Nostalgias de esa poética porteña
Nostalgia, melancolía, angustia, saudade. Tendría diez años, o alguno menos, cuando experimenté esa emoción por primera vez. No sé si podía explicarla de manera explícita. Era una sensación física, una especie de llanto latente, contenido e inexplicable, acaso -difícil transferir el recuerdo en palabras- la primera noción real del paso del tiempo, inexpugnable y fatal. En mi cuarto de la infancia, con el llanto en la boca del estómago, traté de explicarle a mi madre ese mood del domingo al caer la tarde en un día cualquiera. No sé si fui claro, no sé si me entendió, pero su abrazo fue reparador.
Nostalgia, melancolía, angustia, saudade. Me pasa eso cuando escucho algunas canciones de Virus, como "Pronta entrega", que la descubrí a mis catorce, en unas vacaciones en Itapirubá, una playa de Brasil, en unos bailes alrededor de una pileta, embelesado por una chica del sur que me partió el corazón. O el remolino que mezcla los besos y la ausencia en "Imágenes paganas", otra canción épica, triste y bella.
Y esas sensaciones me invaden, también, cada vez que escucho "Mañana en el Abasto", ese retrato perfecto de Buenos Aires que puede entenderse como una despedida de Luca a la ciudad que lo transformó en una de las estrellas más extravagantes y fascinantes de la historia del rock. Pensé en esa canción cuando Pablo Rengo, en el grupo de whatsapp de amigos de la infancia y adolescencia, compartió la noticia de la demolición de La Viña del Abasto, el bodegón de San Luis y Jean Jaures. La Viña fue escenario de muchas veladas de fucciles al fierrito (con Scarparo, por supuesto), algún pollo a la provenzal y la copa de la casa, una combinación exuberante de helados, frutas frescas, crema chantilli, zapallos en almibar, un par de nueces y chocolate caliente. La Viña no era una joya arquitectónica, pero su demolición es tan triste como la clausura del Mercado en los 80, que Prodan retrató con una precisión poética quirúrgica. Lo que perdimos no es un edificio, es la construcción que albergaba miles de recuerdos. A la vista quedaron los murales, que decoraban sus paredes, donde convivían Gardel y otras glorias del tango, con Marcos Zuker -acaso el más emblemático de sus clientes- y la última incorporación de esa decoración cambalachesca: el Papa Francisco.
Viví muy cerca de La Viña durante los primeros nueve o diez años de mi vida. El recuerdo me lleva ahora al bar de la esquina de esa casa, en Córdoba y Jean Jaures, donde convivían sin tensiones dos especies claras de la fauna porteña, devenido ahora en una cadena de cafés multinacional y hegemónica. En los 80, en cambio, funcionaba un arquetípico café porteño, parada de tacheros y de los estudiantes de teatro del estudio de Agustín Alezzo, que funcionaba pegado al edificio donde mis viejos construyeron ese refugio bohemio, atiborrado de vinilos, libros, fotos y posters de Bogart y la foto apaisada XL de la King Oliver’s Creole Jazz Band. Recuerdo cómo en tiempos de inflación circulaban allí las hojas que en dos columnas (rojo y negro) actualizaban el precio de las fichas de los taxis, recuerdo el ambiente de bohemia por las noches, recuerdo que allí vi llorar a una persona adulta por primera vez ("ahora no llores y comé", le decía la hija a su madre, entrada ya en la tercera edad) y recuerdo, sobre todo, los sánguches de milanesa, con el rebozado frito, que se despegaba de la feta de carne fina, con el pan más crocante del universo y unas rodajas de tomate de sabor intenso. Los mismos tomates que, también servían cortados al medio con aceite y orégano.
Víctima del spleen, y acaso influido por la lectura del maravilloso Los libros y la calle, esa joyita de Edgardo Cozarinsky que llegó a mis manos como regalo de cumpleaños del guitarrista, escritor, traductor y periodista Martín Caamaño, busqué en mi biblioteca el ajado ejemplar de Buenos Aires, gran ciudad, un manual de geografía de segundo grado de 1962, incomprensiblemente escrito por dos francesas (M. Picard y B. Jughon, junto al enigmático E. Miscione). Es un libro precioso que estaba en mi casa desde siempre, quizás conservado por mi abuelita Piba, maestra de escuela. (De esa misma colección, Los cuentos del abuelo, de Beatriz Mosquera, abordaba la historia argentina según relatos caseros y entrañables). Hay en la portada de Buenos Aires, gran ciudad, un misterio. La silueta de un hombre elegante -con algo de Don Drapper, de Mad Men- junto a un niño con una especie de poncho. Un farolito, el obelisco recortado, coches y edificios. La estética de esas ilustraciones de autor desconocido, las fotos de época en opaco technicolor que muestran una Buenos Aires menos poblada, con garitas de tránsito en vez de semáforos, amable e idílica, me despertaban cuando era niño y todavía despiertan, una incomprensible nostalgia por un tiempo que hubiera añorado vivir. Es un magnetismo agridulce, como los sonidos del blues o el tango.
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