The Beatles: Get Back, una crónica devota y rigurosa de los últimos días de John, Paul, George y Ringo juntos
El documental de Peter Jackson, dividido en tres capítulos, derriba mitos maliciosos y descubre muchos momentos mágicos y reveladores para los fans de los Beatles
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Dirección: Peter Jackson. Con: John Lennon, George Harrison, Paul McCartney, Ringo Starr, Yoko Ono y Linda McCartney, entre otros. Disponible en: Disney+. Nuestra opinión: excelente.
Cuando le preguntaron por la duración de The Beatles: Get Back, la serie de tres capítulos que está disponible en Disney+, Peter Jackson fue claro: “Todo lo que no incluyera en esta película podría volver a quedar archivado por otros cincuenta años”. El argumento es indiscutible. Si hay algo que este exhaustivo y comentadísimo documental viene a reparar es la versión instalada por otro mucho más corto que se estrenó en 1970 y presentó a las sesiones de Let It Be -el disco que los Beatles grabaron antes de Abbey Road pero publicaron más tarde como cierre de una carrera inigualable- como la partida de defunción de la banda de Liverpool.
La inclinación del director neozelandés por los relatos voluminosos es conocida: su versión de King Kong dura el doble de la original y su trilogía basada en la saga El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, roza las nueve horas (sus versiones extendidas son todavía más largas). Pero esta vez la decisión de aprovechar al máximo todo el material audiovisual disponible de aquellas históricas jornadas de grabación (Apple le entregó 60 horas ínéditas) está más que justificada: al margen de los momentos decisivos que aparecen en esta miniserie de casi ocho horas divididas en tres capítulos, hay muchos de los pasajes que algunas críticas publicadas en los últimos días consideraron como un relleno innecesario pero también son reveladoras porque dejan leer entre líneas que buena parte de lo que se edificó maliciosamente a lo largo de muchos años fue pura mitología o exageración destinada a generar polémicas, un mandato indolente que los medios han asumido casi siempre como propio e ineludible.
De los pasajes elocuentes hay varios que son joyas: los ojos vidriosos de un McCartney operando como líder de facto ante la apatía general y dominado por la impotencia por no poder sacar adelante de una manera más ordenada y entusiasta un proyecto alrededor del cual había demasiada gente opinando y también contrariado por la súbita partida de George Harrison, el primer síntoma categórico de que lo que ya se avizoraba como inevitable. O esa invasión a la intimidad que como fans podemos pasar por alto para enterarnos -gracias a un micrófono oculto en una zona teóricamente “protegida”- del mea culpa de Lennon por esa huida que también se veía venir: “Es una herida que supura”, le dijo John a Paul cuando de pronto los Beatles pasaron a ser tres. O la demostración bastante fehaciente de que el papel supuestamente determinante de Yoko Ono en la ruptura del grupo fue un invento con tufillo misógino, salvo que esa mujer prudente y enigmática que vemos en la película se haya convertido de repente en una neurótica insufrible en los fragmentos que aún quedan inéditos de esa minuciosa grabación completa. La teoría de sus intervenciones disruptivas durante el proceso de trabajo que desembocó en Let It Be parece quedar formalmente desmentida. Por el contrario, Yoko luce como una mujer enamorada que decide estar muy cerca de su compañero en un momento incómodo para él, tiene algún momento de amable complicidad con Linda McCartney e incluso protagoniza un impactante momento de catarsis colectiva cuando su aullidos desgarradores son un componente esencial del clímax sonoro que terminó con Ringo rompiendo unos parches de su batería y fue la somatización natural de un resquebrajamiento interno muy doloroso.
Se ha hablado tanto y tan bien de la música de los Beatles -empezando por el imprescindible Revolution In The Head: The Beatles Records and the Sixties de Ian MacDonald, un libro formidable que analiza al detalle todas las canciones que produjo la banda- que parecía difícil encontrar algo nuevo en ese terreno específico. Pero como fan irreductible (él ha contado que se obsesionó con los Beatles a los 8 años y que su fascinación sigue viva), Jackson tuvo claro que la posibilidad de ver al grupo trabajando una canción desde su esqueleto inicial hasta la consumación más o menos definitiva valía oro. La acumulación de versiones algo destartaladas que muchos medios serios (The Guardian, sin ir más lejos) tacharon de sobrantes que solo provocan tedio (el cincelado trabajoso de “Don’t Let Me Down”, por caso) también pueden disfrutarse como documento fiel de un proceso artístico: entrar al taller de Gepetto cuando está construyendo a Pinocho, probar que las leyendas también se escriben con tinta borroneada y que la inspiración se suele potenciar cuando va acompañada de entrega, esfuerzo y disciplina.
John, Paul, George y Ringo llegaron a los estudios de Twickenham -donde ya habían rodado partes de las películas Help! (1965) y A Hard Day’s Night (1964)- después de tres años sin tocar en vivo y con el desafío autoimpuesto de terminar catorce canciones en diecisiete días para después presentarlas en sociedad en un gran concierto de regreso que algunas mentes afiebradas del engolado entorno del grupo imaginaron en escenarios fastuosos e incluso ridículos. En un ambiente recargado de interferencias y visitas pintorescas -de Peter Sellers a un misterioso devoto del hare krishna invitado por Harrison- cuyo registro puntilloso sirve también para comprobar cómo incluso en el proyecto musical más influyente de la historia de la música pop nadie tuvo nunca el control absoluto de su desarrollo y su destino, incorporaron el talento de Billy Preston para cocinar con el condimento que le faltaba un repertorio excepcional que no fue el pináculo de su trayectoria pero igual sigue teniendo un brillo que no se apaga (¿Qué tan malo puede ser un disco que incluye “Across The Universe”, “I Me Mine” y “The Long and Winding Road”?).
En medio de toda esa efervescencia creativa y emocional llegaron las discusiones por la producción abrumadora e invasiva de Phil Spector y el desembarco de Allen Klein, un personaje inescrupuloso que aceleró lo que de todas maneras era irremediable, acentuando las desavenencias relacionadas con los negocios alrededor del fenómeno beatle. Y también la solución mágica para desechar unos cuantos delirios monumentales, imposibles de llevar a cabo sin desintegrar la lógica, y producir otro momento clave de la cultura pop contemporánea: un show austero y sorpresivo en una terraza, quizás el más icónico de todos los tiempos, que fue el broche de oro que los Beatles -majestuosos como siempre, a la altura de su estatus de prodigio de creatividad, ingenio y elegancia- sin dudas se merecían.
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