Nefarious, una larga y aburrida charla con el diablo
El film de Chuck Konzelman y Cary Solomon es un argumento prefabricado para su previsible conclusión, con personajes acartonados y una estética desprovista de imaginación
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Nefarious (Estados Unidos/2022). Dirección: Chuck Konzelman, Cary Solomon. Guion: Chuck Konzelman, Cary Solomon, Steve Deace. Fotografía: Jason Head. Edición: Brian Jeremiah Smith. Elenco: Sean Patrick Flanery, Jordan Belfi, Tom Ohmer, Daniel Martin Baker. Calificación: Apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Terrorífico Films. Duración: 98 minutos. Nuestra opinión: mala.
Una de las primeras películas de Ingmar Bergman estrenadas en Buenos Aires, luego del impacto que generó Juventud divino tesoro (1951), fue El demonio nos gobierna, filmada en Suecia en 1949. Su título original era Fängelse -cuya traducción literal es prisión- pero el argumento inspiró a los distribuidores a concebir un título local en clave de advertencia, o quizás de premonición. Un profesor de matemáticas visitaba a un antiguo alumno, convertido en director de cine, en el set de su película. Su propósito era sencillo pero urgente: proponerle un guion que creía revelador. “Me gustaría que hicieras una película sobre el infierno”, era su primera frase, envuelta en las risas de los asistentes al rodaje. Pero para él no era gracioso y su respuesta era tajante: “La vida es un arco cruel y sensual, de la cuna a la tumba. Una gran obra de arte cómica, hermosa y terrible, sin clemencia sin significado”.
Aquella desencantada reflexión juvenil del director de Persona sería una de las claves de su obra, nunca anclada en el terror como género pero sí artífice de mucha de su imaginería, sobre todo en películas más maduras como La fuente de la doncella o La hora del lobo. Esa idea es la que parece reciclarse en el centro de Nefarious, sin el humor perspicaz y la inspiración cinematográfica de Bergman, y sí con pretensiones filosóficas que reducen el terror apenas a una mascarada. Aquí los disertantes no son un profesor y un alumno sino un condenado a muerte y el psiquiatra que deberá diagnosticarlo: de ese veredicto depende la ejecución. La extensa conversación -que durará toda la película- será menos la puesta visual de una disputa de poder que una ilustración mediocre de una serie de máximas sobre el bien y el mal, sobre el pretendido orden divino y su corrupción.
La película no se aleja del muestrario cristiano que suele alimentar este tipo de ficciones y que sus guionistas ya exploraron en Dios no está muerto (2014). El Doctor James Martin (Jordan Belfi) es el psiquiatra encargado de la evaluación de un asesino serial, Edward Wayne Brady (Sean Patrick Flanery). Su armazón de ciencia y raciocinio se desmorona ante la prepotente oratoria de Brady, el condenado que dice ser un demonio llamado Nefarious. La dialéctica verbal oscila entonces entre fe y ateísmo, extravío y cordura. Nunca hay terror sino palabras que intentan representarlo, y la puesta en escena se resume en el escenario de la charla, la circularidad de la cámara que transita desde la cáscara temblorosa de Brady hacia las admoniciones del posesor, y las reacciones esperpénticas de los actores, concentradas en una gestualidad impuesta y exacerbada. No hay más que eso: acusaciones de pretendidos crímenes, demandas por una fe artificial, y una vuelta de tuerca final de lo más previsible.
A diferencia de otras apuestas por este cine de “promoción de valores”, aquí ni siquiera se ofrece un espectáculo entretenido, una búsqueda posible de apropiación del terror, o por lo menos una disertación teológica con un mínimo de honestidad. Lo que queda es un argumento prefabricado para su previsible conclusión, personajes de cartón y una estética desprovista de aquella imaginería con la que Bergman había vestido sus historias sobre los oscuros contornos de la creencia.
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