Una bailarina comprometida con su tiempo
Ni la tensión de rivalizar con Nijinsky en los Ballets Russes impidió que Tamara Karsavina viviera noventa y tres años, cinco más que Galina Ulanova, Fred Astaire y Léonide Massine, pero no tanto como Fayard Nicholas o Martha Graham, que llegó a los noventa y siete. Merce Cunningham, nacido en 1919, ha dejado de actuar, pero sigue creando coreografías; Alicia Alonso continúa al frente del Ballet Nacional de Cuba y ya anda por los ochenta y cinco, lo mismo que María Fux, a quien se puede ver danzando su biografía todos los miércoles en el Teatro Regio de Buenos Aires.
La gente que baila acostumbra disfrutar de una vida larguísima, seguramente ayudada por la saludable disciplina de barras, posturas y ejercicios diarios en la que fue criada y ese requisito imprescindible para permanecer en una profesión muy dura llamado "pasión". Precisamente pasión -junto con coraje, inteligencia, talento y solidaridad- es una de las palabras inseparables del nombre de Katherine Dunham, que hace un mes murió en Nueva York, a punto de cumplir noventa y siete años.
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Como bailarina, coreógrafa, organizadora de compañías, maestra y creadora de una escuela propia, fue una de las personalidades más influyentes y originales de la danza del siglo XX, pero también se hizo notar como antropóloga, ensayista, escritora de ficción, sacerdotisa vudú, luchadora por la igualdad racial, actriz, cantante y activista empeñada en causas humanitarias.
Eso explica su dimensión de mito dentro de la comunidad negra norteamericana y la montaña de distinciones con que la agobiaron, pero no la mención en un espacio dedicado a la música popular, aunque basta el título de "Rapsodia caribeña", el espectáculo que a lo largo de dos décadas presentó en sesenta países, incluida la Argentina varias veces, y los de otros que denominó "Trópicos - Le Jazz Hot", "Bal Nègre" y "Bamboche" para aceptar que es aquí donde corresponde ubicarla, porque, igual que sucedió con Duke Ellington, si bien su obra se volvió clásica antes de tiempo, el material con que la elaboró -melodías, canciones y danzas africanas tradicionales - no puede tener un origen más popular.
Katherine Dunham era de Chicago, una antropóloga recién graduada que a mediados de la década del treinta viajó a estudiar la función social de las danzas rituales caribeñas y se involucró al extremo de aprender a bailarlas, elaborar coreografías introduciendo recursos del ballet tradicional y crear shows entretenidos y muy sensuales para su época sin perder inocencia ni autenticidad.
Para poner adecuadamente en escena sus proyectos, tan estimulantes que africanizaron la danza moderna y facilitaron la aceptación de Donald McKayle, Alvin Ailey y otros grandes coreógrafos negros, organizó una compañía estable y la entrenó en el lenguaje corporal de torso flexible, pelvis articulada, independencia de las piernas y movimientos polirrítmicos que se sigue enseñando como "Dunham technique".
Pero no fueron esos ritmos primitivos los que le permitieron estar en Broadway cada vez que tenía un espectáculo nuevo, sino su debut en un musical que hizo época: "Una cabaña en las nubes", donde cantaba junto a Ethel Waters y bailaba coreografías de George Balanchine, que le aceptó varias ideas.
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Dunham y su ballet se hicieron conocer mundialmente gracias a las películas, que no fueron muchas ni buenas -sólo "Stormy Weather", "Casbah" y "Mambo" merecen consideración- sino porque presentaban sus números respetuosamente, sin abreviarlos, como un largo injerto de prestigio totalmente desconectado de la acción.
Bailó hasta que la artritis dijo basta, pero le quedaban danzas por crear, libros que escribir y causas nobles por defender; por eso nunca dejó de moverse física o intelectualmente, y aunque iba camino de cumplir un siglo, le quedaba valor para seguir viviendo en Haití cuando todos huían y fuerza de espíritu para iniciar una huelga de hambre si la demanda lo hacía necesario.
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