Teatro Colón: una controversial y contundente Carmen, con el sello de Calixto Bieito, que vale la pena ser vista
El director traslada la acción de la ópera de Bizet a un enclave español en África y actualiza su mirada para contrastar la violencia contenida en la historia en una ambiciosa puesta llena de ideas opacadas por el discreto nivel de sus intérpretes
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Carmen, ópera de Georges Bizet. Elenco: María Luisa Merino Ronda (Carmen); Rafael Dávila (José); Marina Silva (Micaela); Christian Peregrino (Escamillo); Carlos Esquivel (Zúñiga); Gustavo Gibert (Dancaire); Eugenia Coronel Bugnon (Frasquita); Victoria Gaeta (Mercedes); Iván García (Lilas Pastias). Coro de Niños y Orquesta y Coro Estables del Teatro Colón. Dirección musical: Kakhi Solomnishvili. Director de escena: Calixto Bieito. Repositor: Yves Lenoir. Función extraordinaria. Teatro Colón. Nuestra opinión: buena
Las puestas de Calixto Bieito jamás pasan desapercibidas. Sus lecturas siempre novedosas tienen todas fundamento y la interpelación al público es una consecuencia esencial. En ellas, indefectiblemente, se confunden y entremezclan aciertos, genialidades, lugares comunes, simbolismos y metáforas, reubicaciones temporales y/o espaciales, apuestas riesgosas y cataratas de ideas desde las más admirables hasta las más inesperadas, desde las más obvias hasta las más crípticas, desde las más extraordinarias hasta las más innecesarias.
Frente a Carmen, a un año del siglo y medio de su estreno en la Opéra Comique de París, la propuesta central de Bieito es la de incorporar, concretamente, al mundo de la ópera, el profundo cambio conceptual que, en las últimas décadas, ha tenido lugar en el mundo occidental, al dejar atrás la vetusta denominación de “dramas pasionales” para aquellos asesinatos de mujeres a manos de sus parejas. Estos homicidios son hoy crímenes de género y, en la reafirmación de este cambio, se ha acuñado un nuevo vocablo, el femicidio. En el final de la ópera de Bizet, al fin de cuentas, y sin tomar en cuenta las infinitas apreciaciones que podrían justificar la conducta de José, el macho herido, comete un femicidio y mata a Carmen.
La resultante de estas apuestas de Bieito es que su figura y su trabajo pasan a ser, indefectiblemente, el centro de la atención. En la eterna controversia entre los aspectos musicales y los teatrales de la ópera, si Bieito está en el medio, el fiel se inclina largamente hacia lo teatral. Y en sí mismo, esto no está ni bien ni mal, pero hay un asunto que es imprescindible. Para que las propuestas de cualquier director de escena tengan un buen resultado general es necesario que el elenco esté a la altura de las circunstancias. En esta función extraordinaria, los cantantes, salvo una muy destacada excepción, la de Marina Silva, no pudieron sobreponerse a cierta mera corrección. Aunque, también menester es afirmarlo, la idea escenográfica de Bieito, un escenario amplísimo y abierto en toda su inmensidad, sin cámaras acústicas ni elementos materiales de ningún tipo, es un gran desafío para cualquier voz meramente correcta. Y dentro de este panorama, también parece atinado afirmar que, musicalmente hablando, los más destacados fueron los organismos estables del Colón, el Coro, la Orquesta y el Coro de niños, todos muy bien dirigidos por el georgiano Kakhi Solmnishvili.
Bieito extrajo a Carmen de su Sevilla original y, sin que nadie lo aclarara en el programa de mano, la transportó a Ceuta o a Melilla, esos dos enclaves españoles en África, en los años 70. Los contrabandistas devinieron en migrantes y los soldados españoles, en legionarios. Pero, más allá de tiempo y espacio, en esta Carmen, hay violencia, marginalidad, sensualidad y sexualidad, prepotencias y escenas descarnadas. La vida misma. Aquel realismo romántico de Prosper Mérimée, que publicó su Carmen en 1845, se transformó en un neorrealismo bieitiano del siglo XXI.
Pasar lista a lo que acontece en el escenario, a lo largo de sus cuatro actos, sería una enumeración interminable. Acá, apenas el marco general de cada acto. En el comienzo, la bandera española en un mástil y una cabina telefónica. Un Mercedes de los setenta aparece en el segundo acto y es solo un anticipo de los siete autos que se estacionarán en el tercero y sobre los cuales, las multitudes se suben, saltan, se esconden y tienen sexo. En ese mismo acto, un toro gigantesco corona el fondo del escenario y, en el final, es derribado hacia adelante con un estruendo fenomenal. En el cuarto acto, la arena de una corrida de toros imaginaria es delimitada, precisamente, por arena que es arrojada desde un minivolquete. Las escenas de conjunto son un tanto caóticas de tanto movimiento y multiplicidad de estímulos visuales simultáneos. Pero el gran canto, o los grandes cantantes, no estuvieron en el Colón.
María Luisa Merino Ronda, de muy buena actuación, creó una Carmen de voz escasa que solo pudo ser bien percibida cuando cantó en el proscenio. Bastaba que, por ejemplo, rodeara al auto estacionado para que, cuando estaba detrás de él, su voz prácticamente desapareciera. La célebre “Habanera”, en el mismo comienzo, cosechó tibios aplausos. Rafael Dávila, un tenor portorriqueño, sonó potente pero con reducidas variantes expresivas. Los distintos momentos que va viviendo Don José no tuvieron variantes interpretativas. Del mismo modo, su teatralidad estuvo muy atenida a ciertos estereotipos propios de ciertos cantantes de ópera. Christian Peregrino lució más altisonante que musical y, en general con voces pequeñas, el resto del elenco, cumplió las indicaciones teatrales, sin lograr algún resultado musical mayormente destacable. La voz distinta, en calidad y caudal, fue la de Marina Silva. Expresiva y musical, lució intensa cuando, preocupada y temerosa, en el tercer acto, cantó, “Je dis que rien ne m’epouvante”, ofreciendo un canto parejo a lo largo de todo su registro, algo tan sencillo, pero que, lamentablemente, en esta función, no abundó.
La puesta avanza con momentos de mayor atractivo y otros en los que la atención, irremediablemente, no encuentra el foco de atracción. Pero el final es contundente. Tras las infinitas súplicas de José y los subsiguientes rechazos de Carmen, el exsoldado le corta la garganta con su navaja y se lleva su cuerpo, arrastrándolo. El femicidio se cometió y, en esta puesta, es tan concreto y duro el crimen que nadie siente ninguna conmiseración por el “pobre” José. Tal vez, por haber sido testigos de esa escena tan espantosa y conmovedora, en un escenario descomunal y totalmente despojado, es que el público, que había estado bastante frío a lo largo de toda la representación, estalló en un generoso aplauso final.
Para bien o para mal, más allá de las aceptaciones o las controversias que pueda suscitar, esta Carmen, tal vez más de Calixto Bieito que de Georges Bizet, merece ser vista.
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