Turandot: transparencia armónica y notables desempeños de la orquesta y el coro estables
Programada en razón del centenario de la muerte de Gíacomo Puccini, la ópera cuenta con la muy buena dirección musical de Beatrice Venezi y la ya conocida y eficaz puesta de Roberto Oswald
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Turandot, de Giacomo Puccini. Dirección musical: Beatrice Venezi. Régie y escenografía: Roberto Oswald; reposición de Aníbal Lápiz. Dirección del coro: Miguel Martínez. Intérpretes principales: Mónica Ferracani (Turandot), Jorge Puerta (Calaf), Marina Silva (Liù), Christian Peregrino (Timur), Sebastián Angulegui (Ping), Iván Maier (Pang), Sergio Spina (Pong), Juan Barrile (mandarín). Orquesta Estable del Teatro Colón. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
La situación de Giacomo Puccini en la historia de la música fue ambigua, acaso única. Impelido por el cambio y atraído por las rupturas de la época que le tocó, era eminentemente un autor de óperas y estaba por lo tanto forzado a satisfacer las medianas expectativas de un público masivo. Los testimonios de su proclividad a lo nuevo sobran. Uno de ellos, posiblemente el más famoso, es el de Alma Mahler en sus memorias. Puccini asiste al estreno vienés de los Gurrelieder de Arnold Schönberg; la obra no le gusta, pero no porque le parezca radical, sino por lo contrario: la juzga apocada, un ejercicio tardío con la poética wagneriana. “Le contesté que la segunda parte era mucho más audaz –cuenta Alma–. Pero Puccini se fue sin oír la segunda parte. Sin embargo, se convirtió después en un partidario total de Schönberg”. Más adelante, y ya enfermo, viajó varias horas de Viareggio a Turín para escuchar Pierrot lunaire. Añade Alma: “Puccini intentó siempre entender a sus contemporáneos”.
Ese mismo hombre que seguía con pasión las renovaciones de Schönberg les pedía a Giuseppe Adami y Renato Simoni, los libretistas de Turandot, que escribieran algo que hiciera “llorar a todo el mundo”. La voluntad musicalmente progresista de Puccini debía encontrar entonces una astucia. La coartada pucciniana por excelencia fue la fuga al lejano oriente que encontramos en Butterfly y aquí mismo, en Turandot, cuya chinoiserie se sirve del exotismo para otros fines: el más evidente, disponer de la escala pentatónica y expandir las posibilidades armónicas. Podría pensarse incluso que no fue el exotismo chino aquello que trajo consigo la expansión, sino que esa expansión sólo podía justificarse teatralmente con semejante trama.
Las estrías que dejó en Turandot esa tensión -ese crecimiento súbito de un material, la ópera, que no admitía crecer tan de golpe- no son una simple anécdota histórica. Obligan todavía a quien dirige la obra a tomar decisiones, y la directora italiana Beatrice Venezi las tomó. En lugar de disimular alguno de los extremos y volcar, por lo tanto, la orquesta hacia el otro, dejó las estrías a la vista. La mayor transparencia armónica y el detalladísimo perfilamiento melódico no excluyeron pasajes de sensiblería crasa. Hay que agradecerle a Venezi que mostrara esa otra tragedia de Turandot: la imposibilidad de unir esos extremos, o más bien, que su sola unión proviene de mostrar su desunión. Fue por lo demás notable la respuesta de Estable en todas las filas.
La soprano Mónica Ferracani -reemplazó a último a momento a Anastasia Boldyreva- estuvo a la altura de la rara dificultad del papel de Turandot: poco tiempo en escena, pero un tiempo de intensidad suma y colmado de cambios de registro. Es posible que la voz de Ferracani no estuviera en su plenitud, pero conservó toda su nobleza dramática. El Calaf de Jorge Puerta fue correcto de principio a fin, y de principio a fin comedido, con un caudal que no logró liberar nunca del todo. Marina Silva ofreció una Liù difícil de olvidar, de firmeza vocal, controlada, y que, a la vez, corrió naturalidad, como si ya en su primera entrada hubiera tendido la curva su aria final, “Tanto amore segreto”, que resolvió con estremecedora maestría. Cumplieron también Christian Peregrino y el trío Sebastián Angulegui, Iván Maier, Sergio Spina (Ping, Pang, Pong). Fuera de serie estuvo, como siempre últimamente, el Coro Estable preparado por Miguel Martínez.
La puesta que el Colón eligió para Turandot, programada en conmemoración del centenario de la muerte de Puccini, fue la ya conocida de Roberto Oswald (se vio por última vez en 2019). Oswald, por más que se lo conozca, no defrauda nunca: será que, a fuerza de estilización, el tiempo y sus estragos se quedan sin nada.
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