Para alquilar balcones: en el regreso de La edad dorada, la aristocracia neoyorquina quiere quitarle la ópera a los nuevos ricos
En la segunda temporada de la serie de Julian Fellowes, sucesora de su gran éxito Downton Abbey, la pelea entre las dos facciones de la alta sociedad, encarnadas por las geniales Christine Baranski y Carrie Coon, se muda a la construcción del célebre Metropolitan
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A diferencia de la mayoría de las series del streaming, que suelen concluir sus temporadas con cambios repentinos, extrañas vueltas de tuerca o decisiones que quedan en suspenso, La edad dorada, creación de Julian Fellowes para HBO Max, concluyó su primera temporada con la sensación de la tarea cumplida. Todo parecía en orden en la calle que separa a la tradicional residencia Van Rhijn de los poderosos Russell después del fastuoso baile que celebró la entrada de los nuevos ricos a la crème de la Nueva York de fines del siglo XIX. El baile, con los disfraces de Versalles y la comida preparada en el último minuto por el chef de Wichita que se hacía pasar por alumno de París, fue un triunfo para Bertha Russell (Carrie Coon) y su naciente cofradía con la legendaria Lina Astor (Donna Murphy), matriarca de la Vieja Nueva York, una promesa que el espectador anhelaba ver cumplirse. ¿Será esta temporada aquella en la que los viejos conflictos se dejen de lado y la Nueva York finisecular se convierta en una gran familia?
No es para tanto. La segunda temporada comienza con la misma algarabía con la que despedimos a la anterior, en este caso la preparación de una ceremonia religiosa para conmemorar las Pascuas. Todas las familias preparan sus sombreros y aguardan el sermón. En los pasillos de la opulenta iglesia se saludan los que antes eran contendientes por el beneplácito de pertenecer. Primero los Russell, el matrimonio de George (Morgan Spector) y Bertha, amos y señores del dinero del ferrocarril; las hermanas Agnes Van Rhijn (Christine Baranski) y Ada Brook (Cynthia Nixon), junto a su sobrina Marian Brook (Louisa Jacobson), exponentes de la ‘Vieja Nueva York’ a la que le sobra garbo y le faltan dividendos; y luego la imponente Lina Astor, rectora de los protocolos de la ciudad, reina nunca coronada que define el rumbo de esa socialité en permanente cambio. Alejados del altar pero vestidos para la ocasión, los sirvientes de las diferentes casas participan de la misa, un instante de imprevista democracia hasta que cada uno vuelva a su lugar en el escalafón.
El estreno de La edad dorada, un proyecto que Fellowes tenía en carpeta tiempo antes de su éxito con Downton Abbey (2020-2015, disponible en Amazon Prime Video), parecía anunciar una versión continental, al otro lado del Atlántico, de las viejas tensiones entre la cúpula de la sociedad, con sus aspiraciones aristocráticas y sus finanzas pujantes, y los integrantes del servicio, confinados al subsuelo de las mansiones y las entradas laterales, y aun así representantes de rigor de las transformaciones sociales de su tiempo. Una dinámica del upstairs/downstairs en la que el creador había demostrado su magia durante los años de éxito de la serie Downton Abbey y en los corolarios fílmicos de la saga de la familia Crawley (estos disponibles también en HBO Max). No es ese el eje de La edad dorada, si bien los habitantes de las alcobas subterráneas condimentan los conflictos del salón superior, entablando romances, intrigas, incluso malentendidos que culminan con gratas reconciliaciones.
El interés de Fellowes, tanto en la primera como en esta nueva temporada, es consumar una exégesis, divertida y nada solemne, de la variopinta fauna de la Nueva York decimonónica, escalonando el devenir de su progreso –tendido del ferrocarril, llegada de la luz eléctrica, desarrollo inmobiliario de Newport- con las intrigas de su clase dirigente, menos interesada en la política que en el ceremonial que define la vida social y comunitaria. Claramente inspirado en la literatura de Edith Wharton, la autora de La edad de la inocencia –quizás la novela con mayor influencia en esta serie sea The Custom of the Country, de 1913- Fellowes elige una aproximación más ligera, sin la ironía y sagacidad de la premiada escritora, y con una mirada más condescendiente sobre las mezquinas disputas que enredan a sus criaturas. Un tono similar al que la sucesora de Sex and the City, And Just Like That, aplicó al retrato de la Nueva York contemporánea desde la perspectiva de mujeres de 50 que intentan amoldarse a las agendas del siglo XXI.
En ese sentido, Fellowes alimenta una contradicción central para el espectador. Los personajes más interesantes –como las rivales Bertha y Agnes– no solo son representantes de una ambición desproporcionada para su disfrute o de privilegios rancios que buscan sostener a toda costa, sino que para lograr sus objetivos manipulan y exprimen los sentimientos de aquellos a los que dicen querer. Bertha es capaz de utilizar a su hija Gladys (Taissa Farmiga) como un peón para entrar en una sociedad que la desprecia por su origen desclasado, y Agnes humilla a su sobrina Marian ante un revés amoroso solo para demostrar que su juicio de la sociedad es el adecuado. Recordemos que Marian, llegada de Filadelfia a comienzos de la primera temporada luego de la muerte de su padre y de la pérdida del dinero familiar, es una joven sin prejuicios, algo ingenua, dispuesta a entablar amistad con Peggy Scott (Denée Benton), una periodista afrodescendiente, e ilusionarse con el amor del señor Raikes (Thomas Cocquerel), un abogado arribista. Sin embargo, su aire desangelado y la falta de espesura en el personaje hacen que perdamos toda confianza en su triunfo.
Ante la ñoñería de sus proyectadas heroínas, Fellowes parece haber advertido en esta nueva temporada que esos personajes algo egoístas y mezquinos son en realidad el corazón de La edad dorada, quizás porque es un tiempo signado por ese espíritu de rápido ascenso y amistades traicionadas. Por ello el matrimonio Russell se erige como epicentro de esa Manhattan que se transforma al ritmo del dinero y la insistencia de Bertha de entrar en los círculos vedados es más un gesto de conquista que de irreverencia. George Russell fue, en la primera temporada, el industrial honesto al que un operario corrupto intentó hacer responsable de un accidente ferroviario con numerosas víctimas. Además fue el marido fiel que rechazó a la doncella de su esposa. Pero en esta temporada ciertas sombras complejizan su figura. Una serie de huelgas en sus filiales ferroviarias encienden la alarma y su espíritu negociador define la esencia de su clase.
Por su lado, Bertha, triunfante en el baile que introdujo a su hija Gladys en la sociedad y abrió las puertas de su fastuosa mansión a los ojos envidiosos de las familias más tradicionales, ahora parece dispuesta a obtener una butaca en la exclusivísima Academia de Música. Protegida por la tutoría de Lina Astor, la Academia de Música trae a los músicos y cantantes más importantes de Europa, realiza puestas magníficas de óperas y conciertos, pero para los nuevos espectadores conseguir un palco es una hazaña imposible. Harta de desplantes y extensas listas de espera, ya en el primer episodio Bertha se convierte en auspiciante del nuevo Metropolitan, teatro que amenaza con arrebatar el cetro de la música a su competidora. Recordemos que en La edad de la inocencia de Martin Scorsese, inspirada en el clásico literario de Wharton y perfecta radiografía de la violencia que late debajo de los buenos modales, la ópera era el teatro de las clases de su época, el escenario perfecto para dirimir intereses, pasiones y sentimientos prohibidos por fuera de esa representación.
Después del sobresalto de verse obligada a asistir al baile de los Russell al final de la primera temporada, Agnes Van Rhijn decide defender el prestigio que conserva en esa sociedad sacudida por el dinero de los advenedizos. Sus disputas con Marian continúan, sobre todo cuando se entera de que su sobrina oficia de educadora a sus espaldas rompiendo toda tradición familiar, y el regreso de la señorita Scott, quien había sido su secretaria hasta que las disputas raciales con el ama de llaves la alejaron de Manhattan, marca un pequeño triunfo. La dinámica entre Agnes y Peggy le permite a Fellowes complejizar las tensiones raciales en aquel tiempo posterior a la Guerra de Secesión. De hecho, hacia el final de la primera temporada descubrimos el secreto de Peggy: casada con un hombre que su padre, un farmacéutico de Brooklyn –el barrio donde residían la mayor parte de los afrodescendientes– no aceptaba, Peggy había tenido un hijo que creyó muerto. Ahora es el tiempo de descubrir qué pasó con aquel niño que le negaron, enfrentar a su padre por sus prejuicios, y aventurarse a un escenario cruento en un imprevisto viaje hacia el sur del país.
Las historias que ya se bosquejan en los primeros episodios de esta segunda temporada profundizan los ejes que Fellowes exploró en su debut el año pasado, pero con la incorporación de nuevos personajes, el nacimiento de nuevos romances, la dinámica de viejas tensiones que se actualizan. El retrato de esa Nueva York pujante y en plena transformación, con su arquitectura resultante del progreso, se consagra en las disputas entre generaciones, que no escapan a las familias de la tradición ni tampoco a los nuevos ricos. Tanto las ambiciones de independencia de Marian Brook frente a las imposiciones de su tía Agnes, o el deseo del joven Larry Russell (Harry Richardson) de desafiar los mandatos del negocio familiar para ser arquitecto, como la batalla que Peggy libra contra las represiones paternas para buscar su destino, definen un cambio de era. La nueva sociedad no solo se configura en las ambiciones de los que llegan a Manhattan, apropiándose de los lugares tradicionales de los pioneros, sino también en las nuevas generaciones que reclaman su autonomía.
“No podemos excluir para siempre a los recién llegados o serán ellos los que formen la nueva sociedad y nos excluyan a nosotros”, había advertido con astucia Ward McAllister (Nathan Lane) a su benefactora, Lina Astor. Como eslabón indispensable entre esa vieja sociedad que debe aggionarse a los nuevos tiempos y la nueva que debe moderar la prepotencia de su conquista, McAllister es la voz elegida por Fellows para revelar con inteligencia y cierta ironía los dramas que a otros los consumen y a él le divierten. Un narrador menos maduro que la voz de Wharton en la película de Scorsese pero que ofrece una guía divertida para el espectador, la perfecta estrategia para sentarse cómodo en el palco y disfrutar de la función.
- La edad dorada, hoy, a las 22, por HBO Max (la primera temporada completa está disponible en la plataforma, que irá subiendo un episodio estreno por semana de la serie)
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