Un manual de toxicología, un papá policía y el primer disco de rock argentino "a colores"
En ese colectivo viaja Hugo Cipolatti : desde su Parque Patricios hasta San Telmo. Todavía no se hace llamar Pipo Látex, pero ya lleva traje y escribe mirando las peripecias del transporte público. La flora y la fauna de la Buenos Aires ominosa del Proceso. Como en la tradición del tango, no solo precisa lugares (la esquina de Sarmiento y Esmeralda, en pleno microcentro) sino también marcas y objetos prosaicos de la cotidianeidad: un Ford Falcon verde, las pastillas Renomé. Como no lleva guitarra, se abstiene del estribillo y compone sobre los arquetípicos tres acordes del rock and roll: LA, RE y MI. Cuatro, si contamos la ocurrencia del guitarrazo final en LA bemol. Una verdadera afrenta en el reinado de Jade y las armonías imposibles.
"¡Triste no estaba! –recuerda Cipolatti- No tenía ningún tipo de problema sociocultural con la policía porque mi papá… ¡era policía! No estaba involucrado en situaciones en las que la policía quisiera tener problemas conmigo, pero si me paraban yo tenía el carnet del Churruca entre mis documentos. ‘Ah –me decían-, ¿su padre está en la repartición?’. ‘Si –les contestaba-. Es el escribiente Cipolatti de la Seguridad Federal’. ‘Muchacho, váyase. Y déjese el pelo largo, si quiere’. Aun no existían Los Twist . Lo que me llevó a componer esa canción es el azar. Y el hecho de que estaba podrido de tanto rock sinfónico, tanto jazz-rock y tanta canción de protesta. Esos estilos me empujaron a componer otra índole de canciones. En cuanto a la letra, era lo mismo. Quizás estaba por ahí el nacimiento del punk… No me gustaba nada eso de ‘yuta hija de p...’. Era todo muy obvio. Yo quise hacer, de manera amable y elegante, una acuarela acerca de lo que era una detención en esa época".
No hay que confiar en esa sonrisa ladina. "Pensé que se trataba de cieguitos" no es una pintura naturalista, sino el retrato distorsionado por la subjetividad del protagonista. Su impacto, sin embargo, funciona en varios niveles. En marzo de 1982, cuando Cipolatti entró en la pizzería Pirilo y se puso a tocar frente a una audiencia dividida entre pandilleros y taxistas que comían su fugazzeta de parados, todos movieron el piecito por igual. Daniel Melingo lo advirtió y se acercó para ofrecerle un lugar en los Chacarita Twist, con Fabi Cantilo. Las cartas estaban sobre la mesa: un ahijado psicodélico de Edmundo Rivero con gusto por el clarinete; la oveja negra de una familia patricia; un diseñador gráfico con gafas de pasta y canciones de Dean Martin. Nada podía salir mal. O exactamente todo.
Mientras Leopoldo Galtieri ordenaba el primer desembarco en las Islas Malvinas, Los Twist arrancaban con los ensayos. La estructura era una inversión de los factores de The B-52’s: una cantante a go-gó y dos guitarristas y compositores díscolos. Detrás, esa banda versátil y urgente que cerraban Polo Corbella (batería), Eduardo Cano (bajo) y el Gonzo Palacios (saxo). La iconografía decantó sola: el hula-hula, Brizuela Méndez, algunas formaciones históricas de Boca, los helados de Saint, el Bomp, el celebérrimo mocasín y las primeras lecturas posmodernas de Juan Domingo Perón.
Para amasar el repertorio, Los Twist abrieron un surco entre el Mágico Parque Genovés de La Boca y el Café Einstein de Córdoba y Pueyrredón. Entre el lumpenaje y el delirio arty de Chabán, con Luca Prodan colgado de las vigas del escenario y el rechazo de la vieja guardia del rock argentino. El Twist Uruguayo, su primer demo, fue descartado por Daniel Grinbank y sus miembros comenzaron a orbitar cada vez más lejos del núcleo: Melingo y Corbella con Los Abuelos de la Nada, Fabi Cantilo en las filas de Las Bay Biscuits y el Gonzo Palacios con Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Pipo, mientras tanto, escribía su columna Cospel Dadá para la revista Banana. Un buen día, el llamado de Charly García reunió a la tropa.
García, que vivía en estado de gracia, no se anduvo con vueltas. Los había visto en el Einstein, tenía unas horas de estudio en Panda y muchas ganas de codearse con el underground. Fue una sesión maratónica por la que pasaron, como meros turistas estupefactos, músicos como Luis Alberto Spinetta, David Lebón, Rinaldo Rafanelli y Pedro Aznar. "En tres días hicimos todo –dice García en Corazones en llamas, el libro de Cynthia Lejbowicz y Laura Ramos–. Les pedí que tocaran todo el repertorio de corrido, un tema atrás del otro. Una vez que terminaron les dije ‘váyanse’. Ahí lo mezclé, llamé a los que hacían falta. Yo puse un tecladito, alguna viola. Fabi cantó divina. Les censuré un par de cosas: en el último tema metían algo de chilenos, judíos. Eran medio heavies, por eso los saqué".
Como señaló el periodistaMariano del Mazo, el cinismo de "Pensé que se trataba de cieguitos" solo compite con "No bombardeen Buenos Aires". Ambas, dicho sea de paso, grabadas en los estudios Panda.
Acaso "El Banquete" pueda sumarse a esa lista, pero con una mueca más amarga. La producción de Los Twist, que abría con el pattern de batería mezclado con una sirena y la orden de los oficiales, era jovial: un rockabilly cantado con histrionismo y sus respectivos solos de saxo y guitarra. "Charly hizo hincapié en el disco, no en las canciones –dice Pipo-. ‘Cieguitos’, originalmente, se llamaba ‘Los caballeros de la noche’. Pero en esa época, para registrar los temas en Sadaic, tenías que dar tres opciones de título. Se ve que existía alguna canción que se llamaba ‘Los caballeros de la noche’, entonces no se pudo registrar así. ‘Pensé que se trataba de cieguitos’ era la segunda o tercera opción".
Solo el título y la tapa del álbum son dos símbolos de los ochenta. El primero, como es fama, está tomado de un Manual de Toxicomanía de la Policía Federal (la definición de cocaína decía: "raviol. La dicha en movimiento"). El segundo es un trabajo del célebre Nebur (Rubén Vázquez, artista plástico y miembro de los Hermanos Clavel) sobre un afiche promocional de Pepsi. Un diálogo consciente y despreocupado entre el arte y el mercado que salió a la venta aún bajo el signo de la dictadura: 17 de octubre de 1983.
A pesar de la prohibición de ocho de sus catorce temas, el disco escaló rápidamente en el gusto popular. "Cleopatra" ganó status de hit y La dicha en movimiento se convirtió en la banda sonora de cualquier asalto de clase media (como Safari o Los Iracundos para una generación anterior) y la fiesta hipermetrópica de los chicos más sofisticados de la ciudad. Esa trasversalidad le permitió vender unas 120.000 copias. ¿Era un éxito o un malentendido?
Como dice La Historia del Palo, el libro que recoge las columnas de Gloria Guerrero en la revista Humor, una de las críticas más frecuentes del mundillo rockero hacia Los Twist era que hacían "música facilista". Una sanción esperable viniendo de la solemnidad más rancia del rock progresivo (aquellos que tachaban a García de cirquero) o la unilateralidad de los primeros punks. A la distancia, lo que suena "facilista" es precisamente esa crítica.
¿Se puede hacer humor con cualquier cosa? Quizás sí. No depende del objeto del chiste, sino de lo que señale el chiste. En este caso se trata de la ingenuidad hiperbólica –es decir: actuada, fingida- de una gran parte de la población argentina. El protagonista de la canción confunde –es decir: quiere confundir- a seis inocultables oficiales de civil ("muy bien peinados, muy bien vestidos y en un Ford verde") con cieguitos ("anteojos negros usaban los seis"). La canción, en ese sentido, mete el dedo en la llaga: la complicidad de la sociedad civil. Señala, por decirlo de otro modo, hasta dónde puede llegar alguien a la hora de hacerse el tonto. Así, cuando es sometido a un interrogatorio de cuatro horas y fracción, se consuela con la brevedad de la querella y el buen trato. "Se hizo muy tarde, dijeron, no hay colectivos. Quedesé, por favor".
La operación de Los Twist –acaso producto de la impunidad literal del propio Cipolatti- era una bomba de sentido situacionista. En el albor de la primavera alfonsinista, mientras Mercedes Sosa regresaba del exilio y se empezaban a exhumar las atrocidades, los jóvenes bailaban este rock and roll en las discotecas. El horror, como notó el escritor Fabián Casas, a determinado nivel de ebullición empieza a hacer el mismo ruido que una carcajada. Y la corrección política es un virus del espacio exterior.
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