Andrea del Boca , la reina de las telenovelas, ha sufrido tanto o más que las heroínas que le tocó interpretar. Su historia personal bien podría constituirse en inspiración para algún culebrón de acento neutro y lagrimales flojos. Pero, como la realidad supera aún a la mejor ficción, y esto no es una frase hecha, Andrea del Boca no pudo escaparse de ese sino desafortunado y errático que ni el mejor libreto haya podido plasmar jamás.
Y si, en general, sus personajes lograban dar vuelta la suerte del destino y luego de padecer más de cien capítulos encontraban el sosiego en el hombre amado que parecía una quimera imposible, a ella, a la Señorita Andrea, le sucedió todo lo contrario. Sus amores fueron traumáticos y truncos. Siempre enrarecidos por un halo de misterio. Justo ella que se dedicó a hablar del amor fracasó al ejercerlo. Solo Andrea sabe las razones. Sus razones. ¿Por qué la chica que toda su vida se dedicó a radiografiar las honduras insondables de las pasiones ha fracasado rotundamente cuando se atrevió a ser la protagonista de su propia historia?
Muchos lo atribuyen a un vínculo endógeno y patológico con su familia, a esa suerte de clan que, de alguna manera, la fagocitó. Aunque, hay que reconocerlo, ese clan fue también el que la construyó como estrella en toda Latinoamérica y en buena parte de Europa. Ana María, su madre y Nicolás, su padre y director de la mayoría de sus programas, la rodearon ¿hasta la asfixia? Eso dicen algunos. ¿Qué habrá de cierto? Solo ellos lo saben. ¿Por qué Andrea no pudo escapar de ese vínculo tan estrecho con sus progenitores? Aún hoy, la actriz vive junto a su madre en el departamento de toda la vida en el barrio de Belgrano. Allí, donde también habitó Nicolás hasta su muerte, dejando un vacío insondable, como el que suelen dejar los mentores, los líderes que se van. Anabella y Adrián, sus hermanos, viven en el exterior. Él ejerce la medicina, mientras que su hermana se dedicó al vestuario televisivo. El vínculo con Andrea es bueno, aunque no se han privado de objetarle algunas de sus decisiones más personales. Sus parejas han sido motivo de más de una discusión. Andrea casi siempre eligió mal. Y se lo hicieron notar.
Aquellos días de escándalo
Corría 1982. Andrea del Boca era una verdadera estrella televisiva. Sus ficciones ya arrasaban con el rating. Precoz, el público argentino la había adoptado y la adoraba. Andreíta, como muchos le decían, trabajaba desde los 4 años cuando debutó en Nuestra galleguita, aunque, para ser rigurosos, tenía solo unos pocos meses de vida cuando enfrentó una cámara junto a Milagros de la Vega. Aquella vez, le quitaron los aros para que pareciera un varoncito. Allí comenzó todo. Así que a sus 17 años, la chica, a la que la industria quería convertir rápidamente en mujer sensual y madura, ya era una actriz de esas que saben pararse frente a las cámaras, de esas que con solo mirar de reojo saben cuál es la luz que mejor les sienta.
Los cien días de Ana era el título de la novela escogida para la temporada 82. Argentina Televisora Color, ATC, con sus flamantes estudios inaugurados por la dictadura militar para transmitir el Mundial de Fútbol de 1978, era la señal escogida para emitir la tira. El galán que la acompañaría sería un cantante de moda, buen mozo, muy codiciado por las mujeres: Silvestre.
José Luis Rodríguez, tal el nombre real del compositor, estaba transitando una profunda crisis con la madre de sus hijos, la modelo Déborah Ramos, quien se encontraba embarazada. ¿Qué sucedió en las grabaciones de la tira? Las jornadas se extendían desde la mañana hasta la noche. Los intérpretes pasaban más horas entre ellos que con sus familias. A decir verdad, Andrea seguía rodeada de su familia. Papá Nicolás era el director de la tira. Y mamá Ana María la secundaba como una suerte de asistente todo terreno. Las malas lenguas dicen que, incluso, fue quien habría avalado el romance de Andrea con Silvestre y haber hecho todo lo posible para que se concretara. Mitos. ¿O verdades?
Las miradas, las actitudes solapadas, los pequeños guiños no se hicieron esperar. No transcurrieron cien días. En mucho menos nació el amor. Y el escándalo. Andrea aún era menor de edad. Y su amor era un hombre hecho y derecho, con una vida vivida intensamente y varios años mayor que ella: tenía 29.
Fueron la comidilla de los programas de chimentos y de protagonistas de tapas de revistas. La tira arrasaba con el rating y todo lo que se decía sobre ellos generaba curiosidad. La pasión fue tal que Silvestre se separó de su mujer. Y con Andrea conformó una pareja que se extendió hasta 1987. En el medio protagonizaron una comedia muy exitosa junto a Nora Cárpena y Guillermo Bredeston en el Teatro Hermitage de Mar del Plata. Déborah Ramos no se guardó nada y salió a hablar. El amor entre Andrea y Silvestre estuvo marcado por la pasión y el escándalo. Así nació. Y así murió. Incluso, hasta el día de hoy llegan los coletazos de esa relación tormentosa. Cada tanto, Déborah Ramos habla. Y Silvestre responde. ¿Andrea? Enigmática. Fiel a su estilo.
De la Torre, un gran amor
Si la pareja conformada con Silvestre sorprendió, el vínculo que entabló Andrea del Boca con el director de cine Raúl de la Torre, fue aún más impactante por la diferencia de edad que los separaba: Raúl era 27 años mayor que ella. El, que había sido esposo de Graciela Borges, se enamoró de la actriz. Y ella de él, claro. Raúl de la Torre era un hombre elegante en sus modos, en sus gustos. De buen cine. De sutilezas en la vida. Andrea fue dirigida por De la Torre en los filmes Funes, un gran amor y Peperina. En la primera compartió cartel con Graciela Borges. Pero el vínculo con el cineasta le costó la amistad con Graciela. Se dice que la gran diva del cine nacional veía con ilusión un matrimonio entre su hijo, Juan Cruz Bordeu, y Andrea. No pudo ser. No solo Andrea no reparó en el joven sino que se enamoró del ex de Gra. Y bueno, el amor es así. Y no hay diva que lo pueda manejar. La pareja de Andrea y Raúl duró casi seis años. Y terminó en muy buenos términos y lejos de los escándalos.
Made in Nueva York
El culebrón de Andrea continuaba con sus idas y vueltas. Una vida que parecía no terminar de encontrar el amor definitivo. En los 90 apareció un nuevo personaje a la historia. No tendría un rol estelar, pero concentró la atención de Andrea durante un tiempo. Se trataba del empresario norteamericano Jeffrey Sachs, hijo del dueño de una reconocida cadena de manjares dulces. La vida de la actriz mutó. Se despegó algo de sus padres y vivió entre Buenos Aires y Nueva York intermitentemente. No fueron hechos el uno para el otro. Universos distintos, gustos diferentes y miles de kilómetros de distancia confluyeron para que la cosa no prosperase. Luego de este romance, que también fue tapa de revistas, Andrea transcurrió un período sin novios formales a la vista. Su carrera atravesaba un momento de gloria. Sus telenovelas arrasaban en las pantallas argentinas y se vendían como pan caliente en el exterior. Era la reina indiscutida del género con títulos como Celeste bien Celeste, Antonella, Zíngara. Mientras, su vida se sumergía en un misterio digno del mejor culebrón. Se le adjudicaron romances con sus galanes del momento, con empresarios televisivos, y con políticos de alto rango de aquellos tiempos. Ella, muda. Hasta que en el año 2000, el cumpleaños de una amiga le permitió conocer al padre de su hija.
Escena final
La cantante Manuela Bravo invitó a sus amigas a celebrar su cumpleaños. Corría enero de 2000 y entre las convidadas a la fiesta estaban Andrea del Boca y Lucía Galán. Todas eran íntimas. Ya no lo son. A la reunión también asistió Ricardo Biasotti, amigo de la anfitriona. Manuela, ni lerda ni perezosa, sabía que Andrea estaba con ganas de un nuevo amor, quizás el definitivo. Y que su amigo Biasotti buscaba lo mismo. Además, ambos querían ser padres, deseo profundo que le habían comentado a Manuela en plan de infidencias.
Luego de aquella fiesta, se organizó una salida al cine. Fueron todos. La excusa para confirmar aquel primer flechazo. Lucía Galán, de quien se dijo que también había tenido amoríos con Biasotti, se alejó rápidamente del grupete. Ella desmiente toda relación con el empresario. Lo mismo sostiene Manuela Bravo. Pero lo cierto es que Andrea y la señora Pimpinela ahora se detestan.
Finalmente, Andrea y Biasotti comenzaron a salir. Pero no llegaron casi a conocerse cuando la actriz quedó embarazada. Fue un secreto a voces en la farándula. Pero el público seguía ajeno a estas cuestiones hasta que Mirtha Legrand se lo preguntó al aire, en vivo, en uno de sus almuerzos. Ella lo negó. Se distanció de la Chiqui. Y estalló el escándalo.
La pareja con Biasotti duró lo que un santiamén. Pero fruto de ese vínculo nació Anna Chiara, la hija que cumplió hace pocos días 18 años y decidió salir a hablar en contra de su progenitor. La chica se crió con su madre y sus abuelos, fiel a la idiosincrasia del clan. Con los años perdió el contacto con su padre. Y hasta se despachó, alguna vez, en las redes, llorando por su infancia semi huérfana. Anna mantiene un vínculo muy estrecho con su madre. Y la defiende ante quien la quiera oír.
Por estas horas, Andrea se dedica a disfrutar de su rol de madre compinche. ¿Y el amor? La telenovela de su vida tiene trunco ese episodio. The End abierto para el culebrón real. Se dijo que Juan Pablo Fioribello tendría un vínculo con ella que excedería el de letrado y defendida. Pero ellos lo han negado. Antes, se habló de un político K. Como siempre, el misterio. Quizás ese sea el condimento perfecto para una historia tan verídica como intricada. Tan dramática como un folletín. Y con final incierto. Acá, a diferencia de sus heroínas de la pantalla, Andrea aún no pudo resolver la última escena. La de la felicidad. La del amor correspondido. En casa de herrero, cuchillo de palo. La sentencia popular bien vale para la diva de los culebrones que no supo concretar en su vida un amor como el que enarbolaron muchas de sus heroínas. Andrea todavía no conoció al autor que le escriba ese capítulo final que la haga feliz. Sueña con ese hombre que le de sosiego a su vida. Una vida en clave de clan, con pocas libertades y amores difusos.
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