El incendio de República Cromañón abre una grieta en la historia del rock argentino y en la vida de una generación. ¿Cuál es el origen del fuego, más allá de las bengalas?
Podemos volver cuantas veces queramos a la hora cero del incendio de República Cromañón, al momento en que el humo se traga el oxígeno y Bartolomé Mitre se convierte en un pozo ciego, una grieta en la ciudad y en el tiempo. Podemos volver cuantas veces queramos, pero los que no estuvimos ahí no vamos a entender nunca lo que es sacudir los hombros y las mejillas de nuestro mejor amigo, nuestra novia o nuestro hermano y no obtener respuesta. Están igualitos a como estaban hace cinco minutos, cuando saltaban y cantaban los primeros versos de "Distinto". No tienen quemaduras, ni traumatismos visibles; sólo están un poco manchados. La asfixia no les alteró las facciones. Pero ya no respiran.
¿Cómo es que un tumulto de tragedias individuales se convierte en el reflejo espantoso de una época? Cuando una morgue desbordada se vuelve un asunto generacional, y cuando entendemos (demasiado tarde) que semejante masacre sin causa ni sentido era previsible, hay algo de ese humo que nos contamina a todos, aunque nunca lleguemos a comprender el espanto de casi doscientas tragedias personales.
La de Cromañón es una herida desesperante, entre otras cosas, por su falta total de sentido. Es una tragedia hueca, llena de responsables pero carente de villanos. Ofrece un montón de moralejas instantáneas: revalorizar el cumplimiento de las normas, anteponer el respeto por la vida al afán de lucro, repensar las circunstancias en que consumimos rock y, también, la manera en que informamos. Pero el precio que hubo que pagar para asimilar esas enseñanzas primarias es demasiado alto.
Es imposible reflexionar sobre cromañon sin aludir al contexto. Un Estado debilitado, al que los medios y la ciudadanía le exigen seguridad y omnipotencia luego de asistir pasiva o activamente a su desmantelamiento. Un rock que convierte en estandarte la estética del sacrificio, la ofrenda pirotécnica y la acumulación de elementos de riesgo para hacer más apasionante y profunda la experiencia (y una cultura empresarial que se sube a esa lógica para potenciar el rédito). Un periodismo que se debate entre populistas y miserabilistas, y que aborta cualquier tipo de reflexión profunda: los primeros porque se negaron históricamente a dar cuenta de la relación rock-negocio (una ecuación que es responsabilidad de los medios, los grupos y los empresarios); y los otros porque, luego de deplorar proyectos como Callejeros por factores estéticos (o, peor, de clase), hoy disparan retroactivamente acusaciones éticas para erigirse en profetas del Apocalipsis ("¿Vieron lo que lograron con su rock chabón y sus bengalas? Ahí tienen."). Lo cierto es que a ninguno de nosotros populistas o miserabilistas se le ocurrió investigar las condiciones de seguridad de los locales que publicamos en nuestras páginas.
Si en los 90 hubo tres asesinatos que marcaron a fuego el discurso de choque entre los jóvenes y las instituciones (Carrasco y el Ejército, María Soledad y el poder político, Bulacio y la policía), el incendio de Cromañón parece destinado a quebrar no sólo las reglas del entretenimiento nocturno, sino a generar, siendo optimistas, un nuevo grado de conciencia individual y colectiva sobre nuestra seguridad, a la que confirmado no deberíamos dejar en manos de las fuerzas y el poder que casi siempre repudiamos.
El lunes 2 de enero, cuando un grupo de manifestantes echó a patadas a Juan Carlos Blumberg al grito de "Blumberg, basura, vos sos la dictadura", el reclamo trazó su perímetro ideológico y abortó la suposición de que, para el pueblo, "la seguridad" es un concepto unívoco. El enjambre de exigencias contradictorias y el rechazo general a banderas políticas, definieron un estado de revuelta que hereda lo bueno y lo malo de la experiencia de diciembre de 2001.
En la asamblea montada en un vértice de Plaza Once, a pocos metros del local de Omar Chabán, no había muchas posibilidades de reflexión. Además de los cadáveres en la morgue, había cientos de internados en distintos hospitales de Buenos Aires, muchos de ellos en terapia intensiva, con el aparato respiratorio quemado y los pulmones llenos de tóxicos. Afuera, más de 35 grados de sensación térmica. Amigos y sobrevivientes montaban guardia alrededor del santuario que fue levantándose contra el vallado de Bartolomé Mitre. Remeras, zapatillas, banderas, juguetes, estampitas, rosarios, cartulinas con citas de canciones de La Renga, Las Pelotas, Callejeros... En la contradicción establecida entre un anhelo de proteccionismo estatal y el "Que se vayan todos", asomaba el único conector de los manifestantes: el dolor insoportable. No parecía que allí pudieran ofrecerse más que gritos y contención colectiva, que por esas horas no era poco.
De pronto nuestra generación, que creció en democracia y aprendió a esperar casi nada de los gobiernos –pero casi todo del rock y su experiencia común, festiva y protectora– se asomó al abismo y descubrió que por encima de ella no había nadie. Y las sensaciones mezcladas de desamparo y furia derivan en reacciones riesgosas: de resistir a las instituciones y alejarlas de nosotros (y elegir como símbolos a los grupos que más las critican) pasamos, primero, a reclamarles un cuidado que (parecía) nunca habíamos querido y, de ahí, a exigir un Estado casi policial. La utopía del rock de vivir "al costado del mundo" se nos prendió fuego: ni el rock que mejor parecía representar esos códigos de solidaridad y pertenencia, ni el empresario rockero que prometía otro modo de concebir el negocio (ahora parece que Chabán es sólo una media sombra, cuando ayer era el modelo del productor contracultural), ni mucho menos el Gobierno de la ciudad con discurso más progresista e integrador pudieron interrumpir esta cadena dramática que empieza con afán de lucro, sigue con irresponsabilidad en los hábitos del público y termina contra unas puertas trabadas. Tuvimos que llegar hasta acá para entender que el control bien implementado no es un principio conservador, sino un derecho popular.
"No podemos pensar en la mitad de la gente controlando a la otra mitad", diría Alicia Pierini, titular de la Defensoría del Pueblo de la ciudad. "No queremos una sociedad de vigiladores y vigilados. La construcción del nunca más significa esclarecimiento de causas, y hay causas más profundas que una puerta cerrada."
Desde luego, los responsables directos de las muertes deberán ser condenados. Pero nadie podría asegurarnos que, en adelante, el Estado nos protegerá de tragedias similares. Nunca creímos semejante cosa. Vivimos tratando de evadir controles, pidiendo más libertad sin darnos cuenta de que eso implica un grado mayor de responsabilidad. Si crecimos fascinados por los destellos de caos que nos proponía el rock, no deberíamos espantarnos como abonadas al Teatro Colón ante el incumplimiento de la norma. La idea de un Estado que nos castra pero nos cobija quizá no haya sido la más acertada. Tal vez sea momento de cambiarla. Sería un modo de empezar a construir poder ciudadano, en el mejor sentido.
Todos estos pensamientos surgen de una noche espantosa que despertó, a la vez, cientos de reacciones solidarias y reavivó un sentimiento de pertenencia generacional que es vital y doloroso. El 30 de diciembre de 2004 la Argentina pasó una de las peores noches de su historia. Y ocurrió en un recital de rock. Uno de esos episodios que hacen que cualquier cosa que estuvieras haciendo en el momento de enterarte se convierta en un recuerdo indeleble. Y una de esas noticias que te ahogan y te dejan una angustia residual. Eso siempre y cuando tuvieras la suerte de no estar ahí. O de que alguien que querés haya estado. Entonces entrás en pánico. Una llamada, una lista de caídos y la sensación de que la mención de un nombre va a terminar de derrumbar ya no sólo el mundo que te rodea, sino también tu mundo privado.
Luego del show de Ojos Locos, desde la cabina, Chabán que en una declaración premonitoria hasta lo tétrico había dicho Estos pibes [Callejeros] son buenísimos. Lástima que tiran tantos petardos se deshacía en advertencias: Che, manga de pelotudos, no prendan bengalas, déjense de joder. ¿No se dan cuenta del peligro de esto? Acá hay más de 6 mil personas. Si esto se incendia, no se salva nadie. Tomen conciencia, boludos, del peligro de una bengala, de un tres tiros en un lugar cerrado. Puede llegar a ser una masacre. Abajo, los pibes agitaban banderas y coreaban: ¡Borom-bom-bóm, borom-bom-bóm, andá a la puta que te parió!.
Las bengalas ya habían empezado a arder en el set de precalentamiento, en especial cuando el disc jockey puso Jijiji. De pronto, ese instante de euforia que se produce cuando las luces y la música de fondo se apagan. Gritos, revuelo, banderas en alto. El escenario se iluminó y Patricio Santos Fontanet, cantante de Callejeros, replicó las advertencias de Chabán. Los testigos y un registro de video permitieron reconstruir: Bueno, ya escucharon, no jodan con las bengalas, no tiren nada, somos muchos y esto es un lugar cerrado. ¿Se van a portar bien? ¡¿Se van a portar bieeeeeeeeen!?. (La noción de catástrofe inminente para los anfitriones se aparece tan absurda como la insensatez de una mínima parte de los invitados.)
Ese show, último de un triplete programado pocos días después de haber tocado para más de 15 mil personas en Excursionistas, era la celebración de un año arrollador. La temporada había empezado con un batacazo en Cosquín, donde se puso en escena una especie de batalla de aguante con La 25: a ver quién movía más gente, quién agitaba más rocanroles, quién desplegaba más banderas. Un fan cordobés, desde el foro de Rolling Stone, aseguraba haber visto a un músico repartir bengalas antes de la actuación (era un lugar abierto, es cierto, pero refiere a la interacción del ritual). Once meses después, con "Una nueva noche fría" convertido en el hit nacional del año, lo que Callejeros tenía frente a sí era una convocatoria propia diez veces mayor. Y un crecimiento exponencial de pirotecnia que ya los estaba asfixiando.
De vuelta en Cromañón, entonces, la banda empieza a tocar Distinto, el tema que abre Rocanroles sin destino. Las bengalas se encienden una vez más. Ninguno de los grupos de seguidores (Los Invisibles, El Fondo No Fisura y La Familia Piojosa) quiere ser el primero en ceder el protagonismo, en declinar el aguante a la banda. Callejeros sigue tocando. Más bengalas y humo. Pato empieza a cantar: A pensar, a reaccionar, a relajar, a despotricar/ A decir estupideces/ A olvidarme de olvidar.... De pronto, ¡pum!: una bomba de estruendo. Las candelas estallan y sus luces se extinguen antes de llegar al techo. Pero un disparo, o apenas un chispazo, sobrevive hasta la media sombra que decora o aísla el cielo raso de Cromañón.
Según un testigo, esa media sombra se había elevado todo lo posible tras el principio de incendio que hubo el 1° de mayo de 2004 durante un festival rolinga. Antes de que tocara Motor Loco, ya había fuego en el pogo, recuerda Toti, cantante de Jóvenes Pordioseros, la banda que cerró aquella velada. Y antes de que nosotros subiéramos, tiraron un par de candelazos al techo y la media sombra agarró al toque. Nadie sabía para dónde correr. Sacaron a la gente afuera y lo apagaron los pibes de seguridad.
Ese anticipo, otra señal ignorada, se repitió, aunque en menor escala, apenas seis días antes de la catástrofe, en el show de La 25 del fin de semana de Navidad. También fue en Cromañón, y la banda involucrada viene a completar el tridente que ostentó el mayor crecimiento popular mientras hacía alarde de su poder pirotécnico. Llamarlo casualidad, aun hoy y tarde, parece al menos irresponsable.
El 30 de diciembre, antes del estribillo de Distinto, el fuego se propagó con bastante más voracidad que en los dos antecedentes. Callejeros dejó de tocar. El público, que comenzó a correrse todo cuanto podía hacia los costados, abrió un círculo debajo de la lluvia de plástico inflamado. Una humareda tóxica comenzó a tragarse el oxígeno. Entonces se cortó la luz y el pánico se adueñó de todo. Gritos, amontonamiento, avance del monóxido de carbono, humo a temperaturas bestiales, gente que pisoteaba cuerpos para salir, sobrevivientes que volvían a meterse para socorrer a otros, bomberos, ambulancias... Muchos callejeros que no habían logrado entrar (la concurrencia triplicaba, al menos, la reglamentaria) intentaban ayudar, sin entender qué estaba pasando. Los que pudieron se treparon al escenario y salieron por los camarines, pero las tablas se derrumbaron después de un rato.
El fuego se tragó el techo, tosió Claudia, una sobreviviente, al salir a la calle. Dos testigos dicen haber visto a Fontanet, descalzo y negro por el tizne, llorando, echándose la culpa y corriendo desesperado, buscando a amigos, familiares y fanáticos sobre el asfalto. Su novia, Mariana Sillota (21 años), moriría dos semanas después en la clínica de La Trinidad. Y su madre, Susana, matrona de la banda, quedaría internada, pero acabaría recuperándose y asegurando, por radio, que hará esfuerzos para que vuelvan a tocar.
En medio del descontrol inicial, algunos familiares llegaban a Once y revisaban los cuerpos alineados en la vereda. Los médicos de emergencia identificaban a las víctimas con colores, según la prioridad de traslados. Al menos veintisiete personas murieron dentro, muchas de ellas amontonadas contra una puerta de emergencia trabada con candado. Cuando los bomberos lograron abrirla, el humo negro y los cadáveres les cayeron encima. Del sector vip sobrevivieron muy pocos. Era más difícil escapar desde lo alto (por eso los Callejeros perdieron a tantos seres queridos). Algunos chicos salían caminando, aparentemente a salvo, y caían a los pocos metros por la asfixia.
Chabán, a quien un par de testigos dicen haber visto meterse en un taxi en medio del caos, se convirtió dos días después en el único detenido por el incendio. Según pudo constatar Rolling Stone, fueron pocos los que lo visitaron (la Negra Poly, entre ellos). En la celda, el productor contaba que estuvo sacando gente desesperado en los primeros minutos del fuego. Se lo ve alterado, y siente que el rock le dio la espalda. Pero manifiesta bastante desconexión respecto del lugar que ocupa hoy en la opinión pública.
En tanto, el jefe de Gobierno porteño, Aníbal Ibarra, cercado por una furia popular que lo señalaba como responsable político, prefirió, primero, descargar culpas sobre el dueño de Cemento y sobre las habilitaciones de Bomberos. Más allá de la trama de responsabilidades e indemnizaciones (el Estado subsidia patrocinios legales en causas en que se investigan sus propios delitos) y de un pedido de renuncia (que, hasta ahora, no cosechó tantos adeptos), no fue sorpresa ver que, luego de la catástrofe, la primera acción de Ibarra fuera dar una conferencia de prensa. Tampoco fue sorprendente que, ante la presión, el Gobierno porteño, presuntamente progresista, recurriera a un duro como Juan José Alvarez, responsable de Seguridad en tiempos de la presidencia interina de Eduardo Duhalde y de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán a manos de la policía.
Hay que tener cuidado con el cantito de «a nuestros pibes los mató la corrupción». Es peligrosísimo, advierte María del Carmen Verdú, líder de Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) y abogada querellante por Fernando Luis Aguirre, 19 años, una de las víctimas de Cromañón. Sin darse cuenta, los que cantan eso les están haciendo el juego a Ibarra y a Alvarez, que llegó y lo primero que hizo fue echar a veintisiete tipos de la Secretaría. Acá el conflicto es mucho más de fondo.
Para Verdú, el incendio de Cromañón responde a la lógica de una sociedad en que los jóvenes ya no son ni siquiera mano de obra barata, sino apenas un sobrante para exprimir. Y no le parece casual que la mayoría de los damnificados sea de la misma generación que el 60 por ciento de las víctimas del gatillo fácil. En un comunicado, la Correpi observa: La responsabilidad política del Gobierno de la ciudad no es simplemente permitir que funcionen boliches como República Cromañón. El gobierno de Ibarra viene de imponer en acuerdo con el macrismo un código contravencional que se inscribe dentro de esa misma lógica de criminalizar la pobreza y la juventud (...) El esfuerzo del gobierno ibarrista y la pfa [Policía Federal Argentina] siempre estuvo puesto en la persecución de vendedores ambulantes, prostitutas, manifestantes y otros «contraventores» de similar poder y peligrosidad. Si en lugar de perseguir a los pobres, hubieran controlado a los empresarios importantes, esto no hubiera pasado.
En todos estos años de democracia, a la par de la represión y desidia institucionales que se cargan víctimas periódicamente, el rock fue escribiendo su propia historia trágica. Si bien el más difundido fue el asesinato sin condena de Walter Bulacio (que responde a la tipología criminal torturas en comisaría), hubo otras muertes que quedaron sin resolución judicial. En marzo de 1999, en un hecho comparable (no en magnitud, pero sí en el reparto de responsabilidades), los jóvenes Alejandro Lumelli y Diego Aguilera murieron electrocutados durante un show de Divididos y Los Caballeros de la Quema que organizó el gobierno porteño de Fernando de la Rúa (Buenos Aires Vivo). Nadie fue condenado. Ese mismo gobierno (cuya cabeza institucional llegó luego a la administración nacional) siguió programando recitales en todo el país, el público acudió en masa, los periodistas los reseñamos como fiestas populares y las bandas continuaron prestando sus servicios a cambio de un cachet.
En la presentación de los Redondos en River, en abril de 2000, se produjeron incidentes en el campo, que terminaron con un joven asesinado. Nadie reclamó el cuerpo, la causa no prosperó y el rock siguió su curso. El Indio Solari detuvo el show cuando supo de la pelea y reprendió al público, amenazando con que no volvería a tocar; pero luego la banda reapareció con Juguetes perdidos y las bengalas y las banderas diluyeron el malestar. Este asunto está hoy y para siempre en tus manos, nene, cantaba Solari. Pero casi todos preferimos creer que el asunto nuestra integridad, nuestro futuro estaba en manos de otro.
¿Qué grado de protagonismo, entonces, les cabe a las costumbres rockeras argentinas en la tragedia de Cromañón? La estética del sacrificio, en efecto, terminó de imponerse en los últimos diez años: la pasión asociada al sorteo de fuerzas adversas. Ese señores dejo todo del hincha futbolero aplicado a la experiencia del rock. Sin duda, el público de los 90 de los Redondos, formado durante la década del achique del Estado y la multiplicación del desempleo, fue el que configuró esa matriz estética. Cuando Patricio Rey dejó de tocar en Capital, los éxodos al interior llevaron este concepto al paroxismo: miles de chicos viajaban con unas pocas monedas, pasaban la noche a la intemperie, comían poco, transformaban la rutina de los pueblos, y dejaban el alma frente al escenario.
Lo que ahora resulta incómodo recordar, y lo que buena parte de los medios no comprende, es que ese contexto formaba parte del goce, del acontecimiento extraordinario, de aquello que peligroso, insensato, como quieran rompía con el devenir más o menos inerte de ser joven en la Argentina y no tener grandes perspectivas existenciales. La falsa igualdad entre ídolos y peregrinos era un espacio de bienestar para muchos. Y a partir de ahí, ese foco de protagonismo adquirió dimensiones monstruosas.
Eli Suárez, guitarrista y cantante de Los Gardelitos, es un tipo que, a los 27 años, sabe con bastante precisión de qué se trata todo esto: nacer y crecer en el rock. En mayo del año pasado, su padre, Korneta Suárez, fundador de la banda y mito del under, murió en los mismos términos en que vivió: perdido en el Bajo Flores, vagando en la noche, atormentado entre el anhelo de desintoxicación y la certeza de que el rocanrol way of life es una pastilla de cianuro que conviene tener siempre a mano, como para tragársela en caso de emergencia. Eli aprendió casi todo de Korneta: lo que hay que hacer y lo que debería evitar en la búsqueda de un tipo de intensidad distinta.
Estuve en el santuario y vi una frase pintada en la pared que me impactó. Decía: «Basta de robarnos el futuro». Y creo que eso resume todo, dice Eli, que comparte mucho público con Callejeros. Porque antes de matar a esos pibes, les robaron la ilusión. Esos pibes buscaban el futuro en la luz de las bengalas. Pero, paradójicamente, murieron asfixiados en la oscuridad. Yo los veo cuando prenden bengalas en los shows de Los Gardelitos y, te digo, sus ojos buscan la fe ahí. Esos pibes saben que no tienen futuro. No les importa si se mueren todos, hoy, mañana o ayer. Por eso, esta catástrofe es generacional. Es el primer gran golpe que sufrimos.
Callejeros y Los Gardelitos provienen del sudoeste de la ciudad, una zona muy representativa si analizamos la genealogía del rock nacional y popular de la última década. Después de la explosión de La Renga y la certeza de que tres laburantes de Mataderos podían pudrirla a niveles descomunales, barrios como Pompeya, Lugano, Villa Riachuelo y (del otro lado de la General Paz) Villa Celina vieron crecer a grupos que casualidad o causalidad sintonizaron la sensación térmica de un público que accedía a la experiencia del rock cada vez más temprano.
Para comprender la codificación estética e ideológica de estas bandas, es necesario considerar un par de factores. Por ejemplo, la relación no conflictiva con elementos culturales heredados como el tango, las tradiciones familiares y, en algunos casos, la educación cristiana a nivel barrial (no es casual que el santuario tardara pocas horas en aparecer; hay que revisar, también, el tema Rebelde, agitador y revolucionario, dedicado a Jesús). Los Gardelitos, en tanto, conciliaron el orgullo arrabalero con una concepción artesanal del rock, y fueron una influencia muy importante para Callejeros. Fan de Korneta, Fontanet alaba la figura de Carlos Gardel, un fantasma inmaculado de biografía jamás revisada para tiempos en que el rock se puso más careta que un cura (Sé que no sé).
Otro elemento decisivo de los alrededores del Riachuelo es la falta de trenes. Puede sonar absurdo, porque la fundación de los barrios está históricamente ligada al trazado ferroviario. En las áreas suburbanas sin estación, la sensación de aislamiento y desconexión suele amplificarse más allá de las distancias. Si el paisaje de ferrocarril y casas bajas les dio material a compositores como Iván Noble y Andrés Ciro, el imaginario de colectivos y monoblocks abonó el terreno de Viejas Locas (ver los videoclips de Aunque a nadie ya le importe y Homero), Jóvenes Pordioseros (Que me entierren en Lugano I y II, cantan en Cuando me muera), Callejeros (Y salgo corriendo, ya mi tiempo no está./ Está el 91 y la General Paz, dice Parte menor) y, por supuesto, La Renga, que pintó los alrededores de la avenida Perito Moreno en dos canciones muy simbólicas: La nave del olvido y La balada del Diablo y la Muerte.
Villa Celina, fundado en 1976, respira en torno de un núcleo de edificios en bloque, al estilo soviético, junto a la autopista. Ahí se formó Callejeros, de espaldas a un barrio que, en general, los tildaba de borrachos. Un lugar en el que, para muchos, sólo hay un par de opciones: o te ponés a trabajar con tu viejo o te probás los cortos en algún club. Sin embargo, la conciencia de ahorro y prosperidad gradual, que suele heredarse en las familias de clase media trabajadora, determinó el espíritu del sexteto. Entendíamos que había que trabajar sobre la banda sin pensar solamente en el negocio, le decía Pato a El Acople, antes de debutar en Obras. De a poco empezamos a funcionar como una empresa. Si no, ya nos hubiéramos delirado toda la plata y tirado todo al carajo.
El discurso de Callejeros que asumía naturalmente la responsabilidad empresarial siempre fue mucho más constructivo que disruptivo. Sabemos que esto no va a terminar. Esto es infinito, ésa es nuestra idea, decían a la revista Si Se Calla El Cantor. O sea, más cerca del anhelo de eternidad (o de prosperidad, al menos) que del eslogan punk Vivir rápido y morir joven. No había no hay futuro en la mirada del grupo fuera del escenario. Y tampoco es real el supuesto de un público homogéneo (entre las víctimas están, por ejemplo, el hijo de un legislador de Ituzaingó y un piquetero de La Matanza).
Es importante, a la vez, no perder de vista el contexto específico de la masacre. No es azaroso el hecho de que muchos grupos prefirieran tocar en los lugares de Chabán (quien, dicho sea de paso, había condecorado a Callejeros como la banda con mayor ética del año en la última edición de sus Premios Luca). Chabán apoya a las bandas cuando no meten gente y de esa manera labura para que la movida crezca. El resto, no, decía el propio Fontanet.
En todas estas semanas de autocríticas más o menos reflexivas, el mundo del rock se olvidó de mencionar que los antros de Chabán representaban, en efecto, una especie de alternativa al circuito de espacios civilizados que creció en los últimos tres o cuatro años: Obras concesionado por Pop Art, El Teatro, La Trastienda, etcétera. Esa falta de control que prevalecía en Cromañón y Cemento, de algún modo, les permitía a los artistas imponer sus reglas: por ejemplo, la contratación de patovicas que no maltrataran a la gente. Las bandas nos sentíamos cómodas en Cemento y en Cromañón. No reparábamos en otras cosas, dice Toti, de Jóvenes Pordioseros. Antes había que pasar por Cemento para ser alguien en el under. Y ahora tenías que hacerte fuerte en Cromañón, es la verdad. ¿Por qué no lo dice nadie? Porque nadie quiere quedar pegado.
En el show de Callejeros en Excursionistas, quince días antes del incendio, se labraron ocho actas por contravenciones relacionadas con pirotecnia. ¿Cómo habríamos reaccionado si una inspección hubiera suspendido los shows de la banda por el peligro que representaban? Muchos de los que hoy piden a gritos casi siempre justificados por el dolor las cabezas de Chabán y de Ibarra se habrían manifestado en contra de la censura al arte popular. ¿Qué habríamos dicho si se clausuraba Cromañón por no cumplir las normas de seguridad? Hubiéramos despotricado contra los monopolios y defendido al noble Omar Chabán que empezó en el Einstein. El Estado, desde luego, debería haber actuado más allá de todo eso.
Sea el lugar que sea, siempre ponemos nuestra gente y nuestro control, afirmaba Fontanet en una de sus últimas notas. En general, los acuerdos (casi siempre de palabra) entre los managers y Chabán eran: 70 por ciento de las ganancias para el grupo y 30 para el lugar. Antes de lo ocurrido se había publicado que, en muchos casos, pese a los cacheos estrictos, existía cierto consenso que permitía el ingreso de bengalas de calibre menor. Como sea, el contexto del crecimiento popular de Callejeros es el de una competencia tácita entre bandas afines sobre la eficacia festiva, familiar y contenedora de sus recitales. Fuentes cercanas a los abogados de la banda aseguran que la responsabilidad de garantizar las condiciones de seguridad interna (la puerta de emergencia cerrada, la sobreventa de tickets) corría por cuenta del dispositivo de control estable de Cromañón.
Más allá del laberinto judicial que deberá desentrañar la jueza María Angélica Crotto, no parece del todo saludable en términos de la construcción de una conciencia de seguridad generacional no coercitiva; olvidarse de la parte de responsabilidad que les toca a los pibes que encendían bengalas en lugares cerrados. Sabemos que el tema ya era un conflicto instalado mucho antes del 30 de diciembre, y se discutía en los círculos internos de la banda. Ponerlos a un costado del conflicto o victimizarlos sin reflexión es igualmente grave: profundiza el rol pasivo y estupidizado con que se los pretende definir y que, de algún modo, nos llevó a situaciones como ésta.
La crónica de Rolling Stone de callejeros en Obras (30 y 31 de agosto de 2004) comenzaba así: Un nebulizador, ya, pedía Pato. Y seguía: La seguridad del lugar pidió que la gente dejara de prender bengalas. Desde el primer tema se hacía difícil respirar. Insultos. «No me chiflen, la historia es corta», recusó Fontanet. «Tuvieron que llevarse a dos pibes en ambulancia porque se ahogaron con el humo de las bengalas. Y bueno, ustedes nos pidieron Obras».
Como bien escribió Mario Wainfeld en Página/12, la catástrofe de Cromañón es una metáfora de la Argentina. Por predecible y, a la vez, inevitable. Inevitable porque sobraban indicios para preverla y, aun así, nadie hizo nada (o al menos lo suficiente) por detenerla. La teníamos ahí, frente a nuestras narices. Inspectores, gobernantes, empresarios, músicos, cronistas, seguidores que se metían las bengalas debajo de las plantillas o entre el pelo para después brillar más que el resto. No podemos interpretar que para divertirnos tenemos que violar el espacio ajeno... Es una actitud fascista, escribió Ciro Pertusi en una carta abierta poco después del incendio.
No es uno de esos casos en que pueda decirse: Ojalá estas muertes sirvan para algo. No sirven para nada. Pero supongamos, por un momento, que somos capaces de aprender algo del horror. Supongamos que llegamos a comprender que el problema no termina en la bengala, ni en Chabán, ni en Ibarra. Supongamos que este síntoma fatal conjura décadas de deterioro y volvemos a ocuparnos de ciertas cosas como el respeto por la vida y la integridad propia y ajena. Y supongamos que les exigimos el mismo trato a nuestros representantes. Nadie pondría las manos en el fuego porque algo así vaya a suceder; pero lo mínimo que podemos hacer es intentarlo.
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