Una Aurora más ágil, que no disimula las estrías de la obra ni de la patria a la que celebra
Repleta de simbología histórica, la nueva puesta de la ópera de Panizza logra emocionar gracias a un gran trabajo de dirección musical y escénica, que estiliza las inadecuaciones de versiones previas
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Aurora. Ópera de Héctor Panizza. Dirección musical: Ulises Maino. Dirección de escena: Betty Gambartes. Escenografía y vestuario: Graciela Galán. Reparto: Daniela Tabernig (Aurora), Fermín Prieto (Mariano), Hernán Iturralde (Don Ignacio), Alejandro Spies (Raimundo), Santiago Martínez (Bonifacio), Cristian Maldonado (Don Lucas), Virginia Guevara (Chiquita), Claudio Rotella (Lavin). Coro Estable del Teatro Colón, dirigido por Miguel Martínez. Orquesta Estable del Teatro Colón. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
Decía Daniel Barenboim -repetía, tal vez sin saberlo, una noción antigua- que en la música francesa respiraba la lengua francesa, del mismo modo que en la música alemana, la lengua alemana, con su apertura de vocales, en un caso, y la astringencia de las consonantes, en el otro. Aurora, encargo del gobierno de la ciudad de Buenos Aires para la apertura del nuevo edificio del Teatro Colón en 1908, se estrenó en italiano con un libreto de Luigi Illica. La traducción al castellano fue hecha en 1942 y se escuchó por primera vez el 9 de julio de 1945. Los problemas de esta segunda versión no conciernen únicamente al sentido; hay además graves inadecuaciones métricas e innumerables rimas indolentes. Héctor Panizza era argentino, pero se había formado musicalmente en Italia, y le debía más a Umberto Giordano que a Arturo Berutti. La música de Panizza, y particularmente Aurora, hablaba y sigue hablando en italiano, por mucho que se la cante en castellano. En la nota que escribió para el programa de mano, Betty Gambartes, directora de escena de esta nueva puesta de la ópera, señala que, antes de cualquier otra consideración, se dedicaron con Ulises Maino, el director musical, a remediar lo remediable: “Buscamos que fuera más ágil, introdujimos nuevos cortes, trabajamos la traducción al castellano…”
El resultado es más oreado, menos ripioso. Claro que el texto por sí solo no asegura nada. Lo más notable es aquí el alineamiento de la realización musical y la realización escénica, que participan del mismo principio de estilización. Aurora habla en italiano, y Maino trazó firmemente el generoso gesto melódico; firmemente, pero acariciando, se diría, cada línea, con una atención detallada a la orquestación refinada de Panizza, deudora de Puccini. La Estable, formidable una vez más, respondió en todas sus secciones.
La intimidad del tratamiento musical tuvo su correlato en el escénico. La intimidad no se refiere aquí a que Aurora sea una ópera de interiores. Gambartes parece haber buscado la tibieza de la niñez, los dibujos de soles de los actos escolares, y a la vez una revisión del barroco americano. La puesta, sin embargo, puede desplazarse de la estilización al símbolo -que viene a ser aquí la abstracción del estilo-, como pasa por ejemplo en el Acto II, en la residencia de Don Ignacio. En el patio español, vemos una fuente con un palo borracho en flor. Se cifra ahí el drama entero: la patria nueva que bebe de la tierra de España, pero que se eleva al cielo.
Despliegue actoral sin fisuras
Es el drama de la dependencia mutua que se ha vuelto imposible la que define asimismo a los personajes principales. La Aurora de la soprano Daniela Tabernig y el Mariano del tenor Fermín Prieto consumaron esa condición dúplice: con los vuelcos entre enamoramiento y responsabilidad, entre la fidelidad al amor o el amor a la patria. Lo hicieron con un intachable despliegue actoral y sin fisuras vocales, ya desde principio en las arias de cada uno en el primer acto. El timbre de Tabernig es redondo, contundente en lo grande y en lo mínimo, sin manierismos, y acá nos convence de que no hay otra manera de cantar Aurora que como lo hizo ella. Prieto no se quedó atrás, y desde ya tuvo su lucimiento en la intrincada “Alta en el cielo”; intrincada por lo conocida, y como en casi todo lo que se conoce con una memoria sentimental, cualquier énfasis es desbordamiento. Prieto mantuvo a raya la expresividad, tal vez previendo que una vez concluida le pediría al público que la cantara, casi como bis. La mayoría de los asistentes cantó de pie.
Pero en realidad todo el lado vocal fue consistente, ya desde el sexto vocal del primer acto. Por su lado, Hernán Iturralde compuso un Don Ignacio que desplegó toda la lucha por mantener la nobleza, la suya y la de los suyos, del mismo modo que Santiago Martínez, como Bonifacio, transmitió el dilema religioso. El Raimundo de Alejandro Spies fue interesante por lo contrario: su personaje es el que menos se debate consigo mismo, y tuvo él el ímpetu del que no duda; lo mismo cabría decir de la excepcional Chiquita de Virginia Guevara.
Aurora es una ópera llena de estrías, muchas más de las que podía calcular Panizza, y así también la patria cuyo nacimiento quiso celebrar tiene muchas más estrías de las que podían preverse en su estreno. Esta versión no disimula ninguna; más bien, suprime distracciones innecesarias para que su evidencia sea mayor.
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