Pasan los zombis, quedan los artistas
Así como hubo momias antes de Tom Cruise y de los Titanes en el ring de Martín Karadagián (e incluso los antiguos egipcios se habían adelantado a Boris Karloff), hubo zombis en el cine antes de George A. Romero. La enfermera canadiense Betsy Connell nos contaba lo que había pasado en una plantación de azúcar en una isla caribeña en 1943 en I Walked with a Zombie de Jacques Tourneur, producida por el insoslayable productor de clase B Val Lewton, nacido en el Imperio Ruso. I Walked with a Zombie se conoció por estos pagos en su momento como Yo dormí con un fantasma (quizás la palabra zombi no se usara en la década del 40 en el Río de la Plata). Con los años y la llegada del VHS, la película de Tourneur se fue convirtiendo en Yo caminé con un zombie. Ya había llegado George A. Romero al cine, que no inventó a los zombis aunque sí los hizo protagonistas de todo un subgénero del terror, fundado y moldeado por él a partir de una ópera prima fundamental, que tiene que estar en cualquier recorrido serio que se emprenda por la historia del cine: la que ahora conocemos como La noche de los muertos vivos, aunque acá se estrenó en su momento como La noche de los muertos vivientes.
La película de 1968, hecha con un presupuesto mínimo y que recaudó 263 veces su presupuesto, es de una notoria inventiva: una película creadora de formas, de movimientos, de maneras de asustar, de lógicas espaciales. Y con comentarios políticos–sobre el rol de la mujer, sobre el racismo– que no provenían de sentencias explícitas sino que se derivaban de las propias acciones. La noche de los muertos vivos fue una película que revolucionó al terror y que lanzó la carrera de uno de sus creadores fundamentales, alguien que hizo más que “la serie de los muertos”, más que películas de zombis (o de “zombis modernos”): Martín, el amante del terror, The Crazies, Creepshow y Monerías diabólicas no deberían faltar en la formación del cinéfilo. Por supuesto, tampoco se puede dejar de lado a El amanecer de los muertos, de 1978, película de una potencia notable.
A fines del siglo XX Romero estaba lejos de ser un cineasta bien posicionado en la industria. Sin embargo los zombis, que parecían estar (doblemente) muertos, en algún momento del siglo XXI se resucitaron (doblemente), y empezaron a estar de moda, como los frutos rojos, Palermo o el running. Y así fue que los zombis son el centro de muchas películas y series, y hasta Zack Snyder hizo una sorprendente y muy buena remake de El amanecer de los muertos. Los muertos vivos se volvieron marca, factor de venta, contraseña veloz: “ah, es una de zombis”. Y así fue que hasta el propio Romero, cuya familia paterna es de origen gallego (ver esta nota que liga a los zombis con la brumosa Galicia) volvió a sus personajes insignia con una trilogía de los muertos en el siglo XXI que luego de un gran resurgimiento con Tierra de los muertos, fue decreciendo en calidad con el tiempo.
Romero murió el domingo y la primera –y lógica– reacción en muchos cinéfilos fue la de notar que se iba alguien -como el también fallecido Wes Craven o el aún vivo John Carpenter– que hizo no solo una serie de películas sino una obra con sello propio. Que no solo filmó su cine sino que lo firmó: un autor del cine de terror, alguien con personalidad creativa, alguien para quien -entre otras cosas- los personajes y sus peripecias definían en buena medida la densidad del miedo. Tengo una sospecha, bah, casi una certeza: hoy el cine –sus lógicas económicas o de legitimación que determinan cada vez más sus posibilidades creativas– propician mucho más el uso a repetición de un elemento de moda que el surgimiento de nuevos creadores con voz propia. Si hasta los buenos directores de terror que surgen, incluso rioplatenses de éxito, son convocados mayormente para recuperar marcas ya probadas. Vamos a extrañar cada vez más la posibilidad de que existan nuevos Romeros. Y vamos a extrañar a George A., que nunca usó la palabra zombi en el título de ninguna de las películas que dirigió.
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