Patti Smith ofreció una ceremonia salvaje de rock en el Luna Park
El alarido del punk de Patti Smith sigue reverberando en los oídos. Después de trece canciones, racconto de una historia que comenzó en 1975 y continúa hasta hoy, ese grito de rebeldía e insatisfacción tiene en su raíz un sentimiento poético de libertad. Los cuerpos siguen vibrando tras una hora y media de rocanrol bailando con espíritus, cantando alabanzas en los bordes de la ciudad y rezando plegarias paganas, intoxicadas de guitarras eléctricas en el fondo de la noche.
La sacerdotisa del punk pasó por Buenos Aires y así repitió la visita que había realizado el año pasado en el CCK. La atmósfera de excitación todavía se percibe en el aire. La densidad del mensaje de su música -atravesado por su posicionamiento humanista y esos versos caídos como maná del cielo- deja un resabio espeso y relampagueante en la conciencia. El estadio Luna Park colmado por un público devoto asistió a la ceremonia como peregrinos en busca de revelaciones o simplemente para dejarse impregnar por la energía de esa generación libertaria que vive en el espíritu musical de Patti Smith.
"Dancing barefoot", uno de los clásicos del álbum Wave (1979), abre la noche y la gente empieza a levitar por el extraño poder de esa voz y esa música que es una adicción y una bendición al mismo tiempo. Patti Smith canta montada sobre el pulso eléctrico de la banda. Las guitarras afiladas cortan el aire. Se aferra al micrófono con las dos manos y lanza esos versos malditos de amor y pérdida de control. Una temática que continúa de manera trágica en "Redondo Beach", el primero de la lista del emblemático álbum Horses, sobre la historia de un suicidio en la playa, que contrasta con la ironía de ese ritmo movedizo del reggae.
"Ghost Dance" suena desde el principio como una plegaria. Ella vestida toda de negro saco y chaleco se asemeja a una pastora protestante. Junta las manos como un rezo mientras canta el estribillo: "We shall live again, we shall live again/We shall live again, shake out the ghost dance". Su compañero y ladero el guitarrista Lane Kaye, que la acompaña desde su primer disco, camina junto a ella. Patti levanta al público haciendo elevar sus manos hacia el cielo. Luego dibuja caminatas de poder, pequeños círculos sobre el escenario invocando a sus espíritus como una cacique india. La versión es hipnótica y las frases se repiten como un mantra.
"Esta canción es para los trabajadores y los poetas, las madres, los padres y los niños que pueden cambiar el mundo", arenga con su versión de "My Blakean Year". Toma la guitarra acústica como una antigua trovadora y repasa esa oda existencialista, donde parece una mensajera angelical. "Un camino está pavimentado de oro/un camino es simplemente un camino".
Cuando recita pisa otro umbral. Trae la voz de los beatniks en el camino y se disuelve en ese magma de guitarras eléctricas para vibrar junto a ellas. El público también vibra embebido por el néctar de ese rocanrol auténtico y compacto. Su voz suena como un alarido desesperado en el cover de los ochenta "Beds Are Burning" del grupo australiano Midnight Oil, para alertar sobre el cambio climático, uno de los temas que más le preocupan.
Patti Smith es como esa conciencia que regula el mundo, sin atributos solemnes. Cuando la artista entra en éxtasis, esa energía se puede convertir en una patada o se derrama entre el público como una corriente eléctrica que los une a todos en una misma vibración.
El público corea su nombre como si estuviera en la cancha. Ella se ríe casi como una niña y se despeja el pelo largo que le cae como lluvia sobre la cara. "Esta es para toda la gente en el mundo que peleó por la justicia social, por los desaparecidos que siempre serán recordados", dice y recibe la ovación de la gente. Los acordes mayores de "Beneath the Southern Cross" suenan como otra plegaria épica, que pone a la poeta en acción, recitando sobre ese ascendente mantra folk y psicodélico.
Las palabras caen de la boca de esta mujer, a veces como gotas para el sediento peregrino, a veces como un enigma esotérico: "The inspired sky/Amazed to stumble/Where gods get lost/Beneath/The Southern Cross". La música envuelve al público como un remolino. "Levanten sus manos. Seamos jodidamente libres", grita con desesperación. "Todos juntos ¡libres!", vuelve a decir. La sacerdotisa del rock, enciende su fuego. El ritual está listo.
Llega uno de los himnos de los setenta. Hay gente que estuvo esperando este momento por años. Suena "Free money", también del icónico álbum Horses, primero como una balada triste en el piano, que se va acelerando hasta romperse en un punk afiebrado. "Free Money", grita y repite la cantante con el puño en alto. Sus seguidores la imitan y celebran a esa Patti Smith salvaje con la energía de aquel primer disco que cambió la historia del punk rock.
La banda integrada por Lenny Kaye en guitarra y voz, Jack Petruzzelli, en guitarra, el bajista Tony Shanahan y el baterista Jay Dee Daugherty, se queda en el escenario con el guitarrista Jimmy Rip del grupo Televisión como invitado, para que traiga mucho más del aura de esos años de fuego en los setenta en el CBGB, templo del punk neoyorquino. Juntos repasan covers de la época dorada de Los Rolling Stones y Velvet Underground.
Tras la intensidad, la cantante invoca los versos de "After the Gold Rush", un clásico de Neil Young, que se lo apropia para diseñar su oración melancólica. La voz de Patti flota sobre los acordes otoñales del teclado. Es una confesión que aumenta el clima ceremonial del concierto. Intimista y con la soledad del teclado y la voz, la pieza de Neil Young tiene el peso de un testamento generacional.
"Pissing in the River" intensifica el efecto onírico de la voz poética de Smith. Es una balada triste. Un rugido de poesía. Lírica y punk, Patti atraviesa las palabras como un rayo y sus significados se esparcen en miles de pedazos. Gruñe. Se mueve. La música se tiñe de la épica de esa voz que va ascendiendo la montaña hasta quedar extasiada.
"Esta canción es para mi novio que está en el cielo Frank Smith". El himno "Because the Night", una melodía furtiva y extasiada, con la que Patti Smith se comió el mundo, es una de las canciones más esperadas de la noche. La gente canta el tema de memoria y despierta una celebración catártica del amor. Alguien lanza un pañuelo verde. Ella lo levanta bien arriba. Se siente la intensidad en el aire. La banda materializa esa canción que es una entidad con vida propia, nutridas por las historias personales de cada uno que las canta.
"Gloria" es otro golpe directo al corazón del rockero. Es suficiente que Patti Smith repita esa frase legendaria que atravesó el tiempo para generar el aullido del público: "Jesús murió por los pecados de alguien / pero no por los míos". Salvaje y libre, se sacude sobre ese sonido eléctrico y cabalga como una reina del rock, con el pelo cayéndole sobre los ojos, hasta llegar al éxtasis en un grito estremecedor que hiela la sangre.
En ese alarido punk está el dolor por los afectos perdidos en el camino y el anuncio de esperanza que traen los cambios. "Está es para ustedes", dice antes de arrancar con otra gema de su repertorio clásico, "People Have the Power", que se convirtió en un himno alrededor del mundo de diferente marchas de movimientos sociales y causas humanitarias. La canción, con la hija de Patti Smith mezclada entre la banda, funciona como bis y despedida. El público ya está impregnado por esa espiral de música y poesía de Patti Smith que los llevó a otra dimensión, a ese pasaje de otro estado de conciencia donde es posible "ver lo invisible, oír lo inaudible", como dijo el poeta Rimbaud.
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