Viudas de la música
La noche misma de la muerte de John Lennon, uno de los comentaristas de rock más poderosos de los Estados Unidos, Robert Christgau, cometió la imprudencia de lamentar que el asesino no hubiera elegido a Paul McCartney como víctima, sin imaginar que eso le hubiera ahorrado al menos las desdichas matrimoniales que ahora amargan su vejez ni advertir que el magnicida acababa de crear una horrenda especie de viuda que se reprodujo sin cesar durante lo que restaba del siglo XX.
Lorraine Gordon, heredera del Village Vanguard, Alice Coltrane, Laurie Pepper, Courtney Love, Carole Baker y Sue Mingus sobresalen en ese círculo de mujeres tan reacias a enterrar los cadáveres excelentes que el destino les deparó como a perder el control abusivo de una creación artística que ni siquiera inspiraron.
Pero en esa estrategia de vivir castamente consagrada al fantasma del genio indiferente que la puso en circulación, secuestrando su obra, despreciando hijos y esposas más legítimas para beneficiarse con dinero que nunca dejará de fluir, no existe dentro del negocio musical viuda más peligrosa que Yoko Ono y, fuera de él, sólo se puede encontrar una igual de temible.
Ahora Yoko tiene un nuevo producto para vender - The U.S. vs. John Lennon , un documental que se estrena el viernes en su país-, y como hace siempre, ha vuelto a remover aquella vieja basura respecto de la rebeldía militante que ella le inculcó a Lennon y fue una de las causas de la ruptura con los otros tres Beatles, empeñados en mantenerse "dulces y encantadores".
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Probablemente porque han carecido de la ambición de ser artistas tan reconocidas como sus difuntos esposos, las otras parecen inofensivas y hasta bondadosas en comparación. Laurie, la mujer de Art Pepper, por ejemplo, que lo encontró en el abismo de una desintoxicación interminable y se convirtió en el sostén sin el cual no hubiera recuperado su espacio entre los grandes saxofonistas de todos los tiempos.
Es fácil no gustar de Sue Mingus, por la manera autoritaria en que maneja el apellido del marido que padeció durante quince años y los convencionalismos con que ha domesticado una de las obras más audaces que dio el jazz, pero sin su tesón para mantener actuando tres conjuntos especializados en ese repertorio, el nombre de Charles Mingus estaría olvidado junto con sus composiciones.
Son casi siempre figuras secundarias a las que odia la prensa y celan los aficionados. Sin considerar lo difícil de convivir con gente como Elvis Presley, Jim Morrison, Charlie Parker o Kurt Cobain, y aun tratándose de personajes menos extremos, la situación de una mujer rodando de un lado a otro junto a músicos inseguros, sirviendo de representante, administradora, enfermera o punching ball según el humor del compañero, explica cualquier transformación malévola al encontrarse repentinamente sola y dueña de todo.
Tampoco las esposas de músicos célebres han sido siempre monstruos. Gracias al carácter de su segunda mujer, Lil Hardin, Louis Armstrong moderó su conducta, cambió de orquesta en el momento oportuno y se convirtió en el trompetista más famoso del planeta, un caso similar al de Lionel Hampton, deslumbrante al frente de una de las bandas más influyentes y duraderas -en ella se originó el rock and roll- ,que en realidad era controlada por su esposa, Gladys.
Existe al menos una viuda con apariencia japonesa que no fue malvada: Keiko, que cuidó de Elvin Jones hasta el final, igual de discreta que la Francesca de Gerry Mulligan. Pero no habrá ninguna igual a Michelle, inventora de la leyenda viviente llamada Gato Barbieri, que, de no haber sido porque se lo llevó a Roma hace cuarenta años a conocer a Bertolucci, Passolini y Don Cherry, ahora estaría fingiendo que toca el saxo en la orquesta de Bailando por un sueño .
Fue ella la que convirtió su timidez en un misterio escondido bajo el ala de sombreros negros, quien lo hizo fotografiar desnudo por Sara Facio y con ropa de Saint Laurent por Scavullo, la que piloteó su vuelco al free jazz y luego organizó junto a Herb Alpert el cruce a la fusión latina que Gato todavía practica con pocas ganas, porque ya no tiene quien lo empuje. En la enloquecedora carrera hacia el tope, que alcanzaron con Ultimo tango en París , Michelle perdió primero la habilidad de manipular productores y, más tarde, la vida.
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