Una leyenda del jazz que huyó del mito
La hazaña artística de crear un sonido de exquisita expresividad, definir con él un estilo clásico de ejecutar el saxo alto cuando el instrumento apenas existía y luego mantener vigente esa estética preciosista a lo largo del tiempo y contra todas las vanguardias empeñadas en afearla no le alcanzó a Johnny Hodges para volverse eterno, también hubiera debido generar un culto para venerar esa obra y festejar su centenario, que se cumplirá mañana.
Lo prueba la ironía de que, aunque durante su larguísima vida musical no llegó a permanecer cinco años afuera de la orquesta de Duke Ellington, es por ese insignificante período como director de pequeños conjuntos en la primera mitad de la década del cincuenta que se lo menciona frecuentemente, sólo por la casualidad de que, poco antes de retornar a la banda de la que nunca debió salir, empleó a un ejecutante sin personalidad ni futuro aparente llamado John Coltrane, que sí fue un maestro en eso de inventarse una personalidad novelesca para ser recordado.
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Al contrario de otros pilares de la organización Ellington, Johnny Hodges no dejó la escuela secundaria para sumarse a la orquesta, sino que llegó a los veintidós años con la aureola de haber aprendido a tocar clarinete y el dificilísimo saxo soprano junto a Sidney Bechet, el más atropellador y competitivo de los viejos maestros, de quien resultó no tanto un discípulo como una alternativa sentimental en materia de sonido y de serenidad en cuanto a temperamento.
La primera aparición en discos de Hodges -"Yellow Dog Blues" y "Tishomingo Blues" con The Washingtonians, de Ellington, en 1928- fue conmovedora, nada parecido a un debut, sino la manifestación de un genio accesible y sin vacilaciones que llegaba para quedarse. Así fue, porque la magia se repitió en cerca de mil registros sin agotar su encanto hasta abril de 1970, con su única aparición en la "New Orleans Suite", que la muerte le impidió completar.
En esa música de virtuosos enloquecidos que parecía ser el jazz de los años veinte, Johnny Hodges apareció como el primer improvisador con visión de futuro, el que estableció la idea de que un solo debía trabajarse igual que si se tratara de una composición y, una vez perfeccionado, ejecutarse siempre de la misma manera, con las variaciones de tiempo o humor que impusieran las circunstancias.
Aun con la tranquilidad de ser el único músico del que Ellington no podía prescindir, porque cuando estaba ausente la orquesta perdía parte de su color, misterio y sensualidad, el de Hodges fue un caso admirable de creador de un lenguaje que se mantuvo fiel a él, sin intentar adecuarlo a ninguna de las modas en contra que sucedieron: el be-bop primero, no tanto el cool o el soul, donde tuvo fieles, pero sí el free jazz, que detestaba al punto de negarse a tocar con Elvin Jones atrás.
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A mitad de camino entre la ironía y la envidia por un sonido, una afinación y un equilibrio expresivo que nunca fue capaz de lograr, Charlie Parker lo llamaba "La Lily Pons del jazz", equiparando su lirismo con el de una famosa soprano de preguerra, como si Hodges no sirviera para otra cosa que para aportar melodrama o coloratura a caprichos ellingtonianos, algo que sin duda hizo mejor y por más tiempo que nadie.
Las creaciones perfectas en lo que para él era un contexto familiar se cuentan de a centenares -con "Passion Flower", "Day Dream", "Come Sunday", "Warm Valley", "Esquire Swank" "Magenta Haze" y "The Star-Crossed Lovers" en el tope-, pero también era capaz de sobresalir entre extraños, como ocurrió en las jam sessions de estudio en las que Norman Granz lo obligó a confrontar con Parker, Dizzy Gillespie, Flip Phillips y otros enardecidos integrantes de su elenco, una inexplicable sesión con Lalo Schifrin en piano y el álbum con la orquesta de Lawrence Welk, que quedó como un error menor.
El John Cornelius Hodges que nació en Cambridge hace cien años tuvo una mujer sin importancia que llevaba a todos lados y un hijo que quiso ser baterista; a eso se redujo su vida privada. Se comportó siempre como un hombre silencioso y huidizo -lo llamaban "El Conejo"-, indiferente a los elogios, un personaje enigmático del que no se podían esperar las emociones extremas que fue capaz de transmitir con una sencillez, belleza y profundidad no alcanzadas por ningún otro músico de jazz.