En Ozark , Better Call Saul y, por qué no, también en Billions, la figura del antohéroe mantiene notables semejanzas con el típico chanta criollo.
En varios textos, por lo general vinculados a la crítica de cine, Borges ensaya algunas definiciones del mitológico y elusivo concepto de la argentinidad. Su método es la comparación del público. Borges nota una fricción entre el espectador que siente que reclaman algunas películas europeas y norteamericanas y la respuesta que obtienen del argentino. Por ejemplo, en "Nuestras imposibilidades", artículo publicado originalmente en la revista Sur en 1931, escribe: "Cuando en uno de los films heroicos de Sternberg (…) el alto pistolero Bud Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y este lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible, una apoteosis de carcajadas festeja ese tremor y nos recuerda en qué hemisferio estamos (…) Jamás interesa la felicidad del ganador, como la buena humillación del vencido". En otro texto más célebre, "Nuestro pobre individualismo", publicado en Otras inquisiciones, dice: "Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (…) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía. El argentino, para el que la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese «héroe» es un incomprensible canalla".
Borges identifica nuestra inclaudicable predilección por los "códigos" personales antes que por la ley común, por el retroceso de los demás antes que el avance propio y por los antihéroes antes que por los héroes como los rasgos fundantes del argentino. Estas parcialidades son manifestaciones de nuestro individualismo. "El Estado es impersonal: el argentino solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen", agrega.
Para este público argentino imaginado por Borges, que acaso coincida plenamente con el real, la ley no es una herramienta, sino un obstáculo para lograr lo que se quiere. Por esto el argentino siempre reserva una cuota de admiración por aquellos capaces de doblegarla impunemente. Pero no todo antihéroe es digno de reivindicación. El delincuente violento con inocentes nunca lo es. Tampoco lo es el traidor o el pusilánime. Nuestro antihéroe favorito es aquel que resuelve el problema que le impone la ley: cómo circunnavegarla eficazmente, usando el ingenio, la labia, la viveza criolla para evitar el castigo. El delincuente también debe tener un fin que nuestra caprichosa moral pueda poner cómodamente por encima de la ley: hace lo que hace por el bienestar de seres queridos, por lealtad a un amigo o, en el caso del gobernante corrupto, por su escudo humano favorito: los pobres.
En Ozark, cuya segunda temporada comienza hoy, el protagonista, Martin Bryde ( Jason Bateman , también productor y director de varios episodios), sufre una sorpresiva conversión de antihéroe tradicional a un antihéroe al gusto argentino. En las primeras secuencias, lo vemos como un oficinista tan desganado que mira porno en su computadora mientras finge atender a clientes. En pocos minutos descubrimos que nada es lo que parece: el porno es en verdad un video sexual de su esposa con un amante y su aburrida profesión de asesor financiero oculta una mucho más lucrativa como lavador de activos para un narcotraficante mexicano.
Todo esto se revela al tiempo que ese narcotraficante descubre que alguien de la organización blanqueadora le está robando dinero, un descubrimiento que prueba ser catastrófico para la masa encefálica de los socios de Martin. Un momento antes de que la suya siga el mismo camino, Martin deja de ser el completo loser que imaginábamos y aparece el personaje que se vuelve el centro de gravedad de la serie. Solamente hablando, improvisando con lo primero que le pasa por la cabeza, Martin logra dar vuelta la situación en su provecho: de estar a punto de recibir un tiro en la frente y ser disuelto en un barril de ácido pasa a tener ocho millones de dólares para blanquear en la zona balnearia del lago Ozark (aquí está el conflicto de la serie: la zona es tan pobre que la tarea debería ser imposible).
Este tipo de escenas son recurrentes. Más adelante, una familia de delincuentes roba de su cuarto de hotel parte de ese dinero. Antes de confrontarlos, Martin deja la única arma que tiene y va al encuentro de la pandilla armado solo con su poder discursivo: minutos después, regresa al hotel ileso, con su bolso de dólares. Hay que decir, también, que esta eficacia dialéctica es intermitente y que Martin es víctima de manipulaciones que no parecen a la altura de su inteligencia. Al menos durante su primera temporada, la trama nunca recupera el brillo de sus episodios iniciales.
En Ozark se puede oír algo más que un eco de Breaking Bad y, en particular, de su spin off, Better Call Saul . En un sentido, es una suerte de BB al revés, ya que a lo largo de su arco narrativo Martin Bryde deja atrás al personaje vencido del comienzo y recupera aquello que lo hace humano, mientras que en su derrotero Walter White (Bryan Cranston) lo abandona. El personaje resuena todavía más con Jimmy McGill ( Bob Odenkirk ) de Better Call Saul, otro representante de narcos capaz de zafar, tan solo hablando, de cualquier situación por más desventajosa que parezca.
El antihéroe recibe un upgrade a "amo del universo" en Billions. Aquí, el financista Bobby "Axe" Axelrod (Damian Lewis) encarna en su presentación ante los demás uno de los más persistentes mitos norteamericanos: el self made man. Pero tras su fachada de filantropía es un manipulador despiadado capaz de reconfigurar cualquier adversidad gracias a su genio estratégico y su voluntad. Chuck Rhoades (Paul Giamatti) es un fiscal ambicioso que está decidido a avanzar en su carrera política metiendo preso a un millonario corrupto y Axe está en su mira. En este juego de gato y ratón (aunque no está del todo claro cuál es cuál), nuestra lealtad argentina nunca puede estar con el que se apoya en la ley y en el poder de policía del Estado para lograr sus fines. Nos debemos al antihéroe, al que logra lo que quiere usando su ingenio para esquivarlos.
A su modo, Martin y Jimmy son versiones del más entrañable de los personajes para un espectador argentino: el chanta
A su modo, Martin y Jimmy (y, en un avatar más sofisticado, también Axe) son versiones del más entrañable de los personajes para un espectador argentino: el chanta, ese inefable artesano del discurso capaz de doblar cualquier ley y torcer cualquier destino gracias al poder de la dialéctica. A fuerza de ganas, ingenio y viveza, el chanta puede lograr cualquier cosa, y por eso alimenta la fantasía de los argentinos, eternamente convencidos de que teníamos la grandeza entre las manos y que nos fue inexplicable e injustamente arrebatada. Por eso, el mundo está en deuda con nosotros.
Ante la fuerza del statu quo, la chantada es la vía de la que disponemos para ir cobrando de a puchos esa deuda, para recomponer nuestra parte de ese pasado mítico en el que dejamos de ser eso a lo que estábamos destinados. Por lo tanto, está plenamente justificada. La tragedia del chanta suele ser que en sus dones también está la semilla de su destrucción y lo llevan a perder lo que quiere con la misma facilidad con la que lo obtiene. Estas ficciones nos atraen, por un lado, porque pueden ser un cantero de ideas (los consejos de Martin sobre cómo evadir controles financieros seguramente habrán capturado la atención de muchos) y, sobre todo, porque nos ofrece la consolación imaginaria de mostrarnos el triunfo, aunque sea momentáneo, del chanta, y así nos hacen sentir que nuestro triunfo, nuestro momento, está un poco más cerca.
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