Okasan: el viaje de una madre a la adultez de su hijo, con un extraordinario trabajo de Carola Reyna
En su primer unipersonal, basado en la novela de Mori Ponsowy, sobre una mamá que va a visitar a su joven hijo a Japón, Reyna realiza, con sutileza y gracia, un trabajo de detalles, de gestos mínimos por donde asoma su desconcierto, desde su alborotada ignorancia en los ratos con Matías a la intimidad melancólica de sus recuerdos
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Okasan. Dramaturgia: Paula Herrera Nóbile, con colaboración de Sandra Durán y Carola Reyna, basada en el libro Okasan, de Mori Ponsowy. Dirección: Paula Herrera Nóbile. Intérprete: Carola Reyna. Escenografía y utilería: Cecilia Zuvialde. Luces: Matías Sendón. Vestuario: Ana Markarian. Música: Gingo Ono. Visuales: Ivana Kairiyama. Animación: Clara Hernández. Producción general: S. Durán y C. Reyna. Sala: El Picadero, Pje. Enrique Santos Discépolo 1857. Funciones: los sábados, a las 22. Duración: 75 minutos. Nuestra opinión: excelente.
¿De cuántas maneras se puede contar la maternidad? O “las maternidades”, porque ninguna es igual a otra, aunque todas parten de un vínculo universal que hermana a las mujeres sin fronteras. Esta vez, en Okasan -que en japonés significa “madre”-, aparece otra perspectiva, muy lejana a la familia tipo: la de una mujer sola, sin pareja, madre de un único hijo varón al que cría desde que tiene un año de vida.
Este hijo, llamado Matías, a los 21 años ha partido a continuar sus estudios al otro lado del mundo, a Tokio, Japón. Su mamá irá a visitarlo por primera vez. Acerca de ese viaje de descubrimiento y transformación trata este unipersonal, basado en la novela Okasan. Diario de viaje de una madre, de Mori Ponsowy, que Paula Herrera Nóbile dirige y adaptó para la escena junto con las productoras de la obra, Sandra Durán y la actriz Carola Reyna, en su debut en el unipersonal.
En primera persona, la obra narra la crónica del viaje sin mencionar su nombre. Sabemos que es la autora porque, todavía con las luces de sala prendidas, sale a escena para decir lo que vamos a ver, es decir, se presenta en clave autobiográfica. Breve apagón y, con el arribo al aeropuerto japonés, comienza el cuento que finalizará en el mismo sitio. La escenografía, neta y austera, recrea en tres zonas el mundo japonés: una plataforma con un mueble multiuso como lugar del alojamiento en las distintas ciudades que ambos recorren; un corredor plano, el del tránsito entre uno y otro lugar; y hacia un costado, un árbol de cerezos, umbral de reflexiones. Atrás, una pared cuadriculada, que imaginamos cubierta de papel de arroz, hace las veces de pantalla donde se proyectan animaciones. La escenógrafa Cecilia Zuvialde es, además, la responsable de la utilería que cumple un rol protagónico. No porque en general no lo sea, pero, en este caso, la actuación de Carola Reyna -que podría prescindir de cualquier apoyo, hasta de la escenografía- se expande y multiplica al manipular la valija, el paraguas, un juego de teléfono infantil, una pequeña lámpara, el banquito, papeles y pétalos. El vestuario también está cargado. La mamá viajera en joggineta desacelera el paso y adopta otra postura al probarse la yucata (un kimono de entrecasa) y convierte a una campera adulta en un bebé al que se abraza.
Okasan es la crónica de una separación inevitable, que debe ser realizada para que pueda surgir un nuevo tipo de vínculo. La respuesta es poética y la mamá la encuentra cuando guglea okasan -el término con el que Matías la presenta al mundo- y descubre que significa “madre” pero como honorífico. No es lo mismo que haha, que refiere a la mamá nutricia, la que cría y abriga. Ella ya no es haha. Lo fue pero ya no: ahora es okasan. Ese cambio de coordenadas, ese desgarro del paso del tiempo, causa un dolor del que no se puede hablar porque desde siempre “tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida”, como decía el póster de Khalil Gibran; porque nadie quiere escuchar el latiguillo “aprendé a soltar”, porque las madres sufrientes tienen mala prensa, y porque después de ríos de lágrimas en soledad, llega la estoica sabiduría de aceptar que ahora el que enseña es el hijo y la que aprende es la madre.
Es una madre muy cautelosa ante la reacción filial: teme molestarlo, ser inoportuna, cruzar el límite invisible, preguntar de más. En un bolsillo lleva papeles con una lista de preguntas, de dudas, de espacios vacíos que esperan ser completados o, simplemente, olvidados. Acepta las condiciones –ella que hasta hace tan poco las ponía–. Ahora espera, duda, calla, se resigna a las pequeñas dosis de lo posible. Un ejercicio interior inmenso que solo una actriz magnífica puede llevar a la acción: Carola Reyna realiza, con sutileza y gracia, un trabajo de detalles, de gestos mínimos por donde asoma su desconcierto, desde su alborotada ignorancia en los ratos con Matías a la intimidad melancólica de sus recuerdos. Provoca risas y lágrimas entre las mujeres del público que, en un país lejano o en esta ciudad, saben de un niño que, de golpe, un día se les ha despertado hombre. Y nos brinda, por la magia del arte, un acto de sanación de lo irremediable a lo trascendente.
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