Acaba de terminar "Jesus Alone", la primera aproximación del concierto a Skeleton Tree, el duelo de Nick Cave convertido en arte tras la muerte de Arthur, su hijo de 15 años, último y doloroso escalón de una discografía brillante. No es un comienzo explosivo, pero en esa oda fúnebre marcada por un acorde que hipnotiza surge el ritual del cantante caminando por una pasarela ubicada a lo ancho del escenario, sin vallas de contención. Todos los que ocupan ese espacio solo tienen que estirar los brazos para tocar al hombre de negro en su andar incansable. Es un romance de roces, el simple saludo pertenece a otros shows, aquí Cave increpa con sus manos, acaricia o simplemente elige a alguien para mirarlo a los ojos y dirigirle su canción. Teatral y sumamente inclusivo, el concierto no acaba de cruzar los tres minutos y ya el estadio Malvinas Argentinas es una caldera de emociones tangibles.
En pleno corazón de La Paternal, los Bad Seeds siguen los movimientos del líder como un sexteto mayor preciso y elegante. El clima no puede ser mejor: Warren Ellis, el ladero de Cave, empieza a tocar las primeras notas suaves y tristes de "Magneto" en un piano de cola que preside el escenario mientras el cantante pide silencio. Contra todos los buenos augurios, un corte de luz acuchilla el clímax y la respuesta del público es instantánea: reaparece "el hit del verano" que ya había contagiado a la mayoría en la previa del show. El corte dura segundos, pero cuando regresa la energía el sonido no llega a todo los rincones del estadio. Cave pregunta si se escucha bien y por tercera vez reinicia el tema. Lo que parecía una maldición se convierte rápidamente en otro detalle de una aventura de 140 minutos, una película sin respiro en donde cada canción maneja un destino incierto y nadie sabe cómo terminará: puede ser arriba del escenario, como cuando cerca de 50 afortunados compartieron el relato homicida bajo el swing de "Stagger Lee", o abrazando a Cave en su salto a la pista para luego dirigir las palmas y el coro gigante que adornó a la bellísima "The Weeping Song".
Si la primera visita de Nick Cave marcó a fuego a todos los que estuvieron en sus shows de 1996, la Argentinos Juniors Experience es una aguja que aún provoca escalofríos. Poco queda de los Bad Seeds originales, solo el bajista Martyn Casey resiste en la nave. Cave ya no fuma en escena y se extraña la presencia espectral de Blixa Bargeld junto al director de orquesta Mick Harvey y el recientemente fallecido Conway Savage. Pero estas nuevas semillas remedian las ausencias a puro talento y multiplicación instrumental: tocan bajito y saben estallar en el violín a pedales de Warren Ellis o los golpes de campanas tubulares a cargo del gigante Jim Sclavunos, una auténtica aplanadora exquisita con la batería orquestal de Larry Mullin (Stooges e Iggy Pop) dominando los planos al lado de Casey.
Como un Dios enojado, Cave administra su costado salvaje en tremendas versiones de clásicos tenebrosos ("From Her to Eternity", "Tupelo", "The Mercy Seat") y encuentra nuevas vidas para hits dark gracias a las delicias de Peaky Blinders ("Red Right Hand"). El demonio after-punk con ascendencia blusera y voz de barítono desencajado ("City of Refuge") convive perfectamente con el crooner angelical ("Into My Arms"). Se puede decir que transcurre su madurez en estado pleno y que, desde el escenario, su espacio más expansivo, encuentra una salida artística y vital para expulsar por un rato una pena que no tiene cura.
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