En una nueva biografía conjunta recién aparecida en inglés, Truly, Madly, Stephen Galloway escribe sobre una de las parejas más glamorosas del siglo XX, con un ojo puesto en la bipolaridad de la estrella de Lo que el viento se llevó
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Dios ampare a quienes tenían que surcar los cielos junto a Vivien Leigh, con su segundo esposo, Laurence Olivier, o con la glamorosa pareja en conjunto. Aquí las pruebas.
1936: un hidroavión en problemas entre cuyos pasajeros se encontraba Leigh “rebotó dando saltitos sobre las olas como una piedra cuando iba rumbo a Capri”, al punto que Leigh, católica, se persignó invocando repetidamente a Santa Teresa, según escribe el autor Stephen Galloway en Truly, Madly, un nuevo libro sobre la vida de una de las parejas más glamorosas del siglo XX.
1940: Los recién casados vuelan de Lisboa rumbo a Bristol, Inglaterra. La cabina del avión donde viajaban se prendió fuego, inquietante cumplimiento de un sueño que había tenido Olivier unos días antes.
Segunda Guerra Mundial: el gallardo Olivier, que según el escritor y editor Michael Korda era un piloto “notoriamente incompetente” de la Marina Real británica, estrelló dos veces su avión y fue degradado a funciones cuasiadministrativas como el doblado de paracaídas, remolque de objetivos y eventos de reclutamiento.
1946: En un vuelo transatlántico desde Nueva York, la pareja miró por la ventanilla y notó que uno de los motores estaba en llamas… El Clipper Boeing 314 de Pan Am tuvo tocó tierra con un rebote largo y seco en territorio de Connecticut.
1948: Leigh se queda sin aire a 3500 metros de altura sobre el Mar de Tasmania, en Oceanía. El avión tuvo que descender más de 1000 metros y la actriz fue asistida con máscara de oxígeno. El trauma hizo que en los años subsiguientes reviviera esa experiencia y, en lo subsiguiente, la estrella debiera ser atada o sedada para viajar en avión.
Recordada sobre todo por su interpretación de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, Vivian Leigh sufría de desorden bipolar, que en esos tiempos se conocía como depresión maníaca. (Más tarde también contraería tuberculosis.) Era una mujer frágil, tan querible y sociable: “La única persona del mundo que era encantadora hasta cuando vomitaba”, le dijo una vez el director y productor Alexander Korda a su sobrino Michael Korda. Pero de pronto se tenía arranques de ira y ataques de nervios. Lamentablemente, por entonces los medicamentos y terapias que podrían haberla estabilizado no existían.
Su romance de tres décadas con Laurence Olivier, considerado uno de los mayores talentos de su generación, fue una especie de vuelo infernal en sí mismo: se elevó bruscamente hacia los cielos y fue sacudido por fuertes turbulencias antes de su inevitable caída a la tierra y más allá, sin escalas al infierno.
Hay muchas, realmente muchas biografías de Leigh, y otras varias de Olivier (incluida una escrita por su hijo mayor, Tarquin, fruto de su primer matrimonio con Jill Esmond). También hay un libro de memorias del propio Olivier, Confesiones de un actor; y unas memorias de su tercera esposa, Joan Plowright. Y hasta existe un libro de 1978, Love Scene, dedicado específicamente al romance Olivier-Leigh.
Pero Galloway, el exeditor ejecutivo de The Hollywood Reporter, es quizás el primer autor en intercalar esta historia tan conocida con comentarios de expertos actuales en salud mental, como la psicóloga Kay Redfield Jamison, que sufre de trastorno bipolar y escribió el libro An Unquiet Mind. El nuevo libro de Galloway, que acaba de salir en los Estados Unidos, cumple ampliamente su cometido y hace un aporte a la historia de Olivier y Leigh que, sin ser esencial, es coherente, redondo y entretenido. A la historia de amor de la pareja, el libro de Gallaway le agrega compasión, sin privarse de los imprescindibles chismes.
Algunas parejas “se conocen mágicamente”. Olivier vio a Leigh sobre el escenario interpretando a una prostituta en La máscara de la virtud y quedó “borracho de deseo”. (Con el tiempo también se emborracharían con muchas otras sustancias). Por desgracia, ambos estaban casados con otras personas. En 1937, Leigh fue Ophelia en Hamlet en una puesta en Elsinor, Dinamarca. Trabajaron en el cine juntos en Inglaterra en llamas (1937). Ventiún días juntos (1940) y Lady Hamilton (1941).
La pasmosamente bella Vivien Leigh nació como Vivian Hartley, hija única, criada primero en la India y luego enviada a la escuela de un convento en Inglaterra. Tomó su apellido artístico del segundo nombre de su primer marido, Herbert Holman. Tuvieron una hija, Suzanne, pero Leigh consideró que el matrimonio era “simplemente otro rol en una obra interminable”, escribe Galloway, y “la maternidad era una interpretación repetida sin el beneficio de un buen libreto”.
Olivier, el menor de tres hermanos, perdió a su amada madre cuando tenía apenas 12 años y, aunque estaba menos apegado a su padre —un clérigo con algunas dotes oratorias que “repartía afecto en finas lonjas, como el asado que cortaba los domingos”— el hombre lo convenció tempranamente para que sentara cabeza con Jill Esmond. “¡Qué idea tan noble!”, respondió Jill cuando Laurence le propuso matrimonio por segunda vez. Y para ponerle sal y pimienta a la vida hogareña, le regaló un lémur comprado en Harrods. Los británicos son así.
Leigh, Olivier y sus respectivos cónyuges se hicieron amigos a lo largo de incontables fiestas de jardín, asados y cenas. Al leer como se dieron los hechos, uno comprueba que fue todo bastante civilizado y de salón —Vivian hasta le preguntó a Jill cuán cocidos les gustaban los huevos a Larry— pero también con muchos celos, desesperación y hasta abandono de hijos que hace recordar la novela de infidelidad menos conocida de John Updike, Cásate conmigo, y la obra de teatro de Harold Pinter Traición. (Tanto Leigh, quien se destacó en el escenario interpretando a Blanche en Un tranvía llamado deseo antes de llevarla a la pantalla grande, como Olivier, un virtuoso de Shakespeare, preferían el teatro al cine).
Que al principio su escandalosa relación tuviera que ser clandestina para cumplir con las reglas de moralidad de Hollywood justo en el momento de su consagración profesional —Leigh en Lo que el viento se llevó; Olivier como Heathcliff en Cumbres corrascosas—, seguramente potenciaba aún más la obsesión de ambos. Se casaron en 1940 y se divorciaron en 1961.
Es evidente que Galloway pasó muchas noches revolviendo en los archivos (aunque lamentablemente una parte de la correspondencia Olivier-Leigh sigue dispersa). Galloway zurce ese material a la perfección con entrevistas nuevas y otras de aquella época, como Korda y Hayley Mills, para inyectar energía y frescura al relato. Es una verdadera delicia la oportunidad que ofrece el libro para reencontrarse con los intelectuales que admiraban a la pareja, como Noël Coward y J.D. Salinger, y sus enemigos, como el extravagante crítico Kenneth Tynan.
Esta célebre pareja, cuyo amor trágico y marcado por la enfermedad le confiere una pátina de la que carecen vínculos más estables, ganó media decena de premios Oscar entre ambos (dos para Leigh, por Lo que el viento se llevó y Un tranvía llamado deseo; tres para Olivier por Enrique V, Hamlet y un honorario a su carrera). Y ahora que los Oscar sufren sangría de espectadores y de importancia, por no hablar de la violencia y el escándalo, este libro es como una cápsula del tiempo que nos transporta a la época en la que las películas y sus estrellas parecían el centro mismo del universo.
Traducción de Jaime Arrambide
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