The Cure encabeza el Primavera Sound el sábado 25; una historia mítica entre las polémicas por la canción “Killing an Arab” y sus recitales en Buenos Aires en 1987, donde “se asesinaron perros de la policía”
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Y estoy afuera en la oscuridad contemplando la luna roja de sangre, preguntándome cuándo me volví más viejo. Sin esperanzas, sin sueños, sin mundo, ya no encajo más aquí. Me he quedado solo y sin nada, al final de la canción... En honor a la contundencia existencial de “Endsong”, una de las cinco canciones que estrenó en vivo The Cure en sus últimos shows, estas líneas deberían concluir acá. Poner punto final y buscar un rincón para acurrucarse en posición fetal. Pero la cosa sigue: estoy afuera en la oscuridad, preguntándome qué fue de ese niño y del mundo al que llamó suyo. El niño probablemente sea él en “Boys Don’t Cry” (1979), un himno que visto desde el prisma actual no perdió ninguna actualidad. Pero, ante semejantes manifiestos musicales en tiempos líquidos, de oportunismos culturales, de estrellas sobresaturadas de grasas comerciales, entonces, uno se siente moralmente obligado a indagar en este asunto que llamaremos “expediente Robert Smith”. Una especie de milagro de delineador negro y labios de neón corrido que cada muchos -demasiados- años aterriza en la Argentina, como ocurrirá el próximo sábado 25 en el marco del Primavera Sound.
Hay algo totalmente extraordinario, conmovedor y paradójico en la supervivencia de Robert y sus Cure. Todo lo que por lógica no debía ocurrir, sucedió. La longeva banda llegó a 2023 como uno de los tesoros culturales y musicales de la humanidad. “¿La gira de rock más importante del año es la del chico gótico que cantó “Boys Don´t Cry” hace más de 40 años?” se preguntó a principios de año el periodista de Rolling Stone, Rob Sheffield. Sin transigir estéticamente, sin acomodarse a las modas, sin manager (es Robert Smith), sin la necesidad de colgar canciones nuevas en las plataformas, sin simpatía ni grandilocuencia política, viajaron más alto de lo que podría pronosticar cualquier agente de bolsa. Resulta extraño que hayan durado tanto, especialmente porque su líder temperamental, siempre amenazaba con abandonar la carrera. “Voy a cumplir 40 años en abril de 1999 y creo que sería terrible comenzar un nuevo milenio aún en una banda llamada The Cure. Estaría horrorizado”, declaró en aquellos tiempos. Hoy es un niño de 64, aunque en un envase bastante distinto, una muñeca antigua atrapada en un cuerpo de hombre adulto.
A lo largo de los años, The Cure se ha transformado en una banda de culto masiva, lo que podría encerrar una contradicción en sí misma. Su éxito resulta aún más inexplicable porque su cantante es un virtual mesías de la melancolía, un gurú de la tristeza. Nietzsche dijo que puede trascenderse la desesperación a través del arte. Y quizá Robert, profuso lector, lo entendió de muy chico. “Vayan a leer a Albert Camus. O sea, léanlo por esa razón o por otra, pero léanlo, porque escribió libros geniales. Fue un malentendido lo que pasó con esta canción y decidí que era hora de reivindicarla”, explicó en una entrevista de 2019 acerca de las polémicas históricas alrededor de “Killing an Arab” (1980), uno de sus primeras canciones que llamaron la atención sobre el talento melódico de Robert. Inauguró, además, una polémica inacabable sobre su supuesta posición frente al conflicto de Medio Oriente, que hoy parece aún más encarnizada. Seguramente, la canción se escuchará en Buenos Aires.
Es un tiempo loco además para muchos de sus fans que ya colgaron sus ropas negras y peinan canas. Sucede que The Cure finalmente no los abondonó y, como es sabido, el bizarro fandom global de la banda es uno de los más comprometidos, multigeneracionales y activos -las “swifties” tienen todavía mucho que aprender al respecto-. “Es tan ridículo que voy a enseñar como pasar de ídolo gótico a estrella de pop en tres sencillas lecciones”, ironizó Smith en una entrevista de 2004. “Si se cruzan en la barra de un bar de casualidad -dijo sobre sus seguidores- se miran y se ponen a hablar y se hacen amigos. Es como una gran pandilla. Eso está muy bueno”. Robert Smith logró dar la vuelta sobre sí mismo. Es que ya nadie odia a The Cure como ocurrió sobre todo en los 90, cuando su figura empezó a considerarse una caricatura grotesca. Hoy, Robert es un actor del elenco estable de Tik Tok, pero como una especie de tía gótica querida y entrañable que, a pesar de las críticas, se mantuvo en la suya.
“Nunca, en mis sueños más locos, pensé que íbamos a llegar tan lejos haciendo esto y que íbamos a conseguir ver esa reacción genuina de una generación de personas que cuando empezamos no habían nacido”, expresó Robert en 2019. Es que su público actualmente está representado por varias capas geológicas que conectan sobre todo con su lírica sobre la condición humana, que nunca caduca.
El álbum que nunca llega
Siempre estuvimos seguros que nunca cambiaríamos, canta Robert, como una declaración de principios en “Alone” otra de las flamantes grageas que serían parte del esperado y muchas veces anunciado Songs of a Lost World que nunca llega. Y nunca llega, suponemos, porque un disco de The Cure es como esas cosas que uno encuentra en una casa de antigüedades y sorprende por el nivel de detalle, de belleza y de calidad de manufactura. O sea: llama la atención a estas alturas que las cosas ocupen su tiempo de elaboración y que, además, pretendan perdurar, tal como el músico aspira que ocurra con los discos de The Cure. Además, no parece del tipo al que se pueda andar apurando. Muchos quizás conozcan hits odiosos como “Friday I’m in Love”, pero la caja negra de The Cure es Seventeen Seconds, Pornography, Concert y Disintegration... Según anticipó, el álbum que nunca termina de llegar, sería así como Disintegration, pero sin canciones que “aligeren el ánimo” (sería necesario inventar un emoji nuevo para esta ironía).
Aquel martes 17 y miércoles 18 de marzo de 1987 fueron históricos para la juventud argentina. The Cure era la primera banda internacional en arribar a la Argentina en su punto más alto (The Police lo hizo años antes, pero en el espacio reducido de la disco New York City). El primer show de los Cure fue un caos total de violencia y volumen nunca escuchado por estas tierras. Los relatos sobre un público totalmente enardecido que llegó a matar a algunos perros de la policía y que prendió fuego el campo del estadio de Ferro todavía son míticos. “Afuera, el campo no tiene nada que envidiarle al centro de Beirut”, escribió Robert en su diario luego de los shows. Lo que sucedió, en verdad, es que The Cure destapó una nueva era para miles de jóvenes que finalmente pudieron reconocerse en su propia confusión como parte de la cultura global post dictadura. Algo nada despreciable. Ese servicio que involuntariamente prestó la banda, terminó convirtiéndola en una de las más importantes y admiradas al menos por los porteños.
Volvieron en 2013 y llenaron River. Pero esa vez, la trama fue bastante fría. En cambio, ahora regresan en otro de sus picos de extraña popularidad a nivel mundial y, cabe deslizarlo, podría ser la última. “The Cure me ha mantenido a flote durante 40 años. Es el único grupo que puedo escuchar durante varias horas al día y no me aburro en absoluto. No es música, es el fluir de ondas, a veces melancólicas, a veces psicodélicas, a veces deprimidas, pero siempre curativas”, expresó un fan en YouTube apenas se enteró que Robert había aceptado encallar por una noche en el Parque Sarmiento como parte del Primavera Sound. Ese comentario random de Internet resulta bastante acertado, porque The Cure ha construido sobre las ruinas emocionales de Robert Smith una floreciente comunidad que utiliza su música como catarsis colectiva. Exóticas formas de redención terapéutica, ¿no?
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