Netflix: Las tres hijas es un certero retrato del duelo, con un trío protagónico de excepción
Las talentosas Carrie Coon, Elizabeth Olsen y Natasha Lyonne brillan en la película de Azazel Jacobs, como tres hermanas que pelean constantemente mientras cuidan a su padre moribundo
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Las tres hijas (His Three Daughters, Estados Unidos/2023). Guion, edición y dirección: Azazel Jacobs. Fotografía: Sam Levy. Elenco: Carrie Coon, Natasha Lyonne, Elizabeth Olsen, Jovan Adepo, Rudy Galvan, Jay o. Sanders. Duración: 101 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: muy buena.
Tres hijas se reúnen para despedir a su padre que agoniza en una habitación de su departamento en Nueva York. La mayor es Katie (Carrie Coon), intensa y obsesiva, preocupada por el papeleo médico y la redacción del obituario; la que sigue es Christina (Elizabeth Olsen), recién llegada de “la otra punta del país”, con su sonrisa amplia y su buena onda, siempre dispuesta a agradar, a celebrar su maternidad y su vida perfecta. La última es Rachel (Natasha Lyonne), hija de crianza, quien vivió con su padre adoptivo a lo largo de toda su enfermedad, mirando partidos y películas por las noches, compartiendo ese final del camino que resulta inminente. La película se concentra en los días de esa espera por lo inevitable: Vincent (Jay O. Sanders) está en las últimas instancias de un cáncer terminal, recibe cuidados paliativos en su habitación y sus hijas y enfermeras se turnan para escuchar los latidos de su cansado corazón. Cada día puede ser el último.
El punto de partida de Las tres hijas recuerda toda una tradición del cine de duelos que tiene en Gritos y susurros (1972), de Ingmar Bergman, el máximo rigor en su concepción. “Una imagen siempre volvía: una habitación roja y tres mujeres vestidas de blanco”, escribía Bergman en su libro Imágenes al revelar el germen de aquella obra de su madurez. Una imagen que lo había perseguido desde siempre hasta que logró situarla en su pensamiento: “Tres mujeres que esperan que muera la cuarta. Se turnan para velarla”.
Algo de ello propone el director Azazel Jacobs en su filiación formal con el sueco: un espacio reducido (el departamento y el patio comunitario que lo rodea); tres mujeres con personalidades diferentes, con sus historias y reproches a cuestas; y un ausente, recluido en una habitación desde la que solo puede asomar como fantasma, como presencia que sugiere toda ausencia. Además, está el trabajo preciso del encuadre, la exploración cromática a través de una paleta más amplia que el rojo bergmaniano, y la armonía musical que descubre lo interior a menudo velado.
Consciente de esa ligazón, el director neoyorquino no la esconde, sino que la amalgama con su propia identidad, sus reflexiones sobre la ciudad, la memoria que modela a una persona, y la valía de la crianza frente a la sangre, escapando así al protestantismo represivo y ascético que impulsó el viaje de Bergman hacia un pasado donde la felicidad siempre tenía forma de infancia.
Con una clara concentración del tono y una notable dirección de sus actrices, Jacobs desarma las ideas sobre la muerte y su representación, imaginando desde la perspectiva de los vivos el mundo de esos muertos por venir. Cada una de las hermanas lidia con ese dolor que no puede representar, asociado a la culpa, al rencor, quizás a la impotencia, de manera diferente. Katie se enoja, cocina sin parar, se pelea con su hija adolescente por teléfono. Christina medita, trata de apaciguar los conflictos ajenos, contrarresta su soledad pasada con un perdón siempre exacerbado. Y Rachel fuma marihuana, apuesta a todos los deportes, y mira los partidos para tratar de estimular a la suerte que parece mirarla siempre de costado.
¿Qué es lo que comparten más allá de ese padre que está agonizando? Cuando él ya no esté, ¿quedará algo de esa hermandad resistida, signada por peleas y recriminaciones? El padre espera en el hueco de una habitación que nunca vemos, y entre las discusiones asoman los sonidos del aparato que monitorea su respiración casi como los ritmos de un oráculo ¿Ha dejado de sonar? Todas se callan en el apogeo de una reyerta para escuchar ese halo de vida que llega desde el más allá. Jacobs consigue, aun con la impronta teatral que nunca abandona, dar cuerpo a lo que no está, a lo que resulta poderoso justamente por su ausencia. ‘¿Cómo resumir la vida de una persona en unas pocas frases?’, se preguntan Katie y Rachel mientras discuten las frases de ese obituario anticipado que nunca parece expresar el amor, la rabia, el deseo, el rencor, el olvido, que toda persona deja a su paso.
El gran mérito Azazel Jacobs consiste en correrse a sí mismo de la escena, salir de esa sensación que a menudo trasmiten esas películas de despedida -un nuevo ejemplo puede ser Interiores de Woody Allen, también sobre los pasos de Bergman- de una voz omnisciente del ausente. Lo que late en cada conversación, en sus desacuerdos airados o sus silencios incómodos, son las mujeres que están ahí, aquello que las une y las separa más allá de ese padre compartido. Y cuando amenaza con tornarse cursi, con discursos algo lacrimógenos, Las tres hijas asoma con un guiño, una risa de comedia que permite abrazar la profundidad del dolor porque conocemos la expiación de la alegría.
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