Alberto Migré, el hombre que hizo llorar por amor a todo un país
Hace 15 años moría el autor de telenovelas más prolífico de Argentina; con estilo propio, sus historias se convertían en fenómenos populares
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Su nombre fue sinónimo de las historias románticas en televisión. Creador de éxitos que lograban detener el ritmo del país. Sus culebrones generaban fanatismos y sus personajes más queribles pasaban a ser parte de la familia argentina. Hoy se cumplen quince años de la partida física de Alberto Migré, el autor que hizo de la palabra edulcorada y de los amores contrariados, un estilo. Ese modus operandi, algo kitsch y popular, que se instaló en el inconsciente colectivo de varias generaciones.
Escribía a máquina más de doce horas por día sin interrupción y no permitía que nadie se metiera con sus guiones. Tenía una forma de trabajo que no consentía la tarea grupal. Sabía qué quería y cómo escribirlo. Y había que respetarlo a rajatabla. Los actores no podían modificar una sola palabra y los directores e integrantes de los equipos de producción debían atenerse a plasmar en imagen lo que él proponía por escrito. Ni una pausa de más, ni un punto de menos. Celoso de lo suyo.
Chapado a la antigua, sus amores inventados se plasmaban con pasión y pudor. Escribió más de 700 historias en las que retrató una manera muy personal de llevar a cabo los vínculos de pareja. En sus didascalias hasta podía indicarles a los actores cómo besaban sus personajes.
Los prejuiciosos atravesados por el esnobismo negaban mirar sus telenovelas. Las clases populares, en cambio, idolatraban a Rolando Rivas y Mónica Helguera Paz, los personajes de Rolando Rivas, taxista interpretados por Claudio García Satur y Soledad Silveyra. Las multitudes encontraban en Juan Manuel Alinari y en María Celina Parrondo, la dupla protagónica de Piel Naranja, la representación exacta de la pulsión por el los amores contrariados, gracias a las interpretaciones de Arnaldo André y Marilina Ross. Lo cierto es que Migré atravesó estratos sociales. De manera confesa u oculta, millones de televidentes se disponían a vibrar con sus historias. Acaso porque el autor interpelaba como pocos sobre esas cosas del querer de las que nadie escapa.
Migré fue quien mejor supo generarle lágrimas al público en radio, cine y, sobre todo, en la televisión. Fue el maestro del romanticismo que siempre tenía a mano un personaje antagónico para arruinarle el estofado a la pobrecita pareja protagónica. Malas y malos de novela que, de tan perversos, provocaban que más de uno les pegase a los actores una bofetada o les vocifere algún insulto cuando se los cruzaba en la calle. Justicia por mano propia para poner en vereda a quien no dejaba trascender el amor bueno.
Paradójicamente, poco se supo de la vida personal del escritor. Migré no hablaba de su amor, sino del amor de los otros. Como un antropólogo, escarbaba en las profundidades más insondables en busca de la esencia de los vínculos humanos.
“No hay que bastardear el idioma ni caer en la vulgaridad”, sostenía con conocimiento de causa. Hasta sus criaturas más periféricas apelaban al buen decir, aunque se manejasen con coloquio popular.
Sello propio
Hijo de piamonteses, nació como Felipe Alberto Milletari Miagro el 12 de septiembre de 1931. Su madre le inculcó la pasión por los libros, sobre todo los de historia y filosofía. Ahí estaba el germen del escriba que debió bautizarse artísticamente con un seudónimo más amigable debido a lo extenso de su verdadero nombre.
Vivió toda la vida en Caballito, sobre una calle empedrada. Disfrutaba de las luces del centro, pero prefería vivir apartado del ruido. El silencio le permitía crear, concentrarse frente a ese teclado rústico de su máquina de escribir con vida propia. Siempre un cigarrillo al lado. Ese era el útero de cada una de sus historias.
Su pluma tenía identidad. Es que Migré escribía en la época en la que los autores también eran estrellas. Abel Santa Cruz, Nené Cascallar, Alma Bressán. La gente tenía muy claro cuando veía una de sus historias porque miraba “la novela de Migré”. Esas que comenzaban con la voz en off o la frase impresa antes del nombre de los protagonistas: “Un programa de Alberto Migré”. Egos aumentados y merecidos. Contó como nadie los idilios de sus personajes, pero fue él mismo quien entabló un romance férreo con su público.
Al inicio de cada historia o luego del capítulo final, solían emitirse programas especiales donde el elenco compartía un living con el autor, quien oficiaba de maestro de ceremonias en esas tertulias donde se contaban anécdotas y se desnudaba la intimidad de la ficción.
No importaba el despliegue técnico, las escenas rodadas en exteriores eran ocasionales y la imagen se veía algo modesta, aún para la época. Pero lo que valía era lo que se contaba y cómo lo contaban esos actores y actrices populares, queridos, adorados por el público.
Clásicos
A los 15, precozmente, debutó como autor de ficción en Radio Libertad. A pesar de ganar notable trascendencia con las telenovelas, Migré transitó el aire radial fluidamente, aportando su pluma a ciclos como Teatro Palmolive del aire. Gozaba y amaba el medio, al punto tal que, en sus últimos años de vida, timoneaba un radioteatro con elenco rotativo, proyecto en el que lo acompañaba Víctor Agú. “Hemos perdido la capacidad de escuchar al otro”, sostenía Migré cuando explicaba las razones de la importancia de una ficción por radio.
De su imaginario salieron aquellas historias aún recordadas como Rolando Rivas, taxista, con la soberbia dupla protagónica conformada por Claudio García Satur y Soledad Silveyra. El primer capítulo se emitió el 7 de marzo de 1972 y el último el 27 de diciembre de 1973. La historia apelaba a todos los hits dramáticos de Migré. Él era un taxista humilde y ella una joven señorita millonaria y triste. El programa logró exceder a la audiencia femenina, el país se paralizaba cada martes por la noche cuando se emitían los episodios estreno.
Luego llegarían Pobre diabla (1973), con Arnaldo André y Soledad Silveyra; Dos a quererse (1974), con Claudio García Satur y Thelma Biral; Piel naranja (1975), con Arnaldo André y Marilina Ross; Pablo en nuestra piel (1977), con Arturo Puig y María del Carmen Valenzuela, entre tantos otros títulos que conforman un acervo de la cultura popular de notable valor simbólico e histórico.
Censurado
En el formidable libro Migré. El maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país, de Liliana Viola, se da cuenta de algunos aspectos que hacen tanto a la intimidad del autor como a su vínculo traumático con el poder. Es que, aunque escribía telenovelas, el ideólogo de Una voz en el teléfono, su último gran éxito, también se las tuvo que ver con la censura.
Durante la dictadura militar que gobernó Argentina desde 1976, no la pasó bien. Como su culebrón Fabián 2 Mariana 0 no funcionaba bien, Migré tuvo el atrevimiento de objetar el manejo militar en los destinos de Argentina Televisora Color. Sumado a la irreverencia imperdonable en tiempos de pocas libertades, las autoridades del gobierno de turno no veían con buenos ojos que un programa de televisión mostrara a mujeres jugando al fútbol. Las cuestiones de género no eran una prioridad de la época y todo aquello que se “salía de la norma” debía ser censurado. Él mismo padeció cierta discriminación ante una “lista rosa” que cercenaba la libertad laboral de quienes no eran percibidos como heterosexuales.
En aquellos tiempos, se repitió en tira diaria Rolando Rivas, taxista, pero se trató de una versión acotada dado que se habían recortado las escenas donde aparecía un personaje afín a la organización Montoneros.
Con la instauración democrática, en diciembre de 1983, volvió a trabajar fluidamente en las emisoras recientemente privatizadas. Fue el tiempo en el que se sucedían títulos como El hombre que amo, La cuñada, Una voz en el teléfono e Inconquistable corazón.
Hoy, la televisión argentina está sumergida en la ficción extranjera. Si antes la factoría nacional importaba al mundo y ganaba mercados como los de España, Italia o Israel, hoy son los culebrones turcos los que llegan para ocupar horas de programación y postergar la mano de obra local. Se extraña a Migré y a tantos otros. Acaso porque el Bósforo poco tiene que ver con la idiosincrasia de una historia rodada en San Juan y Boedo.
El 10 de marzo de 2006, Alberto Migré, luego de varias complicaciones, murió de un paro cardíaco mientras descansaba. Tenía 74 años y, en ese entonces, ejercía la presidencia de Argentores (Sociedad General de Autores de la Argentina).
Víctor Agú es el responsable de conservar su legado, de mantener viva la llama de su memoria. Hace algunos años, la TV Pública estrenó Mirándote, una serie que fusionó la ficción con el documental y que buscó homenajear al prócer del culebrón -ganadora de innumerables reconocimientos- que fuera declarado Ciudadano Ilustre de la ciudad de Buenos Aires.
Hizo llorar, sufrir y esperanzar a la audiencia con la posibilidad del enamoramiento. “El amor es la clave para entender las posibilidades de la naturaleza humana”, sostuvo Platón. Y Migré no lo desmintió.
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