Pantallas y escenarios, difícil relación
¿Cuánto le debe el cine al teatro? Algunos eruditos sostienen que los hermanos Lumière tan sólo tuvieron en principio una inquietud científica, a partir del ancestral afán humano por retener el fluir incesante de la vida.
Otros afirman que si bien la intención primera de los inventores del cinematógrafo había sido puramente documental (la famosa llegada del tren a la estación de La Ciotat), ya en "El regador regado" estuvo la intención de dramatizar la realidad, de crear una situación como podría haberla dibujado un historietista de la época, sólo que animada por personajes vivos.
Lo concreto es que tan pronto como se advirtió la resonancia que el nuevo medio de expresión tenía en el público, la pantalla se pobló de dramas, comedias o tragedias, a menudo directamente transcriptas del escenario al celuloide. El ejemplo más notorio es el de Sarah Bernhardt, cuyos ampulosos gestos perduran en una filmación de su célebre "Dama de las camelias", hecha en 1912. Y es sabido que el magnate de Hollywood Adolph Zukor, fundador de la Paramount, inició su fortuna con la proyección de una "Reina Isabel", filmada por Bernhardt hacia la misma época, astutamente anunciada, en ciudades y villorrios de los Estados Unidos, como una auténtica presentación personal de "la Divina".
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Es notorio que en cuanto el cine adquirió la capacidad de hablar, en 1927, los films se dedicaron a competir con el escenario, a menudo trasladando a la pantalla los éxitos de las tablas, sin mayores cambios. Así, Greta Garbo habló por primera vez en una "Anna Christie" de O´Neill, en 1930, dirigida por Clarence Brown, donde la cámara sigue, obediente, el trazado de la puesta teatral. Dato curioso, y un rasgo de la época: simultáneamente se filmó una idéntica versión en alemán, también con Garbo, pero con otro elenco.
Muchas veces recurrió Hollywood a la cartelera de Broadway, con resultados diversos. Al vuelo de la memoria, fueron llevados al cine, entre otros muchos éxitos, "Vive como quieras", "Pecadora equivocada", "Doce hombres en pugna", tan sólo en los Estados Unidos, sin contar versiones europeas y latinoamericanas de piezas teatrales (entre nosotros, "Casa de muñecas", "Señorita Julia", "Joven, viuda y estanciera", "Los árboles mueren de pie").
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Personalmente, a este cronista le interesan, más que las previsibles traducciones de un medio a otro, las películas que evocan o reflejan el ambiente, la vida del teatro. Tuvimos hace poco un ejemplo notable, la encantadora "Conociendo a Julia", vívida recreación de la escena londinense poco antes de la Segunda Guerra. Los dos films que en nuestra opinión sobresalen en la pintura de esplendores y miserias de esa profesión tan pintoresca y decididamente extraña que es la actuación, son "Les enfants du paradis" (Marcel Carné, 1943-44) y "Topsy-Turvy" (Mike Leigh, 2000).
En ambos -con premisas estéticas muy distintas-, el teatro aparece como un microcosmos que representa (nunca mejor empleado el verbo "representar") al mundo, pero con lentes que lo distorsionan. El film de Carné se refiere básicamente a los actores y reúne un elenco insuperable: Arletty, Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur, Pierre Renoir, Louis Salou, María Casares, Marcel Herrand.
El del inglés Mike Leigh habla, en cambio, de dos autores célebres: el libretista William Gilbert y el compositor Arthur Sullivan, autores de las operetas que caracterizan a la escena inglesa entre los reinados de Victoria y su hijo, Eduardo VII: "El mikado", "Los piratas de Penzance", "H.M.S. Pinafore", "Los gondoleros".
En ambos, la pintura del medio es fascinante y nos hace ver que la vida íntima del teatro no se ha modificado esencialmente a través del tiempo. No es improbable que en el carro de Tespis pasara lo mismo que hoy.
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