Teatro Colón: Nabucco es un espectáculo escénico sorprendente que resignifica un clásico
Brillan en esta nueva puesta de Stefano Poda, con atractivas ideas visuales y la habilidad de ajustar algunos de los momentos más inverosímiles del libreto de la ópera de Verdi, la labor del director Carlos Vieu y la del coro y orquesta del teatro, con un “Va pensiero” a la altura del fanatismo del público
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Nabucco, ópera de Giuseppe Verdi. Elenco: Sebastian Catana (Nabucco), Rebeka Lokar (Abigaille), Rafał Siwek (Zaccaria), Guadalupe Barrientos (Fenena), Darío Schmunck (Ismael), Mario De Salvo (Sumo Sacerdote), Mariana Carnoavali (Anna) y Gabriel Renaud (Abdallo). Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Puesta en escena, escenografía e iluminación: Stefano Poda. Dirección musical: Carlos Vieu. Función del Abono Vespertino. Nuestra opinión: muy buena
Con Rigoletto, estrenada en 1851, Verdi comenzó un nuevo período dentro de su vida creativa. De las quince óperas anteriores, las más representadas en la actualidad son Nabucco (1842) y Macbeth (1847). Ésta última, basada en la tragedia de Shakespeare, es, tal vez, la que, dramáticamente, más acabadamente prenuncia al gran Verdi que habrá de venir. Nabucco, en cambio, es amada y disfrutada, esencialmente, por su música. En sus propuestas discursivas conviven las nuevas propuestas del naciente romanticismo operístico italiano y clarísimos resabios del bel canto ya en vías de extinción. Su libreto, desparejo, plagado de sucesos inverosímiles y sin ningún rigor histórico, nos lleva a la Antigüedad, más exactamente, a Jerusalén y a Babilonia, hace 2500 años. Ante esta situación, se puede apostar por una puesta tradicional o por algún tipo de aggiornamiento. En esta ocasión, Stefano Poda se aparta de esta dualidad y plantea una resignificación del sentido de la ópera con una puesta sorprendente, visualmente muy atractiva y trabajada con paciencia e, intuimos, una larguísima serie de ensayos para que todas las complejidades fluyeran sin ningún tropiezo.
El amplísimo escenario del Colón se transformó en un gigantesco cubo blanco, absolutamente despojado, y con el disco giratorio como recurso técnico principal ya no para alternar escenografías entre distintos actos o cuadros, sino como una plataforma sobre la que transitan constantemente los personajes principales, el coro y un gran número de figurantes masculinos que, siempre caminando, sucesivamente, pueden ser los hebreos o los asirios. El movimiento humano es constante y multitudinario y está muy bien concebido y estudiado. Los judíos, con vestuarios blancos; Nabucco, Fenena y Abigaille, los personajes babilónicos, de negro. En el mismo gigantesco cubo escénico tienen lugar los cuatro actos y la acción se va desarrollando con muy buenas alternancias de iluminación. Para distinguir escenas y momentos, desde las alturas descienden bastidores cuadriculados o enrejados y hasta una gigantesca cinta de Moebius, con todos sus simbolismos vinculados a la inasibilidad o a la eterna continuidad, que queda suspendida sobre el coro en el momento del “Va pensiero”.
En el programa de mano, Stefano Poda manifiesta su credo. El regisseur italiano encuentra en el Nabucco verdiano la posibilidad de dejar de lado las cuestiones más materiales o religiosas del libreto para avanzar hacia un encuentro liberador y espiritual. Sus simbolismos pueden no ser comprendidos o compartidos pero es estrictamente necesario dejar en claro que sus ideas escénicas estás plasmadas con coherencia, efectividad y una prolijidad milimétrica intachables. Las ridiculeces del libreto –la conversión al judaísmo de Fenena, la confesión de Ismael que fue el embajador de Judea en Babilonia (sic), la “partida de nacimiento” de Abigaille que revela que era una esclava, los trastornos psicológicos de Nabucco y su promesa de reconstruir del templo de Jerusalén para desagraviar a Jehová, entre muchas más– quedan absolutamente soslayadas ante un espectáculo escénico sorprendente.
En lo musical, hay que destacar, en primer lugar, el trabajo del músico más silencioso y oculto, el director. La tarea de Carlos Vieu fue impecable. Desde el foso, condujo de maravillas a la orquesta y concertó a la perfección a los músicos con el coro y con cada uno de los cantantes cuyas arias pudieron ser cantadas en los tempi exactos y sin que ningún volumen inapropiado los obstaculizara. En todo caso, si algún cantante quedó oculto bajo los sonidos de la orquesta no fue sino por las limitaciones del cantante en cuestión.
Los personajes centrales de la trama son Nabucco, Abigaille y Zaccaria. Tanto el barítono rumano Sebastian Catana como el bajo polaco Rafał Siwek cumplieron sus trabajos con solvencia y personalidad. En cambio, la eslovena Rebeka Lokar denotó inconvenientes en la creación de la malvadísima Abigaille, uno de los más complicados roles para soprano dentro del terreno verdiano, con tremebundas exigencias vocales, desde las más dramáticas hasta las más ligeras. Su excesivo vibrato, algunas afinaciones inexactas y la carencia de espesura en los graves afectaron la solidez deseada. Darío Schmunck mostró su reconocida solvencia y musicalidad como así también su escasez de caudal y Guadalupe Barrientos, como siempre, estuvo impecable. La tersura de la voz en toda su extensión, los fraseos y la calidez, lamentablemente, sólo aparecen en un muy desbalanceado trío del primer acto –su voz sobresalió intacta por sobre el casi inaudible canto de Schmunck y las desproporciones un tanto destempladas de Lokar– y en el último acto, cuando cantó su única aria, “Oh dischiuso è il firmamento!”. Demasiado poco para tantas capacidades y talentos.
Y en el final, el coro. Si bien todos están –estamos– esperando el tercer acto para disfrutar del “Va pensiero”, la tarea del coro comenzó mucho antes, desde el mismo inicio de Nabucco. A lo largo de los cuatro actos, los cantantes deambularon con suficiencia escénica y vocal por sobre el disco giratorio. En la puesta de Stefano Poda, los integrantes del coro, casi invisibles, entonan su añoranza por la Jerusalén perdida acostados sobre el escenario, por debajo de esa monumental cinta de Moebius. Fue un momento en el cual se fundieron una música superior, bellamente cantada, y un marco escénico único e inolvidable. Sin aplausómetro que corrobore esta afirmación, las mayores ovaciones del final fueron para Carlos Vieu y para el coro y su director, Miguel Martínez. Y fue justicia.
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