Al Pacino: la década perdida del chico rebelde que vendió zapatos, fue acomodador y se convirtió en leyenda
Creció en el Bronx, en el corazón de una familia rota, y superó desde temprana edad varias pérdidas cercanas; si bien el arte lo fascinó ya en la infancia, su gran oportunidad llegó después de varias caídas
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Antes de ponerse el traje de Michael Corleone y con un solo -y trascendental- papel para sellar su entrada por la puerta grande a la gran industria del entretenimiento, Al Pacino era un chico más del Bronx neoyorquino. Tenía 32 años, una familia rota, una irrefrenable pasión por el arte que no había podido capitalizar, algunos años olvidables por el dolor de dos grandes pérdidas y un intento de sobreponerse a través de la comedia. Fue él mismo, entre risas y confesiones, quien explicó que convertirse en un payaso le salvó la vida. “Eso es lo que hice en la primera parte de mi vida. Sólo hice comedia. Escribí mis propias reseñas y cosas así. Las dirigí, las elegí y las monté”, reveló ante un atónito David Hartman en una entrevista que le brindó para su programa Good Morning America, en diciembre de 1983, cuando ya era una celebridad consagrada. “En cierto modo me salvó la vida en ese momento porque, supongo, estaba muy deprimido”, confesó de inmediato. ¿Cómo fue la vida de Al Pacino antes de convertirse en Al Pacino?
Un hogar roto
Apenas tenía dos años Alfredo Pacino cuando, en 1942, Rose Gerardi y Salvatore Alfredo Pacino decidieron separarse. Su padre partió por trabajo a California y el pequeño Sonny, como le decían, se mudó con su madre al departamento de sus abuelos en el sur del Bronx, un barrio obrero plagado de inmigrantes, muchos de ellos italianos, aunque la mayoría eran judíos provenientes de Europa del este. En la casa de Kate y James Gerardi, una familia siciliana humilde oriunda de Corleone, no sobraba el dinero, vivían muchas personas y se hablaba en italiano. Sonny, durante su infancia, nunca tuvo un espacio propio, aunque pasaba mucho tiempo solo. “Siempre estuve construyendo historias, creando historias”, le confesó a The New Yorker. “Era una forma de llenar la soledad”
“Crecí en una familia con tres mujeres y mi abuelo. Mi madre, mi tía y mi abuela, todas tenían sus reglas de juego. Fue una época dura en el sur del Bronx, de donde vengo, porque éramos muy pobres”, repasó el actor a la revista Interview. “Fue difícil crecer. Mi madre me tuvo muy joven y sé que no fue fácil para ella sacarnos adelante. De igual forma, se fue de este mundo muy joven, a los 43. Pero le debo mucho a ese período de mi vida. Les debo mucho a ellas y a mi abuelo”, agregó al recordar su infancia y a esa madre que, si bien debió salir a trabajar y batalló en contra de la depresión, siempre estuvo presente. También su abuelo, una de sus personas favoritas, con quien durante los veranos pasaba horas en el techo, escuchando sus historias de juventud.
Pese a las carencias que afrontaban los Gerardi, Rose se ocupó de que su hijo conociera el mundo exterior más allá de las calles del Bronx. “En casa no había TV, por lo cual mi mamá me llevaba al cine a ver películas para adultos”, confesó el actor en An evening with Al Pacino, el unipersonal que presentó en el Teatro Colón en el 2016. “Yo tendría cuatro años. Cuando volvía a casa, me gustaba representar lo que había visto. Tuve una infancia muy solitaria, era hijo único, tenía dos tías sordomudas que me criaron a puro gesto y yo hacía lo mismo para comunicarnos. Actuar era una forma de expresarme y hasta de escapar de mí mismo, de mi situación económica y familiar”, reconoció.
Una pasión desde la infancia
Fascinado por el mundo de la actuación, Al llevó su pasión a la escuela, donde solía ser el centro de atención en cada uno de los actos. “Recitaba pasajes de la Biblia sin saber bien qué significaban, pero me daba cuenta de que me apasionaba hacerlo. Así fue que una docente fue hasta mi casa a decirle a mi mamá y a mi abuela que debía ser actor. Creo que desde muy joven me di cuenta de que iba a actuar el resto de mi vida. Amaba expresarme, jugar con mi imaginación y explorar mi mundo interior”, contó en el mismo espectáculo. Cuando llegó la adolescencia, también llevó su pasión a la calle. “Actuábamos partes de libros de chistes y cómics”, reveló el hombre que en aquel entonces, gracias a su histrionismo, se ganó el apodo de “el actor”.
Mientras su fascinación por la interpretación iba en aumento, Al no dejó de explorar el mundo a través de la mirada de un preadolescente del Bronx. A los 13 años ya fumaba, mascaba tabaco y tomaba alcohol. También se lo solía ver en el barrio caminando por los tejados y saltando entre edificios. Su lugar favorito era “los holandeses”, un laberinto pantanoso en el río Bronx, donde los chicos a los que nadie buscaba de día se escondían del mundo. Con sus compañeros de los Red Wing, el equipo de béisbol de la Liga Atlética de la Policía, formaron una pandilla callejera y Al se convirtió en el líder. “Estas personas fueron un trampolín para mi profesión”, recordó. “Fueron parte de lo que considero el mejor momento de mi vida”.
Abandonado el sueño de ser jugador de béisbol y consciente de su facilidad para la interpretación, Pacino ingresó en la Escuela Superior de Artes Escénicas en Manhattan. “Lo único que quedaba era actuar”, aseguró. No necesitó mucho tiempo para cautivar a sus profesores con su natural estilo para interpretar, muy distinto a lo propuesto por la institución: en ese momento, ‘el método’ o el sistema Stanislavski, no llamaron demasiado su atención. Tampoco le interesaron las clases de español ni nada relacionado con lo académico. Cuando su mundo fuera de la escuela comenzó a desmoronarse, decidió abandonar. Tenía 16 años.
Sin obligaciones académicas, Pacino se dedicó a mantener a una madre a la que la depresión había comenzado a hundir un tiempo atrás. Además, ya no contaba con su aprobación para dedicar su vida al arte. “Actuar no es para nuestro tipo de gente”, le dijo. “Los pobres no entran en esto”. “No sabía de qué estaba hablando. A nivel inconsciente lo hice, pero no significó nada para mí. Soy un sobreviviente. Los supervivientes solo oyen lo que quieren oír”, explicó sobre las palabras de su madre muchos años después.
Partidas
De regreso a la calle y mientras saltaba de trabajo en trabajo -vendió zapatos, trabajó en un supermercado, lustró frutas y hasta fue acomodador en el mítico Carnegie Hall- Pacino asistió a algunas audiciones donde no tardó en darse cuenta de que sus rasgos italoamericanos, su acento y su forma de actuar “no encajaban” en la mayoría de los papeles. Entonces, decidió esperar el momento oportuno. Mientras tanto, con el dinero justo para comer y seguir adelante -incluso en alguna oportunidad contó que en esa época durmió algunas noches en una vidriera- avanzaba en su formación: mientras leía de forma voraz y conocía todo tipo de personajes en las calles del centro de Nueva York, sobrevivía gracias a su edad y a su capacidad de conformarse con una porción de pizza callejera. “Solo tienes que lidiar contigo mismo. Un trozo de pizza rinde mucho. A esa edad puedes vivir con cualquier cosa. No importa. Extraes cada pedacito de esa porción”, recordó ya consagrado.
Cuando parecía que todo marchaba como quería y soñaba con su madre como su principal espectadora, otra vez el destino se volvió esquivo. “El punto más bajo de mi vida fue perder a mi madre, Rose y a mi abuelo: murieron con un año de diferencia. Tenía 22 años y las dos personas más influyentes de mi vida se habían ido, así que eso me hizo caer en picada. En cierto modo perdí los años 70, pero luego dejé de beber, en 1977, y decidí centrarme en el trabajo”, reveló el actor a The Guardian en relación con el alcoholismo y el motivo que lo impulsó a cambiar.
Pese al dolor, Pacino siguió adelante. A los 23, se unió al Actors Studio, donde si bien aprovechó al máximo el trabajo que realizó bajo la atenta mirada del director Lee Strasberg, sufrió porque era “distinto”. “Sabía que era un niño vagabundo”, comentó a The Telegraph sobre aquella experiencia. Esa presión también la sintió en las audiciones a las que se presentaba, donde sus raíces italoamericanas, su porte pequeño y sus rasgos de inmigrante lo hacían diferente al resto de sus competidores y lo dejaban fuera de competencia. “Sabía que, cuando llegara la oportunidad, todo lo que tendría que hacer era estar ahí”, confió en una charla con The New Yorker.
Y allí estuvo. Esos primeros años de búsqueda y aprendizaje fueron cruciales para Pacino: se consagró en el teatro con obras como Creditors, en Broadway, y luego en The Indian Wants the Bronx, a fines de los 60 y cosechó algunos premios importantes como Mejor Actor -un Obie y un Tony-. También tuvo dos experiencias en la pantalla grande -una escena en Me, Natalie (1969) y el rol protagónico en Pánico en Needle Park (1971)-, además de la oportunidad que tanto había buscado: hacerse visible para los directores y productores de la industria.
La consagración
Michael Corleone parece haber sido escrito a la medida de Al Pacino. Así lo entendieron Francis Ford Coppola, quien se enfrentó a los productores y su afán por contratar a una figura taquillera, y Mario Puzo, quien escribió la historia y le brindó su apoyo al director. Finalmente, Coppola ganó la pulseada y Pacino se quedó con el rol, el más importante en la saga después del de Marlon Brando. Pero no todo fue fácil para el joven del Bronx: el casting, las pruebas y la experiencia de filmar las primeras escenas no fueron del todo gratas para el actor.
Cuando Pacino llegó a su primera prueba de pantalla tenía resaca, no había aprendido sus líneas y todo lo que pudo hacer fue improvisar la escena. Indignado, Puzo fue lapidario. “Jimmy Caan lo hubiera hecho 10 veces mejor”, le soltó a Coppola. Convencido de su elección, el director siguió adelante y no se equivocó. “Durante las primeras semanas, los productores querían despedirme. Y yo no lograba entender por qué no lo hacían. Yo era un jovencito y El Padrino era la película… Prefería todos los demás papeles: me parecía que todos eran mejores que el mío”, reveló Pacino. También le contó a The New Yorker que la escena en la que ejecuta a dos capos de la mafia terminó de disipar la niebla en el estudio: en ese momento ya nadie dudó de su capacidad para convertirse en el sucesor de Vito Corleone, el personaje que funcionó como disparador de la construcción de una de las leyendas más célebres de Hollywood y de una de sus sagas cinematográficas más amadas.
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