Netflix: Pedro Páramo es una bella adaptación de un clásico, cuyo corazón desborda la lente de Rodrigo Prieto
La ópera prima del reconocido director de fotografía mexicano es muy fiel a la novela de Juan Rulfo, al punto que no esquiva los anacronismos, pierde sutilezas y por momentos se enreda en una trama con demasiados desvíos
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Pedro Páramo (México/2024). Dirección: Rodrigo Prieto. Guion: Mateo Gil. Fotografía: Rodrigo Prieto, Nico Aguilar. Edición: Soledad Salfate. Música: Gustavo Santaolalla. Elenco: Tenoch Huerta, Manuel García-Rulfo, Mayra Batalla, Giovanna Zacarías, Dolores Heredia, Ishbel Bautista, Roberto Sosa, Ilse Salas. Duración: 130 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
Juan Rulfo no es de los escritores más fáciles de adaptar al cine, y menos en el caso de una obra esquiva como Pedro Páramo. No solo por la espesa simbología de la que hizo gala en su culto al fantástico -a menudo bautizado como realismo mágico y antecedente del boom latinoamericano-, aquella que suele volverse pedestre y literal al transformarse en imágenes, sino por los juegos temporales que imagina, entre la guerra de los cristeros en los años 20 y el México de los tempranos 50, que hoy requieren de extrema pericia para no tornarse anacrónicos.
Podría decirse que la mejor apropiación del universo de Rulfo en el cine la hicieron Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego en aquel melodrama de la oscuridad que fue El imperio de la fortuna, pegajoso y desolador como la prosa del escritor de El gallo de oro. Por eso, el desafío de Rodrigo Prieto en su ópera prima es quizás valioso en sus términos: un prestigioso director de fotografía enfrentado a un mundo literario tan desbordante que no parece haber lenguaje que lo contenga.
La historia de Pedro Páramo es, al comienzo, la de su hijo, Juan Preciado (Tenoch Huerta). Un hombre que parte de su pueblo hacia Comala para encontrar a aquel que fue su padre. Ese fue el último pedido de su madre Doloritas (Ishbel Bautista) en su lecho de muerte, y la promesa que lo impulsa hacia aquella tierra árida y lejana. Su camino es extraño y algo sombrío, indicios de un periplo algo terrorífico que Prieto ya insinúa como clave de su puesta en escena. El encuentro con un arriero, también hijo de Pedro Páramo según declara, le ofrece las indicaciones para llegar a esa tierra vestida de soledad y polvareda.
Comala, donde nació su madre, y donde va a buscar al que parece que fue su padre, es ahora un pueblo fantasma, habitado por esquivas siluetas que aparecen y desaparecen. La posadera Eduviges (Dolores Heredia), aquella que le da alojamiento, es también la que confirma el anuncio de su llegada de la boca de Doloritas, muerta hace ya siete días ¿Quiénes son esos muertos que hablan y deambulan por las calles de Comala a la espera de un descanso eterno o por lo menos de una merecida sepultura?
Esas preguntas existenciales que atraviesan la obra de Rulfo son las que quizás nunca pueden responder Prieto y su guionista Mateo Gil. La escrupulosa adaptación, fiel incluso a los parlamentos y evocadora de la compleja relación de tiempos, pierde algo de la magia y la grandeza de su coterráneo, trasladando a imágenes virtuosas lo que quizás fue negado a toda representación.
Las referencias son dos géneros que Prieto enlaza con cierto oficio: primero, el western, prestado desde la frontera, pensado aquí como el relato de un forastero que llega a ese pueblo fantasmal para encontrar su origen y perder su posible futuro. Planos abiertos, calles polvorientas, pistoleros escondidos que recuerdan los peligros del viejo Oeste. Y segundo, el cine de terror, con sus monstruos disimulados en los interiores de esas casas embrujadas y llenas de recuerdos, sombras que impregnan las paredes, mujeres de lodo y pecado, pesadillas que acusan un pasado desde hace tiempo silenciado.
Pero ese universo que parecía cobrar forma con cierto equilibrio en el primer tercio de la película, se deriva hacia la historia de Pedro Páramo (Manuel García-Rulfo), narrada bajo un realismo extrañado, deudor de ciertos estereotipos del melodrama que ha revistado Alejandro González Iñárritu últimamente, quizás la más clara influencia en ese intento de amalgamar el relato de fantasmas con la lectura política del pasado mexicano.
Páramo es un “rencor viviente”, como lo llama el arriero; en realidad, un terrateniente oportunista, reinventado tras la muerte de su padre y la inminente revuelta de Pancho Villa, como el amo y señor de la estancia La Media Luna, dueño de tierras y mujeres, procreador impune y amante despechado. La feroz crueldad de Pedro asoma bajo el sol cálido de Comala, cuando había muerte y venganza, sangre y codicia, pero no los fantasmas que asedian al pobre Preciado. Es esa historia, la de la crueldad del patriarca, la de su misterio y su amor perdido, la de su olvido y sus cenizas, la que concentra el libro de Rulfo y asoma de ratos en una película que siempre anhela recuperarla.
Rodrigo Prieto hace lo que puede con un material que lo desborda, que lo conduce a reiterados desvíos cuando debería atenazar su cuerpo y corazón. Personajes como Susana (Ilse Salas), la niña que enamoró a Pedro en su infancia y la mujer rota que lo obnubiló en su vejez, pierde fuerza en su tardía aparición, lo mismo ocurre con la ubicuidad de la mendiga Dorotea (Giovanna Zacarías), narradora esencial de la revelación de la verdad para Juan Preciado.
La impronta fantasmagórica, que Rulfo transmite como parte de un mundo recobrado por sus propios antepasados y recreado en la escritura como sueño, en Prieto adquiere belleza sombría en las imágenes, pero resulta limitada en su lectura del tiempo social y político, lejana al poder arrollador del genio mexicano.
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