El famoso vals escrito por Canaro fue dedicado a la cantante, quien siempre ocupó el lugar de amante del músico; la Emperatriz del Tango le imprimió su sello y “se le piantó un lagrimón” cada vez que la cantó en vivo
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Él le ofrendó una canción y encuentros furtivos a lo largo de una década. Ella entonó aquellos versos con especial sentimiento. Acaso fue el tema de su repertorio que atravesó su alma como ningún otro. Pirincho le decían a él. La Emperatriz del Tango había sido bautizada ella. “Yo no sé que me han hecho tus ojos” es el tango que sintetiza esa profunda devoción de Francisco Canaro por Ada Falcón, la estrella que lo acompañó en los escenarios y que fue su amante durante años.
La cantante jamás pudo superar la decisión de Canaro de no separarse de su esposa y someterla a un impúdico segundo plano. “Yo no sé qué me han hecho tus ojos” es la herencia trascendente de un amor clandestino que, como tal, solo fue en las sombras.
“Yo no sé si es cariño el que siento, yo no sé si será una pasión. Solo sé que al no verte, una pena va rondando por mi corazón. Yo no sé que me han hecho tus ojos, que al mirarme me matan de amor. Yo no sé que me han hecho tus labios, que al besar mis labios se olvida el dolor”.
Francisco Canarozzo nació el 26 de noviembre de 1888 en San José de Mayo, Uruguay. Aída Elsa Ada Falcone llegó a este mundo el 17 de agosto de 1905 en Ituzaingó, en el Oeste lejano, en ese entonces una zona rural. El talento de ambos los unió en el arte y los 17 años de diferencia no fueron escollo para que establecieran una comunión personal, íntima y profunda. Él descolló como músico, compositor y poeta del tango argentino. Ella despuntó la afición por la actuación en cine, pero se consagró como una de las grandes cantoras del 2x4 de su tiempo, a la par de Azucena Maizani o Mercedes Simone.
Francisco Canaro se educó en la avería de los conventillos, donde se le hizo carne la música orillera, las influencias rioplatenses y desarrolló su gusto por el tango. En 1925, una actuación en el Dancing Florida en París lo consagró. “Sentimiento gaucho”, “Madreselva”, “La última copa” y “Se dice de mí” son algunas de las partituras que llevaron su música. En los escenarios, con estilo propio, su Orquesta Típica (fue el primero en formar una agrupación con 32 maestros) marcaba una época.
Ada Falcón se lució como actriz en los films “Tu cuna fue un conventillo”, “Ídolos de la radio” y “El festín de los caranchos”, materiales que la contaron entre sus figuras protagonistas. Pero fue como cantante de tango donde encontró su mayor repercusión y se convirtió en estrella. Fue la tercera mujer en grabar un disco, mojón que marcó cuando transitó el estudio de la RCA Víctor acompañada por la orquesta de Osvaldo Fresedo, otro pope irrepetible. Su repertorio estaba nutrido de clásicos como el tango criollo “La morocha”, que fue lo primero que grabó acompañada por Canaro. “Envidia”, “Destellos” y “La pulpera de Santa Lucía” fueron algunos de los títulos que engrosaron su acervo como cantora. Sin embargo, “Yo no sé qué me han hecho tus ojos” sería la partitura con la que quedaría emparentada de manera trascendental y para siempre.
“Tus ojos para mí son luces de ilusión, que alumbran la pasión que albergo para ti. Tus ojos son destellos que van reflejando ternura y amor. Tus ojos son divinos y me tienen preso en su alrededor”.
Aquellos ojos verdes
El 24 de julio de 1929, Ada Falcón, con registro de mezzosoprano, grabó por primera vez con Francisco Canaro. Ella apenas con 24, mientras que él ya acumulaba 40. Cuando el músico la observó interpretar aquello de “yo soy la morocha, la mas agraciada, la mas renombrada de esta población”, le dijo a uno de los ejecutantes de su orquesta: “Es la mujer más hermosa que he conocido”. Así comenzó todo. Canaro y la Falcón grabaron en 180 oportunidades, pero fue ni bien se conocieron cuando quedaron prendados el uno del otro.
Al tiempo de conocerse, ambos entablaron un vínculo íntimo que creció con especial pasión. Ella no tenía compromiso alguno, pero Canaro estaba casado con una mujer francesa a quien jamás abandonó. Se dijo que prefería no separarse para no tener que dividir su fortuna. Esa decisión fue la que nubló la vida de Falcón, perdidamente enamorada de él.
Por respeto profesional, porque lo conoció siendo jovencita, o, quizás, para disimular en público la intimidad de la cama compartida, ella siempre lo llamó “Canaro” y, desde ya, sin tutearlo. Él le decía “Aída”, el primer nombre de la estrella que figuraba en su partida de nacimiento.
Corría 1933, y aquellos ojos verdes, que no eran los de Miguel de Molina sino los de la cantante, fueron inspiración para que Canaro escribiera el vals “Yo no sé que me han hecho tus ojos”, una de sus composiciones más recordadas y en la que plasmó lo que sentía por esa mujer que le pertenecía y a la que castigaba con el segundo plano que siempre tienen las “queridas”.
Francisco Canaro compuso la canción en poco tiempo, horas. Era demasiado fuerte lo que sentía por Falcón, una inspiración que le arrancó a borbotones la poesía de las palabras y la cadencia de las notas musicales. “Nuestra cercanía se estrecha aún más en el fuego de nuestras miradas cuando se cruzan”, dijo cuando le entregó su flamante obra a esa mujer con la que tenía los mejores momentos íntimos de su vida.
Cuando Ada leyó la letra lloró. Sus ojos se humedecieron cada vez que cantó el tema en público. Aquellos versos fueron una falsa ilusión de una vida junto al hombre que amaba. Canaro jamás le dijo que no se separaría de su mujer, y eso enfurecía más a la Falcón, que se sentía engañada con falsas promesas de un futuro compartido. A las ovaciones que recibían en público se contraponían los reproches de ella y el llanto desconsolado cada vez que se quedaba sola y a medio vestir. Por momentos, hasta sentía que aquellos versos inspirados en su mirada no eran otra cosa que un sinsentido, una burla a eso que no podía ser.
“Tus ojos para mí son el reflejo fiel de un alma que al querer, querrá con frenesí. Tus ojos para mí serán, serán la luz de mi camino que con fe me guiarán por un sendero de esperanza y esplendor, porque tus ojos son mi amor”.
Divos
Si en aquellos primeros años de las primeras décadas del siglo pasado había que hablar de estelaridades encumbradas, Ada Falcón y Francisco Canaro formaban parte de ese pelotón privilegiado. Ella más que él.
La mujer se caracterizaba por su vida mística (era una frecuente y anónima visitadora del templo de Nuestra Señora de Pompeya, sobre la avenida Sáenz) y por haber peleado como nadie sus cachets y haberlos sabido administrar hasta convertir su cuenta bancaria en una fortuna.
Vivía en Palermo Chico, zona bacana, pero menos frecuentada por ricos y famosos como lo es hoy. Allí, del otro lado de Libertador y Figueroa Alcorta, se emplazaba la mansión de la Falcón. Se dijo, y posiblemente sea parte del mito agigantado con los años, que rociaba el hogar a leñas del inmenso living con la costosa fragancia francesa Arpège de Lanvin para aromatizar toda la casa. En el garaje, un par de autos importados y sus respectivos choferes esperaban para trasladarla hasta el Centro o rezar en la iglesia del sur porteño. En esas ocasiones, nada de perfume, ropa sobria y un pañuelo escondiendo su cabellera. Alguna vez, un canto religioso llevó la mirada de los feligreses hacia ella, quien debió reprimir la perfección vocal de la oración para no ser descubierta.
Era excéntrica en sus gustos y hacía gala de su poderío económico, pero jamás, delante del público, se mostraba altanera o con superioridad. Disfrutaba del lujo en la intimidad. Y tenía muy claro que su fortuna era fruto de su talento y su llegada en el público que aclamaba sus presentaciones en teatros, las audiciones que la tenían contratada o reproducían sus discos de pasta. Será por eso que agradeció el anillo de brillantes que le obsequió el Marajá de Kapurthala, quien no logró concretar algo más íntimo con la deslumbrante mujer. ¿Mito lo de la joya? ¿Mito lo de la cama frustrada? Lo cierto es que Ada Falcón era una mujer emancipada cuando tal cosa no era frecuente y hasta mal vista.
“Yo no sé cuantas noches de insomnio en tus ojos pensando pasé, pero sé que al dormirme una noche en tus ojos preciosos soñé. Yo no sé que me han hecho tus ojos que me embrujan con su resplandor, solo sé que yo llevo en el alma tu imagen marcada con fuego de amor”.
El dolor más profundo
“Yo no sé que me han hecho tus ojos” se convirtió en un éxito formidable, un “caballito de batalla” como se suele decir en el mundillo de la farándula. Autor e intérprete le sacaban el jugo a esa declaración de amor fraudulenta, pero Francisco Canaro jamás se separó de su mujer.
El 28 de septiembre de 1938, la cantante decidió abandonar el trabajo junto al músico y decidió ponerle fin a ese amor de una década que nunca pudo legitimarse públicamente. El dolor de no sentirse correspondida acrecentó su misticismo. Así como lo dejó a Canaro, poco a poco se fue despidiendo de la vida artística, de los escenarios y de los lujos. Sus últimas actuaciones en radio las llevaba a cabo detrás de un cortinado para no ser vista. Ya no esparcía bálsamo francés a su paso y su cara había abandonado el maquillaje.
Cuando ya ni siquiera deseaba cantar camuflada, vendió su mansión y sus autos, regaló vestuario y joyas, y se refugió, junto a su amada madre, en una casa sencilla de Salsipuedes, en la provincia de Córdoba. Tenía solo 38 años cuando puso final a la gloria de su estelaridad para pasar al anonimato y rezar para que su nombre se esfumara del recuerdo de todos. Alguna vez regresó a Buenos Aires para reclamar derechos a un sello discográfico. Nada más.
En Córdoba, su fe religiosa tuvo carácter de epifanía. En 1981, cuando muere su madre, decidió encomendar su vida a Dios internándose en un convento franciscano para vivir definitivamente apartada del consumo y los hábitos mundanos que hacía rato no formaban parte de su existencia. Había primado la mujer despojada y devota que iba a Pompeya, por sobre la diva de mansión y flota de automóviles lujosos. Se consagró a la fe como Tercera Franciscana en una casa de retiros. Cuando su vejez avanzó, se instaló en un hogar de ancianos a cargo de religiosas, a pocos kilómetros de la ciudad de Cosquín.
A fines de los 90, el cineasta e investigador Sergio Wolf la entrevistó, logrando una pieza de colección dado que se volvía a ver a Falcón después de décadas de ausencia pública. Aquella charla sensible fue el corazón de la película documental Yo no sé que me han hecho tus ojos, dirigida por Wolf y Lorena Muñoz. Allí se puede ver a una anciana, con dificultad para escuchar, que se atreve a confesar que no estaba enamorada de Canaro. Reflejo veloz de una mujer que en sus últimos años de vida no quiso, y no tenía por qué, reconocer aquel fracaso, el despecho que la llevó al confinamiento y a una vida monacal. Luego, Wolf también fue el responsable de Viviré con tu recuerdo.
En Buenos Aires, el 14 de diciembre de 1964, a los 76 años, falleció el violinista Francisco Canarozzo sin haberse separado jamás de su mujer. A Ada Falcón, que no escuchaba radio, no miraba televisión y no leía los diarios, alguien le fue con el cuento: “Que en paz descanse”, fue lo único que dijo, seguramente para orar por el alma de ese hombre, su hombre.
En Córdoba, el 4 de enero de 2002, a los 96 años, muere Aída Elsa Ada Falcone, la Emperatriz del Tango, dejando una obra poderosa, pero inconclusa y dando paso a la leyenda de esa mujer que lo dejó todo para evadirse del mal amor. Se habían cerrado esos ojos que inspiraron un vals y que machacaron con seducción a un hombre que no se atrevió.
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