Willy Crook: "Ya tengo muchas adicciones, no puedo también ser adicto al pasado"
"Estoy casi satisfecho, lo cual es algo peligrosísimo en el arte". A los 54 años, Willy Crook se mantiene elevado, con las dosis justas de cinismo y buen humor que han caracterizado los mejores momentos de su vida. El saxofonista, que fue parte de los Redondos, pero también colaboró con bandas supuestamente opuestas como Riff y Los Encargados, entre muchísimos otros clásicos del rock argentino, acaba de editar un nuevo álbum con sus Funky Torinos, Lotophagy (que lo presentará el 20 de septiembre, gratis, en el CCK), y dice que si bien siempre tocó con músicos que admiraba, con esta nueva formación "se armó algo especial: hay cariño, hay onda y sobretodo musicalidad. Todo eso hizo que, felizmente, tome en serio algo en mí".
Esta suerte de regreso al ruedo (y a la buena forma) de Crook comenzó tres años atrás, con la edición de X (su primer disco en más de una década), e incluyó también la publicación de Memorias improbables (2017), una pequeña autobiografía ensamblada con un puñado de anécdotas vividas (y apenas recordadas) por este perro de la calle.
"Escribir el libro fue un poco intimidante", concede. "Porque algunas cosas fundamentales que sucedieron, cuando uno las cuenta, se siente como delatando algo y quizá sean cosas que la gente no necesita saber. Pero la idea era que si iba a hablar, tenía que contar lo que pasó: las cosas con sustancias tóxicas y eso, más allá de que lo último que quisiera es que se tome eso como ejemplo. De hecho ahora estoy tocando con gente que solo necesita comer y dormir para estimularse y tiene más talento que mi generación de músicos, que creció buscando expandir la conciencia y resultó que después lo único que expandimos fueron nuestros problemas y nuestra mala actitud ante el mundo".
–¿Qué fue lo que más te sorprendió de tu vida después de tanto revisionismo interior?
–Me enfrenté a una terrible realidad: que mi memoria no era tan buena como yo pensaba. Me acordaba del paquete, pero no del regalo. Sé que estuve ahí, pero no me acordaba qué había pasado. Es como la memoria que te anula el recuerdo de haber nacido como mecanismo de defensa, porque te explotaría la cabeza del shock. Creo que algunas cosas, por protección a mi persona, me las olvidé. Estuvo bueno revisar todo y me dejó pensando. Por lo pronto, los comentarios de los amigos que me importan su opinión dijeron que es entretenido y con eso ya descorcho.
En todos los oficios que me inventé, desde plomero a limpiador de la morgue de París, ponía música para pasarla mejor
–¿Este proceso te inspiró para hacer música nueva?
-No, porque el pasado puede servirte de sofá o de trampolín, pero en mi caso, el presente es lo único que me importa. En este momento tengo una banda formidable, los admiro a todos y estoy más centrado ahí. Ya tengo muchas adicciones, no puedo también ser adicto al pasado. Insisto, tengo una banda formidable que interpreta lo que tengo en la cabeza y eso es algo muy difícil de lograr. Entonces, se me empezaron a ocurrir ideas muy tocables con esta gente, siempre con ese concepto de acid jazz. Una música de rhythm and blues con solistas de jazz arriba que te entretengan y que le presenten el jazz a la gente que por ahí no escucha jazz.
–¿Te acordás cuál fue tu primer contacto con la música negra?
–Mi escuela fue el rock; mi banda, Patricio Rey, y previamente tocaba con Memphis (La Blusera), con Riff y con Los Encargados también, para que se vea mi mente abierta. Pero el blues es la madre de todo, como dice Botafogo. El soul ya es una cosa más seria y el funky directamente es una fanfarronada urbana, es el primo canchero del rock. En todos los oficios que me inventé, desde plomero a limpiador de la morgue de París, ponía música para pasarla mejor. Hasta que en un momento, en Madrid, que es una especie de boliche con casas en el medio, empecé a pasar música de manera más estable, con más herramientas y fui buscando para ese lado de la música.
–¿Esos fueron los años de Lions In Love?
–Sí, con [Daniel] Melingo, que estaba en un momento aún más talentoso de su natural carrera, porque veía lo que venía, con la mezcla del heavy metal con jazz y flamenco. Nos llegó a telonear Sugar Cubes, el grupo de Björk, y ella ya era indiscutiblemente talentosa. Melingo fue el que me abrió la jaula mental. Los Redondos me dieron la filosofía de las cosas, los respetos, el no creerte que si hacés algo vendible vas a ganar plata y además sabé que vas a vender tu alma. Tené cuidado con eso, me dijeron. A partir de eso siempre pensé que no cambiaría un fracaso mío por cien grandes éxitos de Rick Astley o de la Miami Sound Machine. Esas fueron mis dos grandes influencias, pero Melingo me dio la libertad de estilos, me dijo que todo es posible e inclusive que se puede llamar homenaje al plagio. Si se hace con elegancia y caradurez, cualquier elemento es útil, como la electrónica, que es una herramienta más.
–¿Quiénes eran tus referentes musicales en esa época?
– Hay gente indiscutible, como Ottis Reding, Marvin Gaye, ese tipo es todo. Al Green, Aretha Franklin... Gente muy sensible y canchera. Eso me impresionó y desde entonces voy por ese lado. Esa negritud se me fue instalando a raíz de ir buscando e investigando en esa música.
–¿Y qué es el rock hoy para vos?
–Vivimos en una época en que la gente tiene todo muy fácil, por los recursos que existen, y la música actual no tiene penas, no tiene conflictos, no tiene represores. El rock nació como una suerte de grito contra el sistema, la némesis del artista, pero el sistema entendió que eso había venido para quedarse y ahora no se vende una hamburguesa sin rock. El rock tenía cosas para decir y hubo gente acá que se jugó la vida para hacer rock: Manal, Charly García, Spinetta, toda esa generación. Tenían un conflicto y eran los primeros. Pero ahora todos quieren ser una copia de sus ídolos: cantar como Andrés, como Cerati o como el Indio, y eso es un poco limitante para uno y transforma todo en lo mismo, ¿no? Cuando yo iba al Einstein, las bandas que tocaban se parecían a sí mismas, no a otra: Los Violadores, Sobrecarga, Sumo, Los Twist, Virus, Los Abuelos, todas bandas que tenían algo que decir pero no se parecían a otros. Creo que se perdió un poco de autenticidad. Hoy en el rock te distraés y una banda que no conocías llena un River, mientras Javier Martínez lleva 200 personas, que es algo que debería enseñarse en las escuelas, porque es algo auténtico hasta la médula. Todo está en manos de la gente y la gente elige muy poco, le arman el paquete y le dicen: "te tiene que gustar eso".
El rock nació como una suerte de grito contra el sistema, la némesis del artista, pero el sistema entendió que eso había venido para quedarse y ahora no se vende una hamburguesa sin rock
–¿Creés que el trap tiene algo de ese peligro que en algún momento representó el rock para la sociedad?
–El trap es otra cosa que sale y que la gente, supongo que en su necesidad visceral de pertenecer a algo, lo toma como propio. El trap tiene muy poca onda, muy poco talento, pero lo más grave es que con los elementos musicales que tiene el trap se pueden hacer buenas canciones. Todo viene del hip hop, pero no tiene nada que decir, más que repetir lo otro y quedar más o menos agradable para su público y me parece que no están buscando nada. Se armó la moda. No es algo generado por alguien con talento. Es muy demagógico, muy conformista. Lo que dice es una pavada atómica cuando no es medio grasa, agresivo o misógino. Aunque tampoco se puede ser un fiscal de la música. El dueño de la música es el que la escucha, uno es un buen instrumento, ahí se resuelven todas las diatribas, todas las discusiones acerca del ego y todo eso. Yo fui una buena antena y la música me eligió. Y la gente la escucha. Hay gente que opera con mi música y hay gente que hace el amor, lo cual me eleva a una categoría absolutamente fanfarrona.
-Vos fuiste parte de los Redondos y también amigo tanto del Indio como de Skay, ¿cómo viviste desde afuera el fin de la banda?
-Yo me bajé en su momento, para estupefacción de muchos porque justo se empezaba a ganar plata, por consejo de Patricio Rey... Y eso que no existe. Pero si yo me quedaba por la plata, era un grasa y artísticamente había dado y recibido todo lo necesario. Entré a los 18 años y me fui a los 22. Me fui de muy buen pie porque me ardía la cabeza de ideas y quería hacer otras cosas. Después cuando vuelvo, ya en los 90, empezó a pasar eso de que muriera gente. Skay no contaba con eso, él quería tocar la guitarrita y nada más. Yo le dije que hiciera como los Residents, que se pongan máscaras y que sigan tocando, pero con otro nombre. Ellos me invitaron a tocar en Obras, en 1991, y ya no es que eran famosos, eran un movimiento social y la gente se sentía identificada. Después, del Solari-Beilinson gate, ya no puedo opinar al respecto. Yo con ellos nunca tuve problemas de dinero, es más, cuando necesité, seis años después, mucha plata para comprarme una casa, se las pedí y me la dieron y luego ni se acordaban de que me la habían prestado o daban por descontado que no se las iba a devolver. Nunca hubo problemas de mezquindad económica. El Indio es como mi hermano mayor, del que aprendí cosas que tal vez él ahora no las recuerda. Estoy orgulloso de haber estado ahí y también de haberme ido.
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