Virtuosismo y abandono en un concierto memorable de la Orquesta Sinfónica de Lucerna
La magistral versión de Isserlis del Concierto para violonchelo y orquesta de Schumann, unida a la dirección de Michael Sanderling, al frente de un ensamble pasmoso en la excelencia de cada una de sus secciones, redondearon un verdadero acontecimiento musical
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Orquesta Sinfónica de Lucerna. Director: Michael Sanderling. Solista: Steven Isserlis (violonchelo). Programa: Obertura Egmont y Sinfonía n°5 en do menor opus 67, de Ludwig van Beethoven Beethoven; Concierto para violonchelo y orquesta en la menor, opus 129, de Robert Schumann. Mozarteum Argentino. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
Hace unos años, el cellista Steven Isserlis publicó en la revista inglesa Gramophone un artículo sobre Robert Schumann (es infrecuente que un músico se tome el tiempo para escribir, y que lo haga tan bien además) en el que decía lo siguiente: “A pesar de toda su disciplina clásica, Schumann parece componer sin reglas. Si en una obra escribe en forma (aparentemente) conservadoras, en la siguiente escribe música guiado por una especie de fluir de la conciencia que lleva a territorio que otros compositores de su época ni siquiera sospechaban”. Pero lo más notable del artículo era que el cellista Isserlis no decía una palabra del Concierto para cello de Schumann. Esta omisión no es inocente: para comprender cualquier pieza de Schumann es necesario entender la invención schumanniana, y en este sentido Isserlis no ignora que, en realidad, lo que llamamos Concierto para cello no es un “concierto para cello”. Isserlis sabe que Schumann hizo propia la presunción de E. T. A. Hoffmann en “Kreisleriana”, según la cual los conciertos para piano de Mozart y Beethoven “no son tanto conciertos como sinfonías con piano obligado”. También así hay que escuchar el Concierto para cello de Schumann: como una sinfonía con cello obligado, en la que incluso la cadenza tiene acompañamiento.
Las dos constataciones -el vaivén entre disciplina y abandono inventivo y la renuncia al virtuosismo solitario de salón o de circo- rigieron de principio a fin la inolvidable versión de Isserlis con la Orquesta Sinfónica de Lucerna, dirigida por Michael Sanderling. Cellista y director fueron un auténtico dúo sin primus inter pares. La de Schumann es una pieza de concentrada intimidad, casi de cámara, y esta intimidad no procede únicamente de su carácter sino de su construcción: la miniatura y la proyección formal a gran escala. Lo que demostraron Isserlis y Sanderling es que esa gran escala solo puede conquistarse al abismarse en la intimidad de la miniatura, en la recurrencia cíclica de los motivos. Isserlis es enfático en el gesto, pero no subraya lo que no pide ser subrayado. En el cantabile del primer movimiento, basta con que la línea melódica cante; claro que eso es dificilísimo con la línea al desnudo. El cellista lo logró, lo mismo que en el movimiento lento, aun a pesar de la incomodidad con la altura de instrumentos, que lo obligó a ajustar varias veces el puntal. Es probable que ese recogimiento le venga a Isserlis de la prolongada frecuentación de las suites de Bach -es uno de los mayores intérpretes actuales del ciclo, sino el mayor de todos- y la única pieza fuera de programa fue por eso la “Sarabandae de la Suite n° 3. Hay que recordar que Isserlis propone una correspondencia entre las suites y los Misterios del Santo Rosario (algo raro considerando el luteranismo de Bach, aunque no improbable), y en ese ordenamiento a la tercera le toca uno de los Misteriosos Gloriosos (la venida del Espíritu Santo). Es como si la “Sarabande” devolviera la pieza de Schumann al inicio, pero con el signo cambiado.
El Concierto de Schumann estuvo enmarcado con Beethoven: la obertura Egmont en el principio y la Sinfonía en do menor en el final. Tanto admiraba Schumann a Beethoven que en uno de sus escritos imaginó un encuentro imposible con él: “Subo despacio la escalera de la casa en la Schwarzspanierstrasse n°2: ni siquiera el sonido de la respiración desgarra el ambiente. Entro en su habitación: él se pone de pie, un león con una corona en la cabeza y una espina en la pata. Me habla de sus penas. En el mismo minuto, miles de individuos extasiados vagan entre las columnas de ese templo que es su Sinfonía en do menor…” Qué tipo de templo sea ese del que habla Schumann dependerá de cómo se dirija la sinfonía. En las manos de Sanderling no hubo nada de reliquia en él. El templo pareció más bien levantado la mañana misma del concierto, así de vivo se lo escuchó.
Sanderling -que invitado también por el Mozarteum Argentino había actuado en el Colón en 2018 con la Filarmónica de Dresde- es realmente un arquitecto formidable, con una sensibilidad inusitada para desplegar una estructura a la manera de una narración. Es también un maestro del suspenso, capaz de provocar incertidumbre incluso en la Quinta de Beethoven. El arco que fue del Scherzo al final es una de las ejecuciones literalmente más sorprendentes que se hayan oído en mucho tiempo, con una planificación milimétrica de las dinámicas y -aquí igual que en la Egmont- el coraje de sostener los silencios hasta el límite de lo tolerable. Mucho tiempo hace también que no se oye una orquesta como la de Lucerna, pasmosa en cada sección -en cada fila, se diría- y con una cuerda de esas que, como diría William Blake, es tarea de siglos. Sanderling se despidió con dos encores: una perfiladísima versión de la Danza húngara n° 5 de Brahms, y “Nimrod”, la novena de las Variaciones Enigma de Edward Elgar, escrita bajo el influjo beethoveniano.
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