La actriz estuvo comprometida con un empresario italiano de bienes raíces, Raffaello Follieri, cuyos manejos fuera de la ley la persiguieron mucho más allá del fin del romance
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Anne Hathaway ya se había convertido en la encantadora princesa Mia Thermopolis cuando, en 2004, conoció a Raffaello Follieri. Como aquel film de Garry Marshall que la convirtió en una estrella instantánea, la actriz también creyó haber cumplido, en su juventud, un gran sueño: poder equilibrar su meteórico ascenso profesional con su vida privada, que se encontraba en un excelente momento.
A sus 21 años, Hathaway se enamoró del empresario italiano de bienes raíces, y lo que más la atrajo fueron las historias que le contaba acerca del trabajo que hacía su fundación, cuyo fin principal era el de proveerles una mejor calidad de vida a niños que vivían en países de extrema pobreza.
Con el correr del tiempo, Hathaway supo que ese fuerte deseo de triunfar en la industria que tuvo desde pequeña no iba a estar completo si no utilizaba su fama y sus conexiones para fines altruistas. De esta forma, unidos por ese objetivo en común, Hathaway y Follieri veían cómo su relación se afianzaba a medida que trabajaban juntos en la fundación -ubicada en Manhatann- que había sido creada un año antes de que la actriz ingresara a la vida del empresario.
Si hablamos de conexiones, Hathaway no era la única que las tenía. De hecho, era quien recién estaba dando sus primeros pasos, nada menos que de la mano de Ang Lee con Secreto en la montaña en 2005 y de David Frankel con El diablo viste a la moda en 2006, dos largometrajes inoxidables dentro de sus géneros. Follieri, en cambio, era integrante de una familia que, en determinados círculos, no necesitaba presentación, ya sea por su buena o su mala reputación. Por un lado, se mostraba como un hombre profundamente religioso, el mismo que viajó con una joven Anne al Vaticano, donde ella conoció al Papa. Asimismo, quien entraba a sus oficinas de Nueva York podía ver, en un costado, vestuario eclesiástico y un altar para recibir a miembros de la Iglesia. Sus inquebrantables creencias lo condujeron a gestar esa fundación con la que Hathaway colaboraría tiempo después.
Por otro lado, estaba el peso de la historia familiar. Pasquale, su padre, había sido condenado por un tribunal italiano por quedarse con 300.000 dólares de una compañía que había manejado por un corto período de tiempo. Esa condena llegó luego de años de investigación del FBI y de la fiscalía de Nueva York, y manchó el apellido del que Raffaello tan orgulloso estaba. Por lo tanto, el joven tomó una decisión: mudarse a Italia y estudiar bienes raíces. El tiempo que permaneció en su país natal fue breve. Cuando regresó a Nueva York, se despegó de la conducta delictiva de su padre al presentar a su familia como “promotores inmobilarios de gran fortuna”.
Una vez instalado en la ciudad donde quería dar sus pasos emancipado de Pasquale, Raffaello empezó a ver cómo su relación con la actriz Isabella Orsini se derrumbaba a la par de la compañía de cosméticos que habían fundado juntos.
Follieri, entonces, volvió a las raíces, volvió a entablar conexiones con el Vaticano, especialmente con el cardenal Angelo Sodano, recientemente fallecido, a quien le ofreció manejar las propiedas que la Iglesia Católica tenía en los Estados Unidos, tan solo el punto de partido de un negocio exitoso al que le faltaba un solo componente. Separado de Orsini y consciente de que las apariencias tenían un gran valor en el mundo en el que se movía, Raffaello necesitaba una pareja que pudiera mostrarse a su lado y acompañarlo en su veta altruista. Cuando conoció a Hathaway, supo que quería forjar un futuro con ella.
Un amor que casi arruina la reputación de Hathaway
Encandilada por el trabajo que hacía su pareja con la fundación -era habitual que Raffaello cenara con el expresidente Bill Clinton, siempre con Anne a su lado, para hablarle sobre los pormenores de sus donaciones- y por cómo ella podía ser parte de la misma activamente, Hathaway estaba dispuesta a formalizar con su novio, su primera pareja formal y aquella que nació bajo los flashes de Hollywood. De todas maneras, el intempestivo romance no tardó en colapsar. Mientras la actriz se encontraba de rodaje, Follieri recibía malas noticias: el cardenal Sodano se retiraba y el acceso a las inversiones se desplomaba en consecuencia. El empresario confiaba en que las diócesis de los Estados Unidos iban a mantener sus negocios con él, pero vislumbró otro panorama cuando los obispos no demostraron interés alguno en prolongar esa “alianza”. Ese quiebre lo llevó a gastar todo el dinero de sus inversores y a construir una fachada: para el afuera, las conexiones con el Vaticano seguían intactas y la fundación no estaba perdiendo sus ingresos.
En 2008, Follieri se encontró con su madre en Nueva York y, cuando ambos estaban en una lujosa suite de la Trump Tower, el empresario fue detenido en lo que parecía una escena de película. La historia se repetía. Así cómo su padre había sido investigado por años, lo mismo sucedió con Raffaello, a quien el IRS (Internal Revenue Service, la agencia impositiva norteamericana) le había puesto la lupa desde hacía mucho tiempo. La imagen del hombre en eventos solidarios del brazo de Hathaway no significaba nada para los investigadores, quienes pudieron corroborar el fraude a inversores, el lavado de dinero y el cargo de conspiración que hizo que el caso contra Follieri se denominara “Vati-Con”. Eventualmente, se revelaría la cifra y se mencionarían otros nombres: el empresario malgastó 50 millones de dólares de su amigo Bill Clinton y del filántropo Ronald Burkle.
Al ser arrestado, el IRS debió cumplir con su investigación y allí entró en escena Hathaway, quien fue interrogada para determinar si ella había sido cómplice del entretejido criminal de su pareja. Luego de que se confiscaran sus diarios íntimos, Hathaway cooperó con el FBI y se pudo comprobar que ella había sido una víctima más de Follieri, quien se declaró culpable de todos los cargos presentados en su contra y quien fue sentenciado a cuatro años y medio de prisión. De manera inmediata, Anne se alejó de la fundación y se abocó a su carrera, ya sin miedo a enfrentar cargos y con su nombre limpio.
Un año después de esa resonante detención de su expareja, Hathaway se encontraba en la ceremonia de los Oscar escuchando cómo decían su nombre en el quinteto de las mejores actrices nominadas a la estatuilla por su gran actuación en La boda de Raquel. No alzó el premio esa noche, pero sí en 2013 por su rol secundario en Los miserables. La vida le daba revancha.
Otra oportunidad
Si bien su vínculo con Follieri la había expuesto demasiado -la pareja asistía a numerosos eventos-, Hathaway trató de hablar poco del tema con la prensa años después. “Fue una mala relación; cuando supe del arresto me sentía una tonta, tuve que encontrar una casa para vivir, fue una de esas situaciones en las cuales te mueven el piso, pero mi familia y mis amigos me dieron su apoyo”, se limitó a decir.
Por su parte, Follieri brindaba entrevistas al noticieron de la ABC y expresaba lo mucho que seguía amando a Anne. “Quiero lo mejor para ella, siempre fue tan dulce conmigo, hablamos muchas veces de casarnos (...) no creo que supiera nada de lo que pasaba porque nunca tuvimos conversaciones de negocios, solo le comentaba sobre ciertos temas”, remarcó el empresario caído en desgracia, dejando un cierto manto de duda. Hathaway no mordió el anzuelo y siguió adelante con su vida. En la actualidad, está casada con el actor y diseñador de joyas Adam Schulman, con quien tiene dos hijos en común, Jonathan y Jack.
“A Adam lo conocí en el peor momento de mi vida [el año en que Follieri fue arrestado]”, expresó la actriz, quien supo sortear con entereza esa tormenta siendo muy joven e ingenua. “Ni bien lo vi supe que me iba a casar con él y que era el amor de mi vida, y entendí que lo que me había pasado era la excepción a la regla y que el mundo estaba lleno de buenas personas como él”.
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