Se cumplen treinta años de la muerte de una de las estrellas menos convencionales del cine clásico; ícono de estilo hasta nuestros días, la mayoría de sus películas más recordadas parecen contar la misma historia, su historia: la transformación en mito de una belleza que pudo pasar inadvertida
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Hoy se cumplen 30 años de la muerte de la más extraña de las estrellas cinematográficas de lo que hoy llamamos “Hollywood clásico”. “Hoy llamamos” porque, en rigor, los años cincuenta ya son los del cine más moderno, más cercano en cuanto a forma y temas al que nos sigue rodeando, superhéroes, extraterrestres y dinosaurios aparte. Es decir, se cumplen treinta años de la muerte de Audrey Hepburn a los 63 años, cáncer de colon mediante. Si espera el lector que hablemos de sus problemas de salud, de la anorexia nerviosa que la acompañó prácticamente toda su vida o de su trabajo para Unicef (o de las miríadas de cigarrillos que fumó), lo lamentamos: vamos a contarles por qué Audrey Hepburn es importante hoy.
Google le informará que comenzó a actuar en 1948. Que fue bailarina y que desde sus quince años, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y la muerte la rodeaba en la sufrida Arnhem. Que sus padres eran simpatizantes nazis y eso fue traumático para ella; que la guerra le causó malnutrición crónica pero que aun así bailaba y ayudaba a la Resistencia holandesa. Que, al final de la contienda, comenzó a actuar en Gran Bretaña. Ahí es donde vamos a empezar: con las primeras películas de Audrey Hepburn. El primero, Nederland in zeven lessen, rodada en Holanda, donde hace de azafata y se trata de una especie de falso documental; One Wild Oat (1951, donde se supone que su papel era más largo y fue recortado); Oro en barras (1951, una escena como “novia” de Alec Guinness); la farsa matrimonial Young Wives’ Tale; Conspiración siniestra (donde es una bailarina), de 1952; y Monte Carlo Baby, donde es una actriz temperamental.
En casi todos estos papeles, la Hepburn muestra más su lado derecho que el izquierdo, aunque cualquiera que conozca su iconografía sabe que es el segundo su perfil estelar. Especialmente en Conspiración... hay un problema con sus cejas. El maquillaje en general es correcto y destaca la dulzura de la expresión, pero siempre hay un problema de disociación entre la nariz y el resto. En todas estas películas, además, aparece como la linda ingenua, sobre todo en las británicas; objeto de miradas o de desdén, apenas un instrumento frente a las cámaras o dentro de la ficción.
El cine británico –y el europeo en general– han sido reacios a la “creación” de las estrellas. Existían (¿cómo no habrían de existir?) pero carecían del aura que Hollywood, con precisión quirúrgica, lograba otorgarles a quienes tenían “eso”, el “It” de la “It Girl” (término de los años veinte creado para Clara Bow, que cada tanto vuelve como postulado estético que aplica a la inasible combinación de lo terrenal y lo mítico).
Hollywood no solo creó el lenguaje del cine sino la forma de sus habitantes. Es preciso revisar las actuaciones de las suecas Greta Garbo e Ingrid Bergman en su propio país y compararlas con las que llevaron a cabo en los Estados Unidos para ver que lo mismo es diferente. En el segundo caso, la comparación puede ser aún más flagrante si se ven, luego, las películas que Ingrid hizo con Roberto Rossellini. Pero la Garbo fue los años veinte y treinta; la Bergman, los treinta y los cuarenta. Décadas en las que el poder de dotar no solo de vida al artificio sino sobre todo de artificio a la vida permitía que el star-system funcionara como atractor del público. Ya no era tan así en los cincuenta, cuando la estrella (la imagen a la vez cotidiana e inalcanzable, como decía Edgar Morin) comenzó a ser reemplazada por la intérprete, el actor o la actriz. De John Wayne a Marlon Brando (o Karl Malden, mejor dicho); de Rita Hayworth a Patricia Neal. Un poco es comprensible el sufrimiento de Marilyn Monroe, nacida para ser estrella del viejo sistema y obligada a estudiar en el Actors Studio para ser tomada en serio: parte de la tragedia rubia tiene que ver con su condición de bisagra.
Por eso Audrey Hepburn es la estrella más extraña: por su anacronismo. Su entrada a Hollywood fue La princesa que quería vivir. Su entrada a Hollywood fue su (único) Oscar. Y se quedó cuando Hollywood descubrió que ese rostro delgado en el cuerpo de un metro setenta (altura que quizás evitó que fuera bailarina) amplificaba la mirada si el ángulo tomaba su perfil izquierdo. La máquina afinó la nariz, definió las cejas, permitió que entre los ojos con su marco capilar rectificado y la sonrisa se estableciera un rombo perfecto. En La princesa que quería vivir, ese rostro hace dos cosas que en el cine europeo difícilmente habría podido hacer (la tradición del naturalismo, a pesar de Max Factor): sonríe como una chica normal; señala como una gobernante (incluso cuando sonríe como gobernante). Todos los grandes papeles de Audrey Hepburn cuentan el mismo cuento de hadas: el de la transformación en mito de una belleza que pudo pasar inadvertida.
Es lo que sucede en Sabrina: la hija del chofer que se marcha a París, simple y patizamba, para volver transformada en la elegancia y la belleza absolutas, siempre entre dos hombres. Es lo que sucede en Muñequita de lujo, donde el exterior de chica extrovertida, excéntrica, mundana, de esa prostituta de alta gama, esconde una princesa que también quiere vivir (pero como princesa). Toda la iconografía de Hepburn cristaliza en esa película: su cuerpo delgado, su vestido entallado, su jopo infinito, los ojos abiertos y el flequillo (el flequillo, aunque curiosamente los cinéfilos Peter Bogdanovich en Nuestros amores tramposos y Steven Spielberg en Siempre parecen haberlo olvidado, es Audrey Hepburn así como la melena rubia y el lunar son Marilyn: íconos del ícono). No es una persona sino un margen, una divisoria de aguas completa entre lo material –el ejercicio del amor por dinero– y lo espiritual: la respuesta al amor sincero. Hepburn como gato que cae siempre parado y en la frontera entre la carne y lo etéreo.
Y es lo que sucede en Mi bella dama, que es el manual completo de la persona hepburiana: la deslenguada lumpen transformada en nobleza a fuerza de lecciones de modales y lingüística conductual. Esa película muestra de manera ostensible lo que las otras dejan de lado: la creación de una estrella mediante la maquinaria científica en pos del puro goce (¿qué otra cosa es el cine?). A tal punto que, si bien la Hepburn podía cantar (no olviden “Moon River”), fue doblada por Marni Nixon. Pero la Eliza Doolittle que canta es ella, sea de quien fuere la voz en la ficción que llamamos “vida real”. Mi bella dama es un festival de perfiles izquierdos y miradas de frente de Hepburn y, otra vez, el cuento de hadas de la transformación de la carne en espíritu.
Aunque hay algo que debería desvelar a psicoanalistas varios: los personajes de Audrey se quedan con la figura paterna más a mano. Gregory Peck, Humphrey Bogart, George Peppard (bueno, quizás sea un poco la excepción, pero no) y Rex Harrison (que bien parecía su abuelo). Más allá de que Harrison era británico, el personaje-Hepburn siempre se queda con la representación paternal de Hollywood. O con Dios (Historia de una monja), o con sus ancestros (la problemática Lo que no se perdona, donde es una piel roja adoptada en secreto por una familia de colonos; película que muestra de paso lo poco que le importaba la belleza a John Huston). Hay algo de regreso en la tradición en los papeles de Hepburn que se relaciona con la propia tradición de Hollywood. Salvo en un caso.
La excepción es Espera en la oscuridad, donde es una mujer ciega encerrada en su departamento a merced de unos psicópatas (el principal, Alan Arkin) que buscan asesinarla. Aquí hay marido pero no hay cuento de hadas y Hepburn, otra vez en el momento afortunadamente equivocado de la historia, se transforma en la primera heroína de acción que dio el cine de gran espectáculo. Cortar la luz para enfrentar un asesino siendo ciego es un truco del que ha sacado provecho hace pocos años No respires, por ejemplo. Pero lo que hace Hepburn allí es monumental: actúa con todo el cuerpo. Es cierto, siempre lo hizo: vean las piernas en la moto en La princesa que quería vivir, vean el movimiento gatuno en Muñequita de lujo, vean los pasos en la glorieta en Sabrina; vean el progreso en la pose de Eliza en Mi bella dama.
Pero eso era sutil: aquí está la actriz, en total dominio de su arte e instrumento, adelantándose veinte años a Linda Hamilton en Terminator o a la gran Ellen Ripley de Sigourney Weaver. Y aún así, también, un artificio: la mujer de la mirada más penetrante que dio el cine (no la desdeñosa de Bette Davis, la líquida de Marilyn Monroe, la desafiante de Joan Crawford, la perversa de Rita Hayworth o la felina de Ava Gardner) nos hace creer que es ciega. Mucho más que un trabajo de dirección, es la cima de una estrella que sabe cómo dominar cada músculo para que produzca emociones. Eso hoy el cine (no solo el de Hollywood) parece haberlo olvidado: que la estrella, ese ser excepcional entre el Olimpo y el asfalto, es lo que realmente nos atrae. No es la armadura la que hizo un éxito de Iron Man sino saber que bajo la máscara está Robert Downey Jr., un sobreviviente de la tradición a la que perteneció Audrey.
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