobleza nobleza que quería huir de las restricciones pomposas y nobiliarias y pasar un día en la romántica ciudad de Roma.
Si West Side Story es lo más parecido (y perfecto) a una actualización del Romeo y Julieta de William Shakespeare, La princesa que quería vivir logra lo mismo a partir del clásico Príncipe y mendigo (ahora en versión femenina), de Mark Twain. Esta sería la película que lanzaría su carrera al estrellato.
Más clásicos, más princesas: Sabrina
Casualidad o no, Hepburn afianzó su carrera y su fama mundial con “cuentos de princesas pero en la vida real”. Sabrina, la fábula que trae a nuestros días el clásico La cenicienta también fue una de sus grandes películas. Dirigida por el talentoso Billy Wilder y junto con las estrellas William Holden y Humphrey Bogart, narra la historia de la hija del chofer de una familia rica que eventualmente se enamora de los hermanos para los que trabaja su padre.
La película se convirtió en un verdadero clásico y, por ende, en varias remakes, muchas made in Bollywood, (la meca del cine comercial hindú) y quizá la más notable la de 1995, protagonizada por una Julia Ormond que tenía similares dosis de encanto, enigma y jovialidad.
Sus galanes: de Fred Astaire a Cary Grant y… Mel Ferrer
Desde temprano, la carrera de Hepburn e incluso hasta sus últimos años, se caracterizó por contar con partenaires que se robaban todos los suspiros de la gran fábrica de sueños de California. Gregory Peck, en La princesa que quería vivir, William Holden y Humphrey Bogart en Sabrina, Fred Astaire en Funny Face, Cary Grant en Charada o Rex Harrison en Mi bella dama fueron algunos de ellos. Sin embargo, ella solo tuvo ojos (al menos de forma oficial) para otro “novio de América”: Mel Ferrer.
Se conocieron en la filmación de la película Ondine, de Jean Giraudoux, de 1954. Se casaron y tuvieron un hijo, Sean Hepburn Ferrer, que en su adultez se convertiría en productor de cine. También para esta época, acaso por su terrible infancia, comenzaría a colaborar con la agencia de ayuda humanitaria Unicef.
My fair Lady y Desayuno en Tiffany´s
El primer lustro de los 60, aquellos en los que se impondría un modelo de físico como el de la modelo Twiggy, no tan lejano al de la Hepburn: delgadez grandes ojos y pestañas largas, fueron sus años más intensos.
Con Breakfast at Tiffany’s, (escrita increíblemente por Truman Capote) llegó el personaje tan imitado y nunca igualado, el de la chica nueva y moderna que debe “venderse” en la gran ciudad. Su compañero también se ofrecía a la mejora postora: George Peppard (sí, Aníbal en Brigada A) era Paul Varjak, o Fred, con quien al principio no se llevo bien pero con el tiempo terminó formando una entrañable amistad.
En el film, sin ser un musical, ocurre uno de los momentos más perfectos de la canción en el séptimo arte: la interpretación de Hebpurn (o mejor dicho, Holly Golightly) de “Moon River” en su ventana con una pequeña guitarra (hoy usarían el tan mentado ukelele). La canción se convirtió en un himno instantáneo. Fred se asomaba a mirarla y escucharla, visiblemente enamorado. Como cualquiera que hoy vuelva a ver la escena.
Mucho años después Hepburn se refirió a ese papel como “el más jazzero de mi carrera”. Y es cierto, esa escena, y toda la película, nos transporta a una terraza imaginaria de Manhattan, con swing de fondo. Su estética no envejeció jamás, en parte por el encanto y la elegancia de su protagonista.
En 1961, Hepburn protagonizó junto a Shirley MacLaine La Calumnia, dirigida por William Wyler. Fue una de sus interpretaciones más complejas, por abordar un amor entre mujeres. La película se basó en una novela de Lilian Hellman, una mujer varias veces proscrita durante el macartismo y esposa del escritor Dashiell Hammett. My fair Lady, de 1963, basada en una obra de George Bernard Shaw, también se convirtió en otro de sus trabajos más emblemáticos y recordados.
Sus últimos años
A partir de los años 70 la encantadora y “bella dama” se alejó progresivamente del cine, pero cada vez que lo hacía descollaba nuevamente en “pequeños grandes papeles”. En Robin y Marian (1976), de Richard Lester (el director de las películas de The Beatles), recreaba con Sean Connery el mito de Robin Hood y su pareja, pero ya muy pasados sus mozos años de aventura.
Grandes directores siguieron posando su ojo en Audrey como el recientemente fallecido Peter Bogdanovich para la película Nuestros amores tramposos (They all laughed, 1981) o Steven Spielberg que la incluyó en Para siempre (1989).
Divorciada de Mel Ferrer, se casó con el médico italiano Andrea Dotti, un médico italiano con quien tuvo un segundo hijo, Luca. Al final de su vida, se dedicó aún con mayor energía y a expensas incluso de su propia salud, a causas como la desnutrición infantil o la lucha contra el SIDA. Unos meses antes de fallecer a los 63 años de pseudomixoma peritoneal (una extraña enfermedad caracterizada por la acumulación de mucosos en la cavidad peritoneal) , viajó a África como embajadora de Unicef. En la sede central de esta institución hoy hay una estatua dedicada a su memoria.
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